—Hemos hablado con vuestros exploradores —dijo su líder. Era una mujer con varios látigos orgánicos en el cuerpo. Parecía incapaz de apartar la mirada de ellos, y Cutter tardó un buen rato en comprender que lo que había en sus ojos era asombro y temor—. Decían que veníais.
Los rehechos del Consejo la miraron a ella y a los bandidos que la seguían.
—Hay muchos cambios —les contó la librehecha aquella noche, durante la humilde fiesta que celebraron para agasajarlos—. Algo está pasando en la ciudad. Está bajo una especie de asedio. Tesh, creo. Y algo más, algo que está pasando dentro. —Pero estaban demasiado lejos y habían pasado demasiados años alejados de la ciudad que los había construido para conocer los detalles. Nueva Crobuzón era casi tan legendaria para ellos como para los consejeros.
No se unieron al Consejo: les desearon buena suerte y continuaron con su vida de desarraigado bandidaje en las colinas, pero los siguientes rehechos con los que se encontraron sí que lo hicieron. Llegaron para presentar sus respetos, para idolatrar (Cutter se dio cuenta de ello) a aquella ciudad de rehechos libres, y se quedaron como ciudadanos, como consejeros a su vez. Al llegar a la orilla norte del lago que los escudaría de Mar de Telaraña, toparon con los primeros librehechos que estaban buscándolos deliberadamente.
Debían de estar circulando rumores por las extrañas vías secundarias del continente, las veredas que unían las comunidades y a los itinerantes. Cutter se lo imaginó como una infección. Hebras de rumores, un fibroma que comunicaba Rohagi entero. «¡El Consejo de Hierro se acerca! ¡El Consejo de Hierro ha regresado!».
El Consejo estaba fracturándose. Su impulso era tan grande que no podría haber dado la vuelta. Pero cuanto más se aproximaba a la metrópolis, más crecían la ansiedad y las vacilaciones de los consejeros.
—Ya sabemos cómo es —decían—. Ya sabemos lo que nos espera allí.
Pero al mismo tiempo, más convencidos y mesiánicos se volvían sus hijos. Aquellos que nunca habían visto la ciudad ardían en deseos de visitarla, por alguna razón: ¿por qué, por venganza? ¿Odio? Puede que fuese un afán de justicia.
Ahora eran siempre ellos los que encabezaban los trabajos, jóvenes que tal vez no tuvieran la fuerza acrecentada de sus padres, pero que blandían sus mazos con energía y voracidad. Los rehechos seguían poniendo vías a su lado, pero los consejeros más viejos eran ahora los seguidores.
Ann-Hari era diferente. Estaba en éxtasis. Se mostraba insistente, exigía que marchasen más deprisa. De vez en cuando se encaramaba a algún afloramiento de roca, trepaba con tosca elegancia a algún altozano saliente y gesticulaba en dirección al tren perpetuo como si lo controlara, como la directora de una sinfonía de vapor.
Se había vuelto muy rápido, repentinamente: seguían excavando su camino, advertidos por los exploradores de la presencia de este pequeño barranco, de aquel riachuelo. Las cuadrillas de trabajo construían formas híbridas combinando las tradiciones de Nueva Crobuzón con los extraños conocimientos del oeste: puentes de vigas ancladas por medio de una vegetación tupida, puntales que no eran de roca sino de color sólido, y que solo podían cruzarse cuando les daba la luz.
—¡Hay una guerra! —les contó un librehecho—. Tesh dice que ha detenido sus ataques, y luego resulta que no. Dicen que hay dos enviados de Nueva Crobuzón, solicitando por separado las condiciones de paz. Nueva Crobuzón ya no habla con una única voz.
Si los librehechos de la campiña saben que venimos
, pensó Cutter,
es imposible que la gente de Nueva Crobuzón no lo sepa. Las noticias vuelan. ¿Cuándo nos saldrán al paso
?
Cada pocos días Judah sufría un espasmo, y entonces sabían que los milicianos que lo seguían habían activado alguna de sus trampas. Cada una de ellas debía de costarles unos pocos soldados, pero pocos días después se activaba otra y entonces sabían que no se habían detenido. Judah seguía el rastro a su avance con sus momentos de debilidad.
—Están ahí —dijo finalmente—. Esta la he reconocido. Están en el cacotopos, sin duda. No puedo creer que nos hayan seguido hasta allí. Deben de estar desesperados. —¿Cómo sería un gólem hecho de materia de la Torsión, con la a-vida canalizada por aquella lóbrega matriz?
Las cuadrillas de niveladores se dispersaron por delante de ellos, y los peones dirigieron sus pasos hacia el norte y el este, y a pesar de que se llevaban los rieles y las traviesas una vez que habían pasado, dejaban una tierra permanentemente marcada por su paso: un reguero de piezas de metal, las cicatrices de una vía férrea. El cielo se volvió más frío y a través de la oscuridad del aire se hizo visible un macizo. Llegó una llovizna oscura.
Allí, a unos cuatrocientos kilómetros al oeste del muñón del ferrocarril de Nueva Crobuzón, se encontraron con los refugiados. No eran librehechos sino ciudadanos, hombres y mujeres que surgieron de la niebla, empapados y apelotonados, y corrieron el último kilómetro hasta la locomotora y se postraron delante de ella como peregrinos. Fueron ellos quienes le contaron a Ann-Hari, a Judah y al Consejo de Hierro lo que había ocurrido en Nueva Crobuzón, lo que estaba ocurriendo, la historia del Colectivo.
—Oh, por los dioses —dijo Elsie—. Lo hemos conseguido. Ha ocurrido. Ha ocurrido. Oh, dioses. —Estaba extasiada. El rostro de Judah estaba radiante.
—Todo empezó en la Perrera —dijo un refugiado—. Surgió de la nada.
—Nada de eso —dijo otro—. Sabíamos que veníais: el Consejo. Algunos dijeron que había que prepararse para cuando llegarais.
Estaban terriblemente asustados por el Consejo de Hierro. Aquellos fugitivos estaban hablándole a las figuras que habían visto innumerables veces, a lo largo de los años, en el famoso heliotipo. Casi había que forzarlos para conseguir que hablaran.
—No hay trabajo: la gente está hambrienta. Está la guerra, y los milicianos que le cuentan a la gente la verdad, y los ataques de Tesh. Todos tenemos la sensación de que corremos peligro y de que la ciudad no puede protegernos… Y entonces oímos que alguien ha ido a buscar al Consejo de Hierro. —El rostro de Judah se volvió para escucharlo.
—¿Ataques de Tesh? —dijo Cutter. El hombre asintió.
—Sí. Manifestaciones. Y, bueno, entonces el gobierno empieza a decir que va a sondear a Tesh, a poner fin a la guerra, pero reina el caos y nadie sabe si van a hacer lo que dicen. Hay otra manifestación ante el Parlamento para exigir protección, y entre las filas de los manifestantes aparece otra gente, pidiendo otras cosas a gritos, repartiendo panfletos. Gente del Caucus, creo. Pero entonces aparecen las esferas de guerra y los shuhn, y la milicia se nos echa encima.
»Y alguien empieza a gritar que los dirige un manecro. Y la gente empieza a luchar.
»Yo no estaba allí. Me lo han contado, nada más. Hay cadáveres en las calles. Y cuando la gente consigue que los milicianos se retiren… Aparecen barricadas por toda la ciudad. Nos tocaba a nosotros hacer lo que había que hacer, solos. No necesitábamos a la milicia. No la queríamos entre nosotros.
»Después de eso nos enteramos de que el Alcalde había muerto.
