¿
Por qué no me los habías enseñado nunca, Judah
?, pensó. Con todas sus discusiones, con todo aquel proceso de mutuo acercamiento, Judah había cogido el cinismo de Cutter y había tratado de hacer algo con él, había tratado de explicarle a Cutter que estaba asfixiándolo. Que había otras formas de someterlo todo a una crítica sin necesidad de convertirse en un amargado, le había dicho, y en ocasiones, Cutter lo había intentado.
Doce años hacía que se conocían, y Cutter había aprendido muchas cosas de Judah, además de enseñarle algunas. Era Judah quien lo había arrastrado hasta las márgenes del Caucus. Cutter recordó los debates en su tienda, en sus pequeñas habitaciones, en la cama. Y en medio de todas aquellas discusiones de política —Judah un insurrecto casi ultraterreno, y Cutter apenas un compañero de viaje suspicaz— nunca había visto aquellos mensajes enviados por el mismísimo Consejo de Hierro.
No se sentía traicionado, solo confuso. Una sensación familiar.
—Sé dónde está el Consejo —dijo Judah—. Puedo encontrarlo. Es maravilloso que hayáis venido. Vamos.
Judah habló con el susurrero. Nadie salvo él pudo oír las respuestas de Drogon, claro está. Finalmente asintió y todos comprendieron que Drogon iba a acompañarlos. Pomeroy se enfureció, a pesar de todo lo que el susurrero había hecho.
El somaturgo Judah no buscó el liderazgo, no hizo otra cosa que decir que él pensaba continuar y que podían acompañarlo, pero se convirtieron en sus seguidores, como siempre. Igual que en Nueva Crobuzón. Nunca les daba órdenes y a menudo parecía demasiado absorto hasta para advertir que estaban allí, pero cuando era así, lo atendían con gran cuidado.
Hicieron los preparativos. Seguro que serían semanas de viaje. Kilómetros de tierra y más tierra, y rocas y más árboles, y puede que agua, y puede que cañones, y luego, puede que el propio Consejo. Se fueron a dormir temprano y a Cutter lo despertó el ruido que hacían Elsie y Pomeroy follando, incapaces de ocultar sus pequeños jadeos y el roce de sus cuerpos. El sonido lo excitó. Escuchó el escarceo de sus amigos con lujuria y una sensación de creciente afecto. Buscó a tientas a Judah, quien, adormilado, se volvió hacia él y respondió a sus besos, pero lo rechazó delicadamente.
Bajo la manta, Cutter se masturbó en silencio sobre el suelo, mirando la espalda de Judah.
Durante una semana viajaron hacia el norte y el noroeste, adentrándose en regiones cada vez más frondosas. Las ciénagas y los cenotes se volvieron más tupidos y las colinas empezaron a cubrirse de chaparrales y árboles enanos. Cruzaron barrancas. En tres ocasiones, el susurrero les mostró que, sin darse cuenta, habían tropezado con una senda y caminaban sobre el fantasma de pasadas huellas.
—¿Adónde vamos?
—Yo sé dónde está —decía Judah—. En qué dirección. —Consultaba los mapas y dialogaba con Drogon, el nómada de las llanuras. Drogon marchaba con la implacable calma del desierto.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó Judah. El susurrero le contestó directamente al oído—. Sí —dijo—, pero eso no me dice nada.
—Ahora no lo hace —dijo Cutter—. Pero puede apoderarse de ti con esa maldita voz. Así es como nos salvó al menos dos veces.
Los pumas y los barbicalados los observaban desde las colinas o desde el aire, y el grupo preparó las armas. Bosquecillos de cerúleas especies vegetales parecidas a plantas suculentas, con briznas cortantes y movidas por algo que no era la brisa, los amenazaban.
Mirad allí
. El susurro de Drogon transportaba la sabiduría del nomadismo. Era un hombre de aquellas tierras, nervioso sin un caballo. Señalaba cosas en las que ellos no hubiesen reparado. Allí hubo una aldea; y sí —aprendieron a verlo en el suelo— paredes y cimientos dibujados en el regolito, el recuerdo de una arquitectura, conservado por la tierra.
Eso no es un árbol
decía él y entonces se fijaban en que era el cañón de un arma antigua, o de algo parecido a un arma, cubierto por las enredaderas y por las costras del tiempo.
Una noche, mientras los demás dormían y digerían la caza que habían cenado, Cutter se despertó varias horas antes del amanecer y vio que Judah había desaparecido. Registró estúpidamente sus mantas, como si pudiera encontrarlo allí. El susurrero levantó la mirada con expresión malhumorada y se encontró con Cutter, aferrando desesperadamente las cosas de Judah.
Judah se había alejado en la dirección del viento, y se había detenido en un pequeño rincón situado en una ladera. De su mochila había sacado un artefacto de hierro, tan pesado que a Cutter le costaba creer que hubiese podido acarrearlo hasta allí. Invitó a Cutter a sentarse junto al voxiterador. Había insertado uno de los cilindros de cera y su mano estaba en la palanca.
Sonrió. Reemplazó la plectro-aguja de la parte superior de las ranuras.
