El consejo de hierro (5 page)

Read El consejo de hierro Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
5.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cutter miró tras ella y tras el cañaveral, a la sabana. A la luz de la noche, los tambotios y los cornospinos parecían verdugos. Los achaparrados baobabs levantaban hacia el cielo sus coronas de espinas.

Cuando Elsie terminó, parecía a la defensiva. Se quitó del cuello la camisa de su presa.

—No sé —dijo—. No está claro. Puede que por ahí, creo. —Señaló una loma distante. Cutter no dijo nada. Apuntaba en dirección norte-noreste, la dirección que, como todos sabían, tenían que seguir. Para él había sido un alivio que Elsie decidiera acompañarlos, pero siempre había sabido que la suya era una brujería de poca monta, no una fuerza milagrosa. No sabía si lo que estaba sintiendo eran emanaciones genuinas, ni ella tampoco.

—Tenemos que ir hacia allí, de todos modos —dijo. Pretendía tranquilizarla, no perdemos nada aunque estés equivocada, pero ella no lo miró.

Durante días marcharon por una tierra que los castigó con calor y una vegetación que parecía alambre de espino. No estaban familiarizados con aquellas musculosas bestias de monta, pero gracias a ellas pudieron avanzar a un ritmo que habría sido imposible a pie. Estaban tan cansados que llevaban las armas apuntando al suelo. Fejh languidecía en un barril lleno de agua del lago, amarrado entre dos de los antílopes. El agua apestaba; lo ponía enfermo.

El pánico los dominó al escuchar un barbullar incoherente sobre sus cabezas. Una bandada de criaturas se les echaba encima desde el cielo, lanzando dentelladas y risas. Cutter había visto fotografías: glucliches, hienas jorobadas con coriáceas alas de murciélago.

Pomeroy derribó a una de un tiro y sus hermanas empezaron a devorarla antes incluso de que llegara al suelo. La bandada se apiñó sobre el cadáver, voraz y caníbal, y el grupo pudo continuar la marcha.

—¿Dónde están tus malditos susurros, Cutter?

—Joder, Pomeroy. Cuando lo averigüe, prometo que te lo diré.

—Van dos. Dos camaradas muertos, Cutter. ¿Qué estamos haciendo?

Cutter no respondió.

—¿Y cómo sabe él dónde tiene que ir? —dijo Elsie. Hablaba del hombre al que perseguían.

—Siempre supo dónde estaba, más o menos, según me dijo —respondió Cutter—. Daba a entender que recibía mensajes de allí. Me dijo que se enteró por un contacto en la ciudad de que estaban buscando al Consejo. Tenía que ir, llegar allí primero. —Cutter no había traído la nota, cuya seca vaguedad le había hecho mucho daño—. Una vez me enseñó un mapa que mostraba dónde estaba. Ya os lo dije. Es ahí adonde vamos. —Como si fuera tan sencillo.

Llegaron al pie de una empinada ladera al anochecer, encontraron un riachuelo y bebieron de él con inmenso alivio. Fejh se sumergió. Los humanos dejaron que durmiera en el agua y subieron por su cuenta. Al llegar a la dentada cumbre, descubrieron al otro lado kilómetros y kilómetros de tierra llana, y vieron que había luces en la dirección en la que viajaban. Tres grupos. El más lejano, un destello apenas visible y el más cercano, a un par de horas de distancia.

—Elsie, Elsie —dijo Cutter—. Sí que… sí que sentiste algo.

Pomeroy era demasiado pesado para bajar por las empinadas veredas y Elsie no tenía fuerzas. Sólo Cutter podía descender. Los otros le dijeron que esperara, que juntos buscarían un camino al día siguiente, pero aun sabiendo que era una temeridad aventurarse solo por aquellas llanuras hostiles, de noche, no pudo contenerse.

—Vamos —dijo—. Ocupaos de Fejh. Luego nos vemos.

El placer que le procuraba estar solo resultaba sorprendente. El tiempo se detuvo. Cutter caminaba por un mundo espectral, el sueño de la tierra sobre sus propias praderas.

