Cutter miró fijamente a todos los transeúntes, a todos los marineros, a todos los matones de la ribera. Nadie estaba susurrando. Sus amigos lo estaban mirando, alarmados por la expresión de su rostro.
Ya sabes lo que hay que hacer. Remontar el Escamado. Es por donde ha ido la milicia. Lo he comprobado
.
Cutter, sabes que podría obligarte a hacerlo. No has olvidado lo que ocurrió en las Mendicantes. Pero quiero que me escuches y decidas hacerlo porque es tu deber. Queremos lo mismo, Cutter. Te veré en la otra orilla
.
El frío se disipó y la voz desapareció.
—¿Qué demonios ocurre? —dijo Pomeroy—. ¿Qué está pasando?
Cuando Cutter se lo contó, empezaron a discutir hasta que llamaron la atención.
—Alguien está jugando con nosotros —dijo Pomeroy—. No podemos facilitarles las cosas. No vamos a subir a ese condenado barco, Cutter. —Abría y cerraba sus enormes puños. Elsie lo tocó con nerviosismo, tratando de calmarlo.
—No sé qué decirte, tío —dijo Cutter. La voz susurrante lo había dejado exhausto—. Sea quien sea, no pertenece a la milicia. ¿Alguien del Caucus? No entiendo cómo, ni por qué. ¿Un agente libre? Fue él quien nos quitó de encima a los librehechos. Le susurró algo a ese hombre-caballo, como hace conmigo. No sé qué está pasando. Si quieres coger otro barco, no voy a discutirlo. Pero hay que encontrarlo deprisa. Y para mí, este podría ser tan bueno como cualquier otro.
El
Arif
eraun armatoste oxidado, poco más grande que una barcaza, con una sola cubierta baja y un capitán que se mostraba patéticamente obsequioso con sus pasajeros. Lanzó una mirada dubitativa a Fejh, pero cuando mencionaron sus honorarios volvió a sonreír: sí, la mitad se había pagado por adelantado, dijo, con la carta que habían dejado para él.
Era perfecto y se decidieron. Aunque Pomeroy protestó, Cutter sabía que no los abandonaría.
Alguien nos está vigilando
, pensó.
Alguien que susurra. Alguien que dice que es mi amigo
.
El mar, luego el desierto, y luego kilómetros y kilómetros de tierra ignota. ¿Puedo hacerlo?
Solo un pequeño mar. El hombre al que buscaban dejaba rastros, dejaba a la gente impresionada. Cutter percibía el miedo de sus amigos y no podía culparlos: la magnitud de su empresa era enorme. Pero creía que lo encontrarían.
Fue con sus amigos a buscar rumores sobre un jinete de arcilla o sobre un grupo de cazadores de la milicia, antes de levar anclas. Mandaron una carta a la ciudad, a sus contactos en el Caucus, en la que decían que estaban en camino, que habían encontrado un rastro.
El hombre flotante atravesaba una geografía arcana, sorteando fulguritas y sobrevolando lechos alcalinos. Avanzaba sin moverse, doblando desdoblando los brazos. Marchaba cada vez más veloz, inflamado de iniquidad.
Un pájaro era su compañero de viaje pero no volaba, sólo se aferraba a su cabeza. Abrió los ojos y dejó que el aire desplegara sus alas. Había algo creciendo en él algo que desdibujaba sus contornos.
El hombre pasó por pueblos. Los animales que había allí para verlo aullaron.
Al llegar al extremo romo de las colinas, en un paraje reseco, el hombre flotante se aproximó a una interrupción. Había algo embebido en la tierra, una estrella de rojo óxido y andrajosa tela marrón y negra. Un muerto. Caído desde muy arriba y clavado en la superficie. Un poco de sangre había impregnado la tierra y la había ennegrecido. La carne, ablandada y apachurrada, adoptaba formas curvilíneas.
