Con las deformadas manos en la boca, el tardío profirió un grito tan elemental como un alarido de dolor animal. Su lamento tronó sobre la hierba. En la noche calurosa, los animales se detuvieron un instante, y en la quietud se levantó la respuesta. Otro grito, desde kilómetros de distancia, que Cutter sintió en las tripas.
Una vez tras otra lanzó el tardío su grito de anuncio, y en el correr de las horas de aquella noche, un pequeño contingente de
ge’ain
acudió a ellos a grandes y dolorosas zancadas. Eran cinco en total, muy diferentes entre sí: algunos superaban los siete metros de altura, y otros no llegaban ni a la mitad, con los miembros quebrados y deformemente remodelados. Una compañía de tullidos, de poderosos mutilados.
Los viajeros estaban asustados. Los tardíos expresaban su mutuo pesar en su propia lengua,
—Si nos ayudáis —les dijo Cutter humildemente— tal vez podamos detener a la milicia. Y, en cualquier caso, será un ajuste de cuentas, y puede que hasta una venganza.
Los tardíos pasaron horas en círculo, comunicándose con sonidos graves y pesarosos, cavilando. Sus movimientos eran cautelosos bajo el peso de sus miembros.
Pobres soldados perdidos
, pensó Cutter, todavía sobrecogido.
Finalmente, el portavoz de la asamblea le dijo:
—Se ha ido, un grupo de milicia. Al norte. De cacería. Sabemos adónde.
—Son ellos —dijo Cutter—. Están buscando a nuestro hombre. Tenemos que alcanzarlos.
Los tardíos se arrancaron las espinas de las manos y levantaron a Cutter y a sus camaradas. Se los cargaron encima sin dificultad. Los abandonados antílopes sable los siguieron con la mirada mientras se alejaban. Los cactos caminaban con descomunales zancadas, devorando el terreno, saltando sobre los árboles. Cutter se sentía cerca del sol. Vio pájaros, e incluso algunos garuda.
Los
ge’ain
les hablaron. Las emplumadas criaturas volaban en círculos cuando ellos pasaban por debajo, con un sonido que recordaba al de un velamen hinchado por el viento. Respondieron con sus severas voces de pájaro. Los
ge’ain
escucharon y replicaron con graves canturreos.
—Milicia, delante —dijo la montura de Cutter.
Avanzaban bamboleándose y se detenían a descansar en raras ocasiones, con las piernas entrelazadas a la manera de los cactos. Se detuvieron cuando la luna y sus hijas estaban muy bajas en el firmamento. En el límite mismo de la sabana, al oeste, había luz. Una antorcha, una linterna en movimiento.
—¿Quién es? —preguntó el tardío de Cutter—. Hombre a caballo. ¿Os sigue?
—¿Está aquí? Jabber… ¡A por él! ¡Rápido! Hay que averiguar a qué juega.
El
ge’ain
carenó a velocidad de vértigo y empezó a avanzar devorando la distancia. La luz se apagó.
—Se ha ido —dijo el tardío. Un susurro sonó en el oído de Cutter, sobresaltándolo.
No seas estúpido
, dijo la voz.
Los cactos no me encontrarán. Estás perdiendo el tiempo. Me reuniré contigo más adelante
.
Cuando reemprendieron la marcha, la luz volvió a aparecer, y viajó con ellos hacia el oeste.
Al cabo de dos noches sin detenerse más que para hacer pequeños descansos o lavar a Fejh con la poca agua que encontraban, los
ge ‘ain
se detuvieron. Señalaron un rastro de vegetación destrozada y tierra pisoteada.
Sobre una extensión de kilómetros de pasto reseco, frente a unas colinas de verdor más intenso, estaba levantándose una neblina que Cutter tomó por una nube de polvo hasta que vio que estaba mezclada con un gris más oscuro. Como si alguien hubiera pasado un dedo grasiento sobre una ventana.