Delegados de todos los barrios habían formado una asamblea, la habían disuelto y vuelto a convocar, con excitación y pánico, al comprender el pueblo que ya no había sufragio electoral, que el poder estaba en manos de cada uno de ellos. Al cabo de algunos días el anti-Parlamento había limitado esta tosca democracia; pero solo, aseguraban, porque estaban librando una doble guerra. La mayoría del Colectivo estaba más que dispuesta a negociar con Tesh, pues le traía sin cuidado quién controlara qué en los mares del sur.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntaron los consejeros.
Los crobuzonianos bajaron la mirada, volvieron a levantarla y dijeron que la brutalidad de la lucha los había obligado a huir, que el número de exiliados estaba multiplicándose. Llevaban semanas vagando, tratando de dar con el Consejo de Hierro.
No eran miembros del Caucus ni del Colectivo, pensó Cutter, solo gente que se había encontrado con que formaba parte de una ciudad disidente dentro de otra ciudad, bajo un fuego cruzado, que había huido con sus pertenencias en carretillas. Habían ido a buscar al Consejo de Hierro, no por razones doctrinales o políticas, sino movidos por el temor reverente de peticionarios religiosos. Cutter los despreciaba. Pero Judah era la viva imagen de la felicidad.
—Ha ocurrido, está ocurriendo —dijo. Le temblaba la voz—. El levantamiento, la segunda Contumancia. Lo hemos conseguido. Con lo que hicimos. El Consejo de Hierro… Ha sido una inspiración… Cuando han oído que nos acercábamos…
Ann-Hari estaba mirándolo fijamente. En la luz crepuscular parecía envuelto en un halo. Habló como si estuviera leyendo un poema.
—Creamos esta cosa hace años y ha estado tendiendo sus vías a lo largo de la historia, dejando su marca. Y ahora le hemos hecho esto a Nueva Crobuzón.
Parecía sobrecogido, una criatura muy hermosa. Parecía transformado. Pero Cutter sabía que se equivocaba.
No hemos sido nosotros. Han sido ellos. En Nueva Crobuzón. Con o sin el Consejo
.
—Ahora —dijo Judah— entraremos en la ciudad y nos uniremos a ellos. No estamos tan lejos del final de las vías. Por Jabber, por los dioses, entraremos en una ciudad transformada, seremos parte de ese cambio. Les llevamos un cargamento. Les llevamos historia.
Sí y no, Judah. Se la llevamos, sí. Pero ellos ya tienen su propia historia.
Cutter no había ido por el Consejo de Hierro, sino por Judah. Era una culpa que jamás podría olvidar.
No estoy aquí por la historia
, pensó. Las cimas de las bajas montañas lo miraban. En un río helado, los vodyanoi nadaban mientras el tren holgazaneaba en sus vías.
Estoy aquí por ti
.
—Y ya no tendremos que enfrentarnos a la milicia —dijo Judah—. Saben que vamos, pero con la revuelta de la ciudad, no podrán prescindir de un solo hombre para hacernos frente. Cuando lleguemos, habrá un gobierno nuevo. Vamos a ser… una coda para la insurgencia. Una mancomunidad de Nueva Crobuzón.
—Ha sido duro —dijo uno de los refugiados con tono de incertidumbre—. Están atacando al Colectivo. El Parlamento ha contraatacado con fuerza…
—Oh oh oh.-Nadie vio quién había hablado. Los sonidos remitieron de repente—. Oh, vaya.
»¿Qué es eso?
Era la voz de Qurabin. Cutter buscó el pliegue de aire y vio un revoloteo de brisa.
—¿Qué es eso? —los peregrinos-refugiados, aterrados por aquella voz incorpórea, miraban con los ojos abiertos de par en par—. Decís que hay ataques, ataques de Tesh. ¿Manifestaciones? ¿De qué tipo? ¿Y qué es eso? ¡Esto, esto de aquí!
Un movimiento del aire, el cuero manchado del bolso de una de las recién llegadas, estirado por un tirón de la mano de Qurabin. La mujer gimió creyendo que se trataba de un espectro, y Cutter le ordenó que se calmara con un gesto brusco mientras Qurabin repetía:
—¿Qué es esta marca?