No se oía el canto de los pájaros ni había glucliches, no había nada salvo la siniestra vista, parecida a un telón pintado. Cutter estaba solo sobre un escenario. Pensó en la muerta Ihona. Cuando finalmente las luces estuvieron lo bastante cerca, vio un redil de percherones. Entró en la aldea con tanto descaro como si fuera bienvenido.

Estaba desierta. Las ventanas no eran más que agujeros. Las grandes puertas se abrían a interiores mudos. Saqueados todos ellos.

Las luces se agrupaban en las intersecciones: globos grandes como cabezas, llenos de un magma que ardía con suavidad, fresco y poco más brillante que una lámpara cubierta. Flotaban sin moverse, como muertos. Emitían un murmullo y un crepitar: su superficie despedía arcos de pirosis fría que alcanzaban varios centímetros de longitud. Soles nocturnos domesticados. Nada se movía.

En las calles vacías le habló al hombre al que seguía:

—¿Dónde estás entonces? —Lo dijo con voz muy cautelosa.

Al regresar a la loma, Cutter vio una luz en la cresta, una linterna, que se movía lentamente. Sabía que no eran sus compañeros.

Elsie quería ver la aldea desierta, pero Cutter insistió en que no tenían tiempo y había que ver las otras luces, descubrir si se trataba de un rastro.

—Antes captaste algo —le recordó—. Tenemos que verlo. Necesitamos un rastro, joder.

Ahora que le habían cambiado el agua, Fejh se encontraba mejor, pero seguía teniendo miedo.

—Este no es sitio para un vodyanoi —dijo—. Voy a morir aquí, Cutter.

A media mañana, Cutter se volvió y señaló hacia la luz. Había alguien, una figura diminuta montada a caballo, sobre la loma a la que habían llegado la pasada noche. Una mujer o un hombre con sombrero de ala ancha.

—Nos siguen. Tiene que ser el que susurra. —Cutter aguardó para ver si oía algo, pero no hubo nada. Durante todo el día, hasta que se hizo noche cerrada, el jinete los siguió sin aproximarse. Estaban furiosos, pero no pudieron hacer nada.

La segunda aldea era como la primera, pensó Cutter, pero se equivocaba. Resollando, los antílopes pasaron lentamente por plazas desiertas y bajo el chisporroteo de los globos de luz, hasta llegar a un muro alargado cosido a balazos, con la calcina perforada y salpicada de savia. Los viajeros desmontaron y permanecieron un instante entre los fríos restos de violencia. A las afueras de la aldea, Cutter vio un campo trillado. Y entonces sintió que el momento se alargaba y comprendió que no era un campo de cultivo, sino que había algo diferente en la tierra, estaba removida y chamuscada. Era el humus de una fosa. Una fosa común.

Asomando la cabeza, como los primeros brotes de una grotesca cosecha, había huesos. Huesos de una materia fibrosa como madera dura, ennegrecidos y con los bordes cortantes. Huesos de hombres-cacto.

Cutter se detuvo entre los muertos, sobre la carne vegetal en estado de descomposición. El tiempo reanudó su marcha. Sintió su estremecimiento.

En el medio, plantado como un espantapájaros, había un cadáver descompuesto. Un cuerpo humano. Estaba desnudo, vencido, clavado a un árbol. Un alfiletero de jabalinas. La punta de una de ellas asomaba por su esternón. Se la habían metido por el ano y lo habían atravesado con ella de un lado a otro. Le habían arrancado el escroto. Tenía una costra de sangre en la garganta. El sol lo había desecado y los insectos habían empezado a trabajar en él.

Los viajeros lo contemplaron como acólitos frente a su tótem. Cuando, transcurridos unos segundos, Pomeroy se puso en movimiento, siguió mirándolo fijamente, como si apartar la mirada del muerto fuera una falta de respeto.