—Ellos —dijo el
ge’ain
de Cutter—. Milicia. Es ellos.
Los tardíos no se pararon a trazar planes. Arrancaron los nudosos árboles de las praderas los blandieron a modo de garrotes, y luego dirigieron sus pasos hacia los asesinos de sus hermanos.
—¡Escuchad! —gritaron Cutter, Pomeroy y Elsie, tratando de convencerlos de que convenía adoptar alguna estrategia—. Escuchad, escuchad, escuchad.
—No los matéis a todos —dijo Cutter—. Por el amor de Jabber, dejad a uno para que podamos hablar con él.
Pero los tardíos no parecieron escucharlo, o al menos no reaccionaron en modo alguno a sus palabras.
La sabana se onduló; las ondas de calor reverberaban entre rocas tan grandes como casas. Los animales huían al escuchar a los
ge’ain
, estrepitosos como una tala de árboles. Los tardíos coronaron un pliegue del paisaje y se detuvieron. Cutter contempló a los milicianos desde lo alto.
Eran más de una docena, figuras diminutas vestidas de gris, y tenían perros, y algo que expulsaba el humo que habían visto: una chimenea de acorazado, tan alta como los tardíos, arrastrada por un tiro de caballos rehechos. Tenía la boca cubierta de modillones, y entre las almenas asomaban dos soldados. Avanzaba arrancando la maleza y dejaba tras de sí un rastro de aceite y tierra arruinada.
Con enorme lentitud, los tardíos dejaron a sus pasajeros en el suelo. Cutter y sus hombres comprobaron el estado de sus armas.
—Esto es una estupidez —dijo Pomeroy. Pasó un ave rapaz, graznando excitadamente—. Mira qué potencia de fuego.
—¿Y a ellos qué les importa? —Cutter señaló a los tardíos con un gesto de la cabeza—. Solo quieren venganza. Nosotros queremos algo más. No pienso hacer nada para impedir que consigan lo que quieren. Tampoco serviría de mucho. —Los tardíos empezaron a bajar la ladera en dirección a la milicia—. Será mejor que nos movamos.
Los compañeros se dispersaron. No tenían que esconderse. Los milicianos habían visto a los tardíos y no veían nada más. Cutter corrió en la nube de polvo que levantaban los cactos gigantes.
El motocañón disparó. Sus tambores rotatorios escupieron balas. Los milicianos huyeron a caballo, presas del pánico. Habían dejado las regiones de los cactos y se creían a salvo. Sus balas golpetearon a los tardíos como una andanada de gravilla, arrancándoles pequeños escupitajos de savia, sin siquiera frenarlos.
Uno de los
ge’ain
arrojó su arma como si fuera un trebuquete. En sus manos semejaba un garrote, pero al surcar el aire dando vueltas volvió a parecer lo que era en realidad: un árbol. Golpeó el minarete y abolló su revestimiento metálico. Cutter se tendió sobre la tierra y disparó la repetidora contra la desordenada milicia.
Los milicianos respondieron. En una exhibición de impresionante y estúpida valentía, mantuvieron sus posiciones, y así uno de los tardíos pudo levantar la pierna y aplastar a varios de ellos junto con sus monturas de dos brutales pasos. El hombre-acto balanceó de un lado a otro su inmensa garrota y le partió el cuello a otro con un simple roce de las raíces.
Los fusileros milicianos buscaron refugio tras los que llevaban arcos huecos y tanques de gas pirótico. Los tardíos alzaron los brazos. Los lanzallamas los obligaron a retroceder, con la piel chamuscada y crepitando.
El más pequeño de los
ge’ain
se tambaleó cuando los chakris de afilado metal de los arcos huecos se clavaron en su musculatura vegetal y le cercenaron el brazo. Se llevó la mano derecha al muñón, lanzó una patada contra los soldados desmontados y mató o dejó con los huesos rotos a dos de ellos. Pero el dolor hizo que se arrodillara y uno de los tiradores lo mató clavándole un chakri en toda la cara.