La mujer miró con absurdo miedo el complejo diseño espiral de su bolso.
—¿Eso? Es un símbolo de libertad. La espiral de la libertad, eso es. Está por toda la ciudad.
—Oh oh oh.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre Qurabin?
—¿Cómo son los ataques de Tesh?
La voz de Qurabin estaba más templada pero seguía hablando con mucha premura. Cutter y Elsie se pusieron tensos; la preocupación de Ann-Hari aumentó; el entusiasmo de Judah se enfrió rápidamente al comprender que estaba ocurriendo algo.
—No, no, esto… lo recuerdo. Es necesario, tengo que hacerlo, lo preguntaré… —La voz del monje temblaba.
Se extendió una sensación, como si algo se plegara hacia dentro, colores. Qurabin estaba preguntándole algo al Momento de los Secretos. Se hizo el silencio. Los refugiados parecían asustados.
—¿Cómo está atacando Tesh? —La voz de Qurabin regresó con fuerza—. ¿Habéis dicho manifestaciones? ¿Criaturas y presencias descoloridas? ¿Un vacío con forma de cosas del mundo, animales, plantas, manos, todo? ¿Y gente que muere, gente que enferma por su culpa y muere? ¿Salen de la nada, brillando con una ausencia de luz, es así? Y no cesan. ¿No?
—¿Qué es? Qurabin, por el amor de Jabber.
—¡Jabber! —Había histeria en la voz del monje. Qurabin estaba moviéndose. El emplazamiento de su voz se desplazaba a saltos entre ellos—. Jabber no puede ayudarnos, no, no. Habrá más, habrá más aún. Y está haciendo que crean que es un símbolo de libertad. La espiral. Oh.
Cutter se sobresaltó: la voz estaba justo a su lado. Sintió el soplido de un aliento.
—Soy de Tesh, no lo olvidéis. Lo sé. Las cosas que están apareciendo en vuestra ciudad, las manifestaciones… no son ataques, son ondas. De un suceso que aún no se ha producido. Son puntos en el tiempo y el espacio. Algo se acerca, algo que ha sido arrojado a la superficie del tiempo y que, como si este fuera líquido, ha levantado ondas. Donde caen estas pequeñas gotitas adoptan la forma de cosas viscosas que emergen al mundo y lo succionan. Algo llegará pronto y estas… estas, estas espirales, estas curvas, lo están trayendo.
»Hay alguien suelto en Nueva Crobuzón. Esto es embajadomagia. Las pequeñas manifestaciones no son nada. Tesh quiere más. Van a destruir vuestra ciudad. Estas marcas… son los rastros de un hectombista.
Qurabin tuvo que explicarse varias veces.
—Quien haya dejado esa marca es un practicante de muchas taumaturgias. De las cuales esta es la última. Es el fin de la ley. Esto se apoderará de vuestra ciudad y la arrasará hasta los cimientos. Debéis entenderlo.
—Son espirales de la libertad —dijo un refugiado, y Cutter estuvo a punto de abofetearlo para que se callara.
—¿Dicen que Tesh está hablando? ¿Dicen que hay negociaciones? No no no. Y si las hay, es una estratagema. Este es su último recurso. Su último ataque. Meses de preparativos, una inmensa cantidad de energía. Será el fin de todo. No habrá más guerras para Nueva Crobuzón. Nunca jamás.
—¿Qué es, cómo será?
Pero Qurabin no respondió a esto.
—No habrá más guerras, ni más paz —dijo—. Y aparecerán más ondas, salpicaduras, al otro lado del suceso. Las últimas gotas. Manifestaciones en medio de la nada, después de que vuestra ciudad haya desaparecido. Van a aniquilarla.
Hacía mucho frío, y el viento que soplaba desde las alturas arrancaba humo a sus fogatas. Delante y detrás de ellos, los consejeros dormitaban en su ciudad de hierro. Se oían los ruidos de la fauna de la montaña.