El hombre que flotaba sobre el suelo y el pájaro que lo montaba se detuvieron sobre el muerto. Bajaron la mirada hacia él y luego la levantaron, en perfecta y antinatural sincronización, hacia el cielo.
Al segundo día de viaje, sobre las olas grisáceas del mar Escaso, el grupo de Cutter se apoderó del
Arif
. Pomeroy apuntó a la cabeza del capitán con una pistola. La tripulación se quedó mirándolo con incredulidad. Elsie e Ihona levantaron las armas. Cutter vio que la mano de Elsie temblaba. Fejh asomó de su barril de agua con un arco. El capitán empezó a chillar.
—Vamos a desviarnos —dijo Cutter—. Tardarán unos pocos días más en llegar a Shankell. Primero iremos al sudoeste. Por la costa. Remontando el río Escamado. Llegarán a Shankell con unos días de retraso. Eso es todo. Y un poco más ligeros de carga.
Los seis tripulantes, aunque de mala gana, depusieron las armas. Eran temporeros a jornal: no sentían solidaridad, ni entre si ni con su capitán. Miraban a Fejhechrillen con odio por una mera cuestión de prejuicios.
Cutter ató al capitán al timón, junto a los antílopes de cuernos limados que transportaba el
Arif
, y los viajeros hicieron turnos para amenazarlo mientras las monturas observaban. Sus gimoteos resultaban embarazosos. El sol era implacable. La estela de su barco se ensanchó, como si hubiesen deshebillado la mar. Cutter vio que Fejh pasaba una agonía en el aire caluroso y salino.
Avistaron la costa norte del Cymek al tercer día. Implacables colinas de arcilla blanqueada, tierra y arenales. Había jirones de vida vegetal: marraeos de color tierra, árboles de naturaleza dura y extraña, una maleza espinosa. El
Arif
pasó lentamente por delante de unas marismas de sal.
—Siempre decía que este era el único camino para llegar al Consejo de Hierro —dijo Cutter.
Los minerales del estuario del Escamado cubrían el agua con una película de lustre. Las turbias aguas estaban llenas de maleza y Cutter puso cara de genuino asombro ciudadano al ver que un clan de manatíes asomaba la cabeza y empezaba a pastar.
—No es seguro —dijo el piloto—. Está lleno de… —profirió una obscenidad o un ruido que expresaba repugnancia y señaló a Fejh—. Más arriba. Está lleno de cerdos de río.
Cutter se envaró al escuchar aquella denominación.
—Vamos —dijo, y apuntó con el arma. El piloto retrocedió.
—No —dijo. Sin previo aviso, se inclinó sobre la baranda y se arrojó al agua. Todo el mundo se movió y gritó.
—Allí. —Pomeroy señaló con su revolver. El piloto había emergido y nadaba hacia una de las islas. Pomeroy lo siguió con el cañón pero no llegó a disparar.
—Maldición —dijo Cutter cuando el hombre ganó la pequeña costa—. La única razón por la que los demás no lo han seguido es que no saben nadar. —Señaló con un gesto de la cabeza a la tripulación, que estaba jaleando a su compañero.
—Lucharán con las putas manos si los presionamos demasiado. —dijo Ihona—. Míralos. Y tú sabes que no vamos a disparar. Sabes lo que tenemos que hacer.
Así que, en una ridícula inversión de papeles, los secuestradores llevaron a la tripulación a la isla. Pomeroy sacudió su arma, como si estuviera decidido a infligirles un merecido castigo. Pero dejaron marchar a los marineros e incluso les dieron provisiones. El capitán los miró con aire lastimero. A él no iban a soltarlo.
Cutter estaba asqueado.
—Sois demasiado blandos, joder —gritó a sus amigos, encolerizado—. No deberíais haber venido. Sois demasiado blandos.
—¿Y qué sugieres tú, Cutter? —gritó Ihona—. Oblígalos a quedarse si puedes. No vas a matarlos. No, quizá no deberíamos haber venido. Ya nos ha costado mucho.
Pomeroy lo fulminó con la mirada. Elsie y Fejh apartaron los ojos. De repente le entró miedo.
—Vamos —dijo. Trató de no parecer solícito ni despectivo—. Vamos. Llegaremos. Lo encontraremos. Este maldito viaje acabará algún día.
—Para ser alguien tan acostumbrado a demostrar indiferencia —dijo Ihona—, estás arriesgando un montón con esto. Ten cuidado. La gente podría pensar que no eres quien tú mismo quieres creer.
El Escamado era muy ancho. Canales y afluentes cargados de agua sucia lo alimentaban. Se extendía en línea recta durante muchos kilómetros.
En la orilla oriental, tras los manglares, se alzaban unas colinas secas, regiones áridas y cinceladas por los vientos. Era un desierto de tierra inhóspita, detrás del cual se alzaba Shankell, la ciudad de los cactos. Al oeste, la tierra era aún más dura. Tras el margen de vegetación marina, se alzaba una cresta de dientes rocosos. Una región de cruel karst, una increíble espesura de piedra afilada. Según los imprecisos documentos de Cutter, se extendía durante más de ciento cincuenta kilómetros. Su mapa estaba repleto de exhortaciones manuscritas por otros exploradores. «Uñas de diablo», decía una, y otra, «tres muertos. Aquí dimos la vuelta».
Había pájaros, cigüeñas de hombros elevados que caminaban como villanos. Volaban con lánguidas batidas de las alas, como si estuvieran permanentemente exhaustas. Cutter nunca había soportado un sol tan brutal cono aquel. La mirada se le perdía bajo su luz. Todos ellos la sufrían pero Fejh, por supuesto, más que ninguno, y estaba constantemente sumergido en su apestoso barril. Cuando, finalmente, el agua por la que navegaban perdió toda la sal, se zambulló con alivio y rellenó su recipiente. No pasó mucho tiempo nadando: no conocía aquel río.
El hombre al que seguían debía de haber sido un vector de cambio. Cutter escudriñaba las riberas buscando señales de su paso.
El vapor avanzó toda la noche, anunciándose con hollín y trepidaciones. A la dura y rojiza luz del amanecer, las hojas y lianas que flotaban en las corrientes parecieron licuarse, como ribetes de tinte desechado, materia flotante a la deriva en las aguas del deshielo.
Mientras el sol seguía bajo, el Escamado se ensanchó hasta formar un estuario. El lago-marisma se extendía hasta topar con el linde del karst, falanges de roca de aspecto insólito. El
Arif
aminoró. Durante varios minutos, el de su motor fue el único ruido audible.
—¿Y ahora dónde, Cutter? —dijo alguien al fin.
Algo se movía bajo las aguas. Fejh asomó la mitad del cuerpo sobre el borde del barril.
—Maldición, es… —dijo, pero fue interrumpido.
Unas criaturas de grandes bocas estaban emergiendo por delante del
Arif
. Asesinos vodyanoi armados con lanzas.
El capitán se puso derecho y gritó. Empujó hasta el fondo la válvula de aceleración, y los bandidos del río se dispersaron y sumergieron. Fejh derribó el barril, derramando el agua sucia. Se inclinó y empezó a gritar en lubbock a los vodyanoi, pero estos no le respondieron.
Volvieron a aparecer, emergieron súbitamente del agua y, por un instante, permanecieron inmóviles sobre ella, como si pudiera sustentarlos. Antes de volver a caer, arrojaron sus lanzas. Sus brazos extendidos dibujaron arcos de espuma debajo de sí, y los proyectiles se transformaron en arpones propulsados por estos. Cutter nunca había visto acuartefactos semejantes. Disparó al agua.
El capitán seguía acelerando. Iba a embarrancar el
Arif
contra la orilla, comprendió Cutter. No había tiempo de atracar.