Las flechas de Fejh y el rugido del trabuco de Pomeroy revelaron su posición. Los cañones de la torre apuntaron al cadáver que ocultaba a Fejh. Cutter gritó al ver que el motocañón, con cadenas y engranajes estruendosos como martillos, rotaba y descargaba una lluvia de balas sobre la vegetación.
Había ahora cuatro tardíos, sumidos en un éxtasis homicida, pisoteando y agarrando todo cuanto se ponía a su alcance. La torre se inclinó y desplazó. El motocañón acabó con otro
ge’ain
, perforado de la cadera al pecho por una línea de balas, y la enorme criatura vegetal se tambaleó y, con un movimiento extrañamente antinatural, se abrió como una bisagra por la grieta que se acababa de abrir en su cuerpo.
Pomeroy se había puesto en pie. Estaba gritando algo, y Cutter supo que era el nombre de Fejhechrillen. Echó a correr con el arma baja, disparando repetidamente. Los perros estaban furiosos, y lanzaban dentelladas inútiles con sus mandíbulas deformes.
Desde muy lejos, sonó un disparo. Sonó una segunda vez y un hombre cayó desde la cima de la torre de hierro.
La voz habló junto al oído de Cutter.
Abajo. Te han visto
. Cutter se dejó caer y siguió mirando por los agujeros que se abrían entre los matorrales. Oyó otro de aquellos disparos lejanos. Un miliciano cayó de su caballo.
Cutter vio un a un capitán taumaturgo, con las venas y los tendones marcados sobre la piel, mientras unas chispas oscuras que emanaban de su cuerpo se disipaban. Disparó y falló. Era su última bala.
El taumaturgo gritó y, mientras su ropa empezaba a echar humo, la tierra vomitó una lanza de energía lechosa bajo los pies del más grande de los
ge’ain
, que lo atravesó de parte a parte, se elevó hacia el firmamento y desapareció. La criatura agitó los brazos mientras su savia brotaba a borbotones. Unas llamas negras la envolvieron. El taumaturgo se irguió, sangrando por los ojos pero triunfante, y fue abatido por un disparo de su desconocido aliado. Los dos últimos
ge’ain
estaban despachando a pisotones a los últimos milicianos.
Uno de ellos agarró la torre cañonera, la rodeó con los brazos como un luchador y la sacudió violentamente. Mientras su hermano aplastaba a los últimos hombres, caballos y sabuesos mutantes, este dio un tirón a la columna. Con un chirrido, se inclinó, desequilibrada, aterrorizando a los caballos que la arrastraban. Se ladeó con lentitud y, al estrellarse contra el suelo, se partió en dos, derramando hombres vivos y muertos.
Echaron a correr, los que todavía podían hacerlo, y los dos tardíos corrieron tras ellos, dando pisotones como niños grotescos. Un jinete se apareció entonces más allá del campo de batalla, galopando hacia ellos. Cutter volvió a escuchar el susurro —
Que no maten a los perros, no dejes que maten a los perros, por el amor de Jabber
— pero no era una orden. Ignoró la voz y echó a correr, como sus amigos estaban haciendo, hacia el lugar en el que estaba Fejh. Lo encontraron tendido sobre la vegetación.
Marchó y marchó, el hombre flotante, voló, con el cuerpo rígido, avanzando velozmente por el aire. Por los caminos secundarios del cenagoso estuario, entre proyectos de isla, dejando atrás manglares y atravesando los arcos formados por sus enredaderas, sobre bancos de mantillo y lodo y luego por el karst, astillas de roca, un paisaje serrado.
Sus compañeros de viaje eran un pájaro, una liebre, una avispa-colmillo del tamaño de una paloma, un roquino, un zorro, un bebé cacto, con el tumor de carne moteada propagándose por su cuerpo mientras se aferraba al hombre flotante o le seguía el paso, avanzando como un desafío a las leyes naturales allá donde estuviera de aguja de roca en aguja de roca. El hombre flotante salió a unas praderas. Por un momento, la bestia que marchaba debajo de él fue un antílope que corrió como ninguno de su raza hubiese corrido nunca.