—Puedes oírlo —dijo—. Ya que estás aquí. Esto es lo que me mantiene vivo.
Giró la palanca y, entre un traqueteo y varios bocinazos, sonó la voz de un hombre. La reproducción desdibujaba los bajos, y la cadencia aceleraba y deceleraba delicadamente cuando variaba la velocidad de la palanca, así que las inflexiones eran difíciles de calibrar. El viento atrapó la voz en cuanto surgió.
«… no me siento como si apenas te conociera porque dicen que eres de la familia así que pensé que debías oír la noticia en lugar de leerla el hecho es que ha muerto Uzman ha muerto siento que tengas que enterarte así siento que tengas que enterarte lo cierto es que no fue una mala muerte estaba en paz lo enterramos y ahora está en nuestras vías algunos dijeron que deberíamos enterrarlo en el cementerio pero yo no estaba dispuesto les dije ya sabes que no era lo que quería él mismo nos pidió que lo hiciéramos como antes de modo que así fue como lo hicimos estamos de luto él nos dijo que no lo hiciéramos me lo dijo cuando estábamos luchando y después de la mancha nos dijo no lloréis celebradlo pero hermana no puedo evitarlo hay que llorar llora hermana vamos llora yo también lo haré soy yo soy Rahul voy a despedirme…»
La aguja se detuvo repentinamente. Judah estaba llorando. Cutter no pudo soportarlo. Alargó los brazos y titubeó al ver que su contacto no sería bienvenido. Judah lloraba en silencio. El viento los olisqueaba como un perro. La luna era casi invisible. Hacía frío. Cutter miró a Judah mientras lloraba y le dolió. Ardía en deseos de abrazar al canoso anciano, pero no pudo hacer otra cosa que esperar.
Cuando Judah terminó y se limpió las lágrimas, sonrió finalmente a Cutter, quien tuvo que apartar la mirada.
Habló con mucho cuidado.
—Lo conocías, a la persona de la que estaba hablando. Eso se ve. ¿De quién era el mensaje? ¿De quién es hermana?
—Era para mí —dijo Judah—. La hermana soy yo. Soy su hermana y él es la mía.
Había lomas bajas, tapizadas de flores de colores regios. El polvo se mezclaba con el sudor de Cutter y el aire que respiraba estaba cargado de polen. Los viajeros se arrastraban por una tierra extraña, lastrados por el polvo y el sol, como si estuviesen embadurnados de alquitrán.
El aire sabía a carbón. En algún lugar, sobre los riscos que se elevaban delante de ellos, el cielo estaba teñido por algo más que el verano. Unas columnas de humo negro se elevaban y disipaban. A medida que el grupo se alejaba, parecían retroceder, como un arco-iris, pero al día siguiente el olor a quemado era mucho más fuerte.
Había sendas. Estaban entrando en una tierra habitada, y aproximándose a los incendios.
¡
Mira eso
!, le dijo el susurrero a cada uno de ellos. A varios kilómetros de distancia se movía algo. Cutter miró por el catalejo de Drogon y vio que era gente. Un centenar, más o menos. Arrastrando carromatos, apremiando al ganado: aves tan grandes como vacas, rollizas y cuadrúpedas, con unas alas atrofiadas y sin plumas que utilizaban como patas delanteras.
Era una caravana decrépita y desesperada.
—¿Qué pasa ahí? —dijo Cutter.
A mediodía llegaron a un lugar en el que la tierra se había abierto y continuaron por el fondo de unas barrancas en las que cabía una casa con creces. Vieron algo de color marrón, destrozado, como un fardo envuelto en bramante. Era un carromato. Tenía las ruedas rotas y estaba apoyado contra unas rocas. Estaba roto y calcinado.
Había hombres y mujeres a su alrededor. Tenían la cabeza reventada o el pecho cosido a balazos y su contenido desparramado sobre la ropa y los zapatos. Estaban sentados o tumbados con pulcritud en el mismo sitio donde habían sido asesinados, como un destacamento a la espera de instrucciones. Una compañía de muertos. Había un niño ensartado en un sable, acurrucado delante de ellos como si fuera la mascota.
No eran soldados. Su ropa era ropa de campesino. Sus pertenencias estaban por el suelo: herramientas de hierro, cazos y ollas, todos de diseño extraño, cosas de tela hecha jirones.
Cutter y sus compañeros contemplaron la matanza con los brazos en jarras. Drogon se tapó la boca y la nariz con un pañuelo y se zambulló en el hedor de los muertos atravesando las nubes de insectos que estaba devorándolos. Cogió una estaca de madera y empezó a pinchar los cadáveres con tanto cuidado que parecía casi respetuoso. Estaban curtidos por el sol, con la piel curada. Cutter podía ver las protuberancias de sus huesos.
El carromato se inclinó cuando Drogon se apoyó sobre él. El susurrero se agazapó y examinó las heridas, palpándolas mientras los demás observaban y emitían sonidos. Al ver que cogía el sable que sobresalía del cuerpo del niño, Cutter se volvió para no ver cómo se movía el pequeño cadáver.
Hace días
, le dijo Drogon al oído, mientras Cutter seguía dándole la espalda a su investigación.
Es de los vuestros. Esto es cosa de Nueva Crobuzón. Este es un sable de la milicia
.
Eran balas de la milicia las que los habían matado, y era un miliciano o una miliciana quien había ensartado al niño. Los cuchillos de la milicia habían destrozado el carromato. Manos de Nueva Crobuzón habían desparramado sus pertenencias por el suelo.
—Te lo dije —repuso Judah sin apenas voz.
¿
Podemos marcharnos
?, pensó Cutter.
No me gusta hablar delante de ellos
. Levantó la mirada, respirando entrecortadamente, y vio que Pomeroy y Elsie se habían abrazado.
—En mi carta, Cutter. ¿Lo recuerdas? —Judah sostuvo su mirada—. Te dije que me marchaba por esto.
—Estamos cerca de las fronteras de Tesh —dijo Cutter—. Esto no significa que la milicia esté buscando al Consejo de Hierro.
—Tienen una base en la costa, desde la que envían estos escuadrones. Este… trabajo… Esto es solo la mitad de su trabajo. Se dirigen al norte. Están buscando al Consejo.
Más allá de los muertos se extendía una región deshabitada. Todos sabían que los milicianos que les habían hecho aquello a los refugiados podían seguir cerca, así que viajaban con cuidado. Cutter volvía a ver aquellos pacientes muertos cuando cerraba los ojos. Drogon los llevó por un camino tapizado de artemisas. En las colinas hacia las que marchaban se veían jirones de tierra de labranza, medio descuidadas, cubiertas de maleza, de donde salía el humo.
Estaban a un solo día de la matanza. En el aire flotaba un olor a quemado. Entraron en el primero de los pequeños campos con las armas desenfundadas.
Atravesando caballones de tierra removida entraron en lo que había sido un olivar. Sus pies pisaron las garras extendidas de raíces cuyos árboles habían sido arrancados. Olivos secos desperdigados como excrementos de animales. Había cráteres, con tocones convertidos en esculturas de carbón. Había cuerpos reducidos a esqueletos por las llamas.
Había cabañas, y estaban calcinadas. En una llanura de maleza y barrancas casi secas había unos montoncillos de basura negra y humeante que parecía turba. Un olor rancio, carnoso y dulzón. Cutter se abrió camino a machetazos por la maleza estival.
Durante varios segundos, no logró asumir lo que veía. Los montoncillos eran cadáveres apilados, una masa de matadero: los restos ennegrecidos de unas criaturas unguladas de grandes trompas y colmillos, tan grandes y pesados como búfalos. Estaban cubiertos de cenizas y hojas resecas. Entre las grietas de su carne nudosa asomaban raíces.
—Vinerracos —dijo Judah—. Estamos en Galaggi. Qué lejos hemos llegado. —Se levantó un viento, y el picante polvo de las colinas y de los olivos, las parras y la hojarasca carbonizados se les metió en los ojos. Un susurro recorrió los cadáveres de los animales.
Pomeroy encontró una zanja donde se pudrían hombres y mujeres a docenas. Varios días de descomposición no habían conseguido borrar las huellas de sus tatuajes cuadriculados. El color piedra pómez de su piel, engalanada con ornamentos de piedra, estaba mancillado por el rastro de la muerte.
Eran los vinómadas. Los clanes, las casas, vagabundos de la calurosa estepa septentrional, custodios de los rebaños de vinerracos. Los seguían, los protegían y,llegada la época de la cosecha, en una peligrosa y brillante celebración, saltaban entre los cuernos de los agresivos herbívoros para recoger los frutos que crecían en sus flancos.
Cutter tragó saliva. Todos lo hicieron, contemplando aquellos cadáveres deshilachados a tiros. Judah dijo:
—Puede que sea la casa Predicus. O la Charium, o Gneura. —Los vinerracos, los animales y la cosecha que albergaban, siguieron descomponiéndose.
Pasaron el resto del día atravesando las ruinas de una tierra arrasada, entre olivares reducidos a la nada, y manadas-cosecha devastadas, y grandes cantidades de cadáveres de vinateros carbonizados. Un corral de aquellas grandes aves domesticadas, convertido en pasto de los gusanos. El suave crepitar de los rescoldos y el duro golpeteo de la madera muerta los rodeaba. En algunos cadáveres, los detalles concretos de la ejecución resultaban todavía visible. Una mujer, con la falda levantada, rígida por las manchas de rojo; un hombretón con la tripa llena de manchas y los dos ojos perforados. La descomposición hizo vomitar a Cutter.
Encontraron un vinerraco vivo, caído en una hoya de piedra. Temblaba de hambre e infección. Caminaba en círculos, cojeando y arañando el suelo. Tenía la piel cubierta de raíces, una especie de vello formado por el follaje de las viñas simbióticas. Las uvas se habían marchitado. Cutter le pegó un tiro por pura misericordia.
—Por eso lucharon los cactos en el sur —dijo Pomeroy tras un largo silencio—. Les habían llegado las noticias. Vieron a los milicianos y creyeron que iba a pasarles lo mismo.