El furgón voló sobre zonas abiertas y cubiertas de maleza y luego empezó a hundirse siguiendo la vía en su descenso, y el ascenso de las torres a las que se acercaba. Se lanzó como un proyectil hacia la espiga de Barracan.
Una explosión en tres tiempos uno dos tres y la atalaya de la torre escupió una llamarada cubierta de humo. El hormigón se abombó y se partió; fue devorado desde dentro por una conflagración; la torre se levantó, reventó y empezó a caer. Los pisos inferiores fueron cediendo en una sucesión de detonaciones, como un fluido piroclástico, y la torre se hundió escupiendo furgones de la milicia, que cayeron al vacío dando vueltas.
La tensión de la vía remitió repentinamente, y empezó a sacudirse como un látigo sobre tres kilómetros de la ciudad. Se arrolló sobre los tejados y fue trazando una línea de devastación y muerte en su desplome. Quedó colgada de la torre de Tábano y curvada en dirección a Galantina, donde su peso candente destrozó edificios enteros.
Una especie de triunfo espectacular, pero que, como sabían perfectamente los colectivistas, no serviría para cambiar el curso de la contienda.
La mayoría de los talleres del puente Herrumbre estaban en silencio, pues su personal y sus propietarios se habían escondido o estaban protegiendo las fronteras del Colectivo. Pero había aún algunas pequeñas fábricas que hacían el trabajo que podían, por el poco dinero que podían conseguir, y fue a una de estas a la que Cutter se dirigió el día que cayó la torre de la milicia.
Los fuegos de la antigua calle de los vidrieros se habían apagado, pero, utilizando un poco de dinero que había conseguido reunir y algunas exhortaciones políticas, convenció al personal sedicioso de Fundiciones Ramuno de que volviera a encender los hornos, y sacara la potasa, las herramientas y la piedra pómez para restregar y limpiar. Cutter les entregó la montura del espejo circular de Judah que había roto. Luego les dijo que le construyeran un espéculo de cristal. Fue a la habitación de Ori a esperar al muchacho y a Judah.
Si Cutter había conocido a Ori, cosa perfectamente posible teniendo en cuenta lo pequeño que era el mundo de los sediciosos antes del Colectivo, no lo recordaba. Al escuchar la descripción de Madeleina di Farja, se había imaginado a un muchacho furioso, frenético y hostil, ávido de lucha, flagelando a sus camaradas por su supuesta tibieza. La realidad había sido muy diferente.
Ori era un hombre roto. De un modo que Cutter no terminaba de comprender, pero que le inspiraba simpatía. Ori se había desactivado y Cutter, Judah y Madeleina habían tenido que arrancarlo de nuevo.
—Está acercándose —dijo Qurabin—. Está acercándose. Tenemos que apresurarnos.
El monje hablaba cada vez con más urgencia.: la mente que había tras las palabras parecía degradarse un poco más cada día. Habían tenido que formularle demasiadas preguntas a aquel Momento de lo oculto de Tesh y cada vez más había más cosas de Qurabin que permanecían escondidas.
A su manera, en medio de su tenue descomposición, Qurabin parecía ansioso. Cada espiral que veían era una causa de congoja para él, como si percibiera la proximidad de lo que fuera que se les venía encima, el portador de la hecatombe: el espíritu de la masacre, el massenmordist, el anenjambre, tal como lo llamaba Qurabin. Llegaría pronto, dijo, lo sentía. Su urgencia infectó a Cutter, y también su miedo.
Una sucesión de pequeñas manifestaciones atormentaba a la ciudad. De camino a casa de Ori, Cutter pasó a una calle de distancia de una multitud, y de repente Qurabin, agarrándole con manos invisibles y gimiendo, lo arrastró hacia allí. Cuando llegaron pudieron ver los últimos instantes de una emisión que parecía un perro, haciendo piruetas en complejos patrones. La imagen desapareció, y al hacerlo, pareció que atraía hacia sí todo el color y la luz del mundo. La pequeña muchedumbre de colectivistas que la rodeaba estaba gritando y señalando, pero nadie había muerto.
Qurabin gimió.
—Ahí está, ahí está —dijo mientras el mundo parpadeaba y la criatura terminaba de desaparecer—. Es el último movimiento.
Cutter no sabía si creía que Ori había asesinado al Alcalde Stem-Fulcher. Seguía pareciéndole imposible. Pensar que aquella mujer hierática de pelo cano a la que conocía de los heliotipos, los carteles, de los fugaces momentos en que la había visto en algún acto público, que durante tanto tiempo había sido la depositaria de gran parte de su odio, hubiese desaparecido, era difícil. No sabía qué pensar. Se sentó en la habitación de Ori y esperó.