Marcharon y marcharon, surcando a cámara rápida la tierra consumida. Se dirigieron al norte pasando entre arbolillos y aldeas incendiadas y desde allí siguieron sin detenerse en la misma dirección sin descansar ni aflojar el paso y fuera lo que fuese el animal que seguía al hombre o se aferraba a él o volaba sobre él marcharon cada vez más deprisa cazando, buscando en la tierra y en el aire señales que solo ellos podían ver, acercándose, buscándolos, persiguiéndolos.
Recogieron el cuerpo de Fejh para enterrarlo. Los extraños perros rodeaban los cuerpos de los milicianos y aullaban de pena por sus amos.
Los dos tardíos supervivientes seguían allí, con las piernas cruzadas, dormitando. No todos los milicianos habían muerto. Se oían los débiles gritos y la respiración agitada de aquellos que estaban demasiado malheridos para huir. No eran más de cuatro o cinco, y agonizaban lentamente pero con todas sus fuerzas.
Mientras Cutter cavaba, llegó el jinete entre los frenéticos sabuesos. Los compañeros le dieron la espalda a su amigo muerto para mirarlo.
Los saludó con un gesto de la cabeza, y se tocó el ala de su sombrero. Era del color del polvo. Su chaleco blanqueado por el sol, los pantalones de piel de ciervo y su zahón estaban cubiertos de polvo. Llevaba un rifle bajo la mantilla que cubría la silla. En las caderas, sendos revólveres de cazoleta.
El hombre los miró. Miró fijamente a Cutter, ahuecó la mano derecha sobre los labios y murmuró algo. Cutter lo oyó, como si estuviera muy cerca, como si la boca estuviera junto a su oreja.
Será mejor apresurarse. Y tenemos que llevarnos uno de los perros
.
—¿Quién eres? —dijo Cutter. El hombre miró a Pomeroy, a Elsie, de nuevo a Cutter, moviendo los labios. Cuando le tocó el turno a Cutter, oyó:
Drogon
.
—Un susurrero —dijo Pomeroy con recelos, y Drogon se volvió hacia él y le susurró algo al aire—. Oh, sí —respondió Pomeroy—. Puedes estar seguro.
—¿Qué haces aquí? —dijo Cutter—. ¿Vienes a ayudarnos a enterrar…? —tuvo que detenerse y solo pudo señalar—. ¿Por qué nos sigues?
Como ya te dije
—susurró Drogon—,
queremos lo mismo. Ahora sois exiliados, igual que yo. Ambos buscamos lo mismo. Llevo incontables años buscando al Consejo de Hierro. No confiaba en vosotros, ¿sabes? Y es posible que siga sin hacerlo. No somos los únicos que buscamos al Consejo, ya lo sabes. Sabes para qué están aquí esos cabrones
. —Señaló el cuerpo ensangrentado de uno de los milicianos—. ¿
Por qué crees que os seguía? Tenía que saber a quién estabais buscando
.
—¿Qué dice? —preguntó Elsie, pero Cutter le pidió silencio con un gesto.
Aún no sé si confío en vosotros, pero he estado observándoos y sé que sois mi única oportunidad. Y lo mismo puede decirse a la inversa. Habría ido con vuestro hombre de haber podido, cuando me enteré de que se había marchado
.
—¿Cómo supiste…? —dijo Cutter.
No eres el único que escucha, que sabe quién es. Pero mira, no tenemos mucho tiempo: él no es el único al que siguen. Este grupo perseguía a vuestro hombre
—
no saben más que nosotros
-
, pero hay otros que os siguen a vosotros. Lo han estado haciendo desde el bosque Turbio. Están cada vez más cerca. Y no son solo milicianos
.