—Mirad —dijo. Tragó saliva—. Todos cactos. —Metió la mano en la tierra y sacó pedacitos de los muertos—. Y luego está ese. En el nombre de Jabber, ¿qué ha pasado aquí? La guerra no ha podido llegar hasta este lugar…

Cutter miró el cadáver. Apenas le quedaba sangre. Incluso entre sus piernas no había más que algún resto.

—Ya estaba muerto —susurró. La brutal escena lo fascinaba y aterrorizaba a la vez—. Le hicieron esto a un cadáver. Después de enterrar a los demás.

Lo que había bajo la barbilla del cadáver no era una costra sino un trozo de metal ensangrentado. Cutter tuvo que apartar la mirada mientras se lo arrancaba del cuello.

Era un minúsculo escudo de armas. Una placa de la milicia de Nueva Crobuzón.

El hombre flotante cruzó las aguas. Su pelo y su ropa ondeaban con su movimiento. El mar Escaso rompía violentamente bajo sus pies y la espuma le salpicaba los pantalones.

Un cuerpo como un relámpago atravesó de repente la superficie del agua, un pez espada, que describió un arco debajo de él y llegó tan alto que hubiese podido tocar el cenit de su salto con la mano, y luego se retorció para regresar perforando el aire con su cuerpo-lanza. Se quedó con él. Siguiendo el ritmo de su extraño movimiento.

Cuando volvió a salir, cuando hizo una nueva pirueta hacia el sol, su mirada ladeada se clavó en el ojo del hombre flotante. Algo oscuro atenazó su aleta dorsal. Algo que se transformó y se hundió bajo su piel de pez.

4

Abandonaron los límites del mapa en dirección al tercer grupo de luces. Más allá había un farallón de roca parecido a una espina dorsal escamosa, en el que esperaban encontrar un paso.

Cutter llevaba la placa manchada de sangre seca. Saber que la milicia marchaba por delante de ellos lo ponía enfermo.
Es posible que lleguemos tarde
.

Había sumideros llenos de agua, pero estaba sucia. Fejh rellenó el barril, pero su piel estaba en un estado lamentable. Cazaban conejos y pajarillos. Se cruzaron con antílopes y pasaron cautelosamente frente a manadas de verracos cornudos grandes como caballos.

Cutter tenía la impresión de que el camino que seguían era como una infección en la tierra. Al alba del tercer día desde que encontraran al miliciano crucificado, llegaron a la última de las aldeas. Y cuando estaban aproximándose, salió el sol y los bañó con una luz rosada al mismo tiempo que se movía algo que hasta entonces habían tomado por un peñasco afilado o un árbol raquítico.

Gritaron. Los caballos se encabritaron.

Un gigante se aproximó a ellos, el cacto más grande que hubiesen visto nunca. Los cactos solían alcanzar los dos metros y medio de altura y en ocasiones llegaban a rozar los tres, pero aquel medía más del doble. Era como una elemental, como una criatura primordial hecha de tierra, la pradera en movimiento.

Se desplazaba convulsamente sobre unas caderas retorcidas y unas piernas vastas y enfermizamente dobladas. Se balanceaba como si fuera a desplomarse en cualquier momento. Su verdosa piel estaba cubierta de cortes curados muchas veces. Sus espinas eran tan largas como dedos humanos.

El colosal cacto avanzaba tambaleándose, veloz a pesar de su torpeza. Llevaba un garrote, un tocón de árbol. Lo levantó mientras se acercaba y, con aquel rostro que apenas podía moverse, empezó a gritar. Profirió palabras que no entendieron, algún dialecto del sunglari, mientras corría bamboleándose como una bestia hacia ellos.

—¡Espera, espera! —gritaban todos. Elsie estaba señalando, con los ojos inyectados en sangre, y Cutter supo que estaba tratando de alcanzar su mente con sus débiles poderes.

El cacto llegó hasta ellos en varias zancadas inestables. Fejh disparó una flecha que se clavó en su cuerpo con un sonido húmedo y resonante y permaneció allí, goteando y sin causar daño.

—¡Matar! —gimió el cacto con voz débil en un tosco ragamol—. ¡Asesinos!

Levantó su enorme arma.

—¡No fuimos nosotros! —exclamó Cutter. Arrojó la insignia de la milicia a los pies del cacto gigante y empezó a disparar con su repetidora contra ella, haciéndola bailar y tintinear hasta que los seis cañones estuvieron vacíos. El cacto se había detenido, con la porra en la mano. Cutter escupió a la insignia hasta que se le quedó la boca seca—. No fuimos nosotros.

Era algo que nunca habían visto. Cutter pensaba que era un torqueado, mutado por las energías cancerígenas de alguna zona cacotópica, pero se equivocaba. En la última de las aldeas vacías, el hombre-cacto les contó su historia. Era un
ge’ain
. Entre todos, tradujeron la palabra como «tardío».

Mediante un arcano proceso de cría, los cactos de la sabana mantenían algunos de sus bulbos en un estado de letargo meses después de que hubiesen debido eclosionar. Mientras sus hermanos emergían berreando de la tierra, los
ge’ain
, los tardíos, seguían durmiendo en el corion, creciendo. Sus cuerpos seguían expandiéndose mientras, por medio de técnicas ocultistas, su nacimiento era impedido. Cuando finalmente despertaban y salían a la superficie, eran retrasados. Crecían pródigamente.

Su aberración era causa de gran aflicción para ellos. Tenían los huesos doblados y la piel cubierta por una capa superficial de excrecencias. Sus sentidos acrecentados les provocaban un sufrimiento constante. Eran los guardianes, los guerreros y protectores de sus hogares. Eran tabú. Rehuidos y reverenciados. No tenían nombre.

Los dedos de la mano izquierda del tardío estaban fundidos. La movía lentamente, con dolor artrítico.

—Nosotros no Tesh —dijo—. No guerra nuestra, no asunto nuestro. Pero ellos vienen igual. La milicia.

Habían llegado desde el río, un pelotón de caballería, con arcos huecos y moto-cañones. Los cactos venían oyendo desde hacía mucho tiempo las historias del norte, donde se sucedían las escaramuzas entre la milicia y las legiones de Tesh. Los exiliados les habían relatado los monstruosos actos cometidos por la milicia, así que los habitantes de la aldea huyeron al ver el pelotón.

La milicia había llegado a una de las aldeas antes de que terminara de evacuarse. Sus habitantes habían acogido refugiados que llegaban colmados de historias de matanzas, y estaban decididos a ofrecer resistencia. Salieron al encuentro de la milicia llenos de temor, armados con sus garrotes y sus machetes de pedernal. Fue una carnicería. Un miliciano que había quedado rezagado sufrió el castigo de los
ge’ain
entre los cuerpos destrozados de los cactos.

—Dos semanas ya que vinieron. Desde entonces nos cazan —dijo el tardío—. ¿Traen aquí la guerra de Tesh?

Cutter sacudió la cabeza.

—Menuda historia, joder —dijo—. La milicia seguía… No iba a por esos desgraciados, sino a por uno de los nuestros. A los cactos les entró el pánico por las historias que les habían contado, y provocaron la reacción de la milicia.

»Escúchame —dijo al coloso verde—. Los que le hicieron esto a tu aldea están buscando a alguien. Quieren detenerlo porque lleva un mensaje. —Miró directamente aquella enorme cara—. Van a venir más.

—Tesh también viene. A luchar con ellos. Los dos contra nosotros.

—Sí —dijo Cutter. Su voz carecía de entonación. Esperó un buen rato—. Pero si ese hombre se sale con la suya…, si consigue escapar, la milicia… puede que tenga otras cosas en que pensar, aparte de la guerra. Así que igual quieres ayudarnos. Tenemos que detenerlos antes de que lo detengan a él.

Other books

Riptide by Michael Prescott
Barbary Shore by Norman Mailer
Overdose by Kuili, Ray N.
Enna Burning by Shannon Hale
Phoenix (Kindle Single) by Palahniuk, Chuck
City of Masks by Mary Hoffman