—¡Agarraos! —gritó. Con un enorme crujido, la embarcación se encabalgó sobre los bajíos de la ribera. Cutter salió despedido sobre la proa y cayó violentamente.
—¡Vamos! —gritó mientras se ponía en pie.
El
Arif
quedó inclinado sobre la playa, como una rampa. La jaula de los antílopes se había roto y los animales, atados unos a otros, resbalaban formando una peligrosa masa de cascos y cuernos limados. Fejh saltó la barandilla. Elsie se había golpeado la cabeza y Pomeroy estaba ayudándola a tumbarse.
Ihona estaba cortando las ataduras del capitán. Cutter disparó dos veces contra las olas que se aproximaban.
—¡Vamos! —volvió a gritar.
Una columna de agua se alzó junto a la embarcación varada. Por un instante, Cutter pensó que se trataba de una ola extraña, o de un acuartefacto asombroso, pero tenía más de siete metros de altura, y era como un pilar de agua totalmente transparente, coronado por un vodyanoi. Un chamán montado en su ondina.
Cutter veía el barco distorsionado a través del cuerpo del elemental de agua. Los miles de galones que lo formaban se precipitaron sobre la embarcación con extraños movimientos, la escoraron, y el capitán e Ihona resbalaron sobre la cubierta en dirección a ella. Trataron de ponerse en pie, pero el agua de la ondina ascendió flotando, les lamió los pies y entonces rompió como una ola y los engulló. Cutter lanzó un grito al ver que su compañera y su prisionero eran absorbidos hacia el vientre de la ondina. Trataron de salir agitando brazos y piernas, pero, ¿dónde estaba allí la salida? La ondina creaba corrientes en sus entrañas que les impedían escapar.
Pomeroy gritó. Disparó, y Cutter disparó también, y Fejh usó su arco. Y los tres proyectiles, con un chapoteo, como piedras arrojadas al agua, hicieron blanco en el elemental y fueron engullidos. Vieron cómo descendía en espiral la flecha por el cuerpo de la líquida criatura, para ser excretada como si fuera mierda. Cutter volvió a disparar, esta vez al chamán que montaba sobre el monstruo de agua, pero falló por mucho. Con estúpida valentía, Pomeroy la había emprendido a golpes con la ondina, tratando de deshacerla para llegar hasta su amiga, pero la criatura lo ignoraba y sus puñetazos solo obtenían chorros de espuma.
Ihona y el capitán estaban ahogándose. La ondina se derramó sobre el compartimiento de carga y el chamán se zambulló en sus entrañas. Cutter gritó al ver que el cuerpo de Ihona, todavía moviéndose, era arrastrado por la masa de la ondina al interior de la cubierta y se perdía de vista.
Los vodyanoi se encontraban ahora sobre el
Arif
. Empezaron a arrojar sus lanzas de nuevo.
El barco escupió un chorro de agua, la ondina que emergía en forma de géiser de sus bodegas, llevando consigo piezas de motor, hierro sustentado en sus extrañas corrientes. Y también, girando como motas, los cuerpos de sus víctimas. Ya solo se movían siguiendo las corrientes del agua que los contenía. Ihona tenía los ojos y la boca abiertos. Cutter solo pudo verla un instante, antes de que el elemental se zambullera en el lago trazando un gran arco, agua sobre agua, arrastrando consigo botín y muertos.
Lo único que los viajeros pudieron hacer fue maldecir y llorar. Maldijeron muchas veces, aullaron, y finalmente partieron hacia las praderas, lejos de la embarcación, lejos del agua rapaz.
Era de noche y se habían sentado en un soto, exhaustos, junto a sus antílopes, mirando a Elsie. La luna y sus hijas, los satélites que la rodeaban como monedas arrojadas al suelo, estaban muy altas. Elsie, con las piernas cruzadas, los miraba, y Cutter descubrió con sorpresa que estaba muy tranquila. Movía los labios. Llevaba una camiseta anudada alrededor del cuello. Tenía la mirada perdida.