Judah estaba con Ori, con Ori como Toro. Estaba agarrado a él mientas atravesaban la piel del mundo para llegar a su antiguo taller de la Ciénaga Brock.
—¿Por qué tienes que ir? —había dicho Cutter—. Van a conseguirme un espejo. Al menos nos darán eso. Así que, ¿qué quieres? Seguro que han cerrado el taller.
—Sí —dijo Judah—. Seguro que sí. Y sí, el espejo es lo que necesitamos, pero hay otras cosas que quiero. Cosas que podría necesitar. Tengo un plan.
Los demás estaban en las armerías. Los rehechos del Consejo de Hierro estaban preparándose para defender al Colectivo en las barricadas. ¿
Cómo verían ellos aquella extraña batalla
?, se preguntaba Cutter.
Pensó en el viaje por las quebradas y las pampas, por el accidentado terreno, atravesando centenares de kilómetros a una velocidad tremenda, dirigidos por el nómada Drogon, que había explorado aquellos parajes en el pasado, hasta llegar a la ciudad que se alzaba al oeste de la llanura del estuario. Habían cruzado pueblos fantasmas. Pequeños, vacíos, de fea arquitectura desecada por años de soledad, habitados solo por nubes de polvo.
—Sí —había susurrado Judah. Aquel era su pasado, aquellos puestos avanzados, los restos de las cercas, las tumbas con sus pequeñas lápidas de madera. Ni tres décadas antes eran ciudades florecientes.
La revuelta del Consejo de Hierro, la huida del tren perpetuo, había sido el último capítulo de la crisis de corrupción, incompetencia y sobreproducción que había destruido la Ferroviaria Transcontinental de Weather Wrightby. Los fugaces pueblos y aldeas de las llanuras, y los rebaños de vacas y otras bestias híbridas comestibles, los pistoleros y mercenarios, los tramperos, la población de aquella aleación de salvajismo y dinero, se había evaporado en cuestión de meses. Dejaron sus casas abandonadas, como pieles de serpiente. Los pistoleros desaparecieron, los cuatreros, las putas.
El Consejo de Hierro estaría acelerando. Devorando las distancias, a pesar de que cada momento de su avance parecía arduo. Cutter se había dado cuenta de que el Consejo debía de estar a campo abierto, y la milicia que le seguía el rastro, que había recorrido el mundo entero para encontrarlo, debía de estar aún tras él, aproximándose a su casa, ganándole terreno cada día. El más absurdo de los viajes circulares, un continente cruzado dos veces, por una ruta terrible.
Cuando la luz estaba empezando a apagarse, la habitación pareció inclinarse y aparecieron unas ondas en el aire, en dos puntos, y entonces, de la nada, emergieron unos cuernos. Toro atravesó la grieta, empapado por la energía que era la sangre de la realidad, llevando a Judah, abrazados como dos amantes.
Judah se separó de él y los colores que lo cubrían gotearon hacia arriba y, con un chisporroteo, desaparecieron antes de llegar al techo. Llevaba un saco lleno.
—¿Has conseguido lo que necesitabas? —dijo Cutter. Judah lo miró mientras los últimos restos de la sangre del mundo se desvanecían.
—Todo lo necesario para acabar con esto —dijo—. Estaremos preparados.
El rumor de que había miembros del Consejo de Hierro en el Colectivo se había filtrado. En medio del terror y el pesar de aquellos días aciagos, fue una extraordinaria noticia.
El excitado gentío corría por las callejuelas que rodeaban la oficina postal de la Perrera, buscando a los recién llegados. Cuando finalmente localizaron a Maribet y Rahul, la barricada a la que se habían unido se convirtió en una especie de lugar de peregrinación.
Había filas de colectivistas esperando mientras las balas de la milicia pasaban sobre sus cabezas. Se agolpaban detrás de los soldados y hacían preguntas: una tácita norma de etiqueta las limitaba a un máximo de tres por persona.
—¿Cuándo llegará el Consejo?
—¿Habéis venido a salvarnos?
—¿Podéis llevarme con vosotros?
Solidaridad, miedo y disparates milenaristas. La fila se convirtió en una asamblea callejera, en la que se renovaron las viejas discusiones entre las facciones mientras seguían cayendo las bombas.
Al final de la calle, al otro lado de la barricada, los vigilantes vieron por sus periscopios que se acercaban varios constructos de guerra. Máquinas-soldado de bronce y hierro, con ojos de cristal, con armas soldadas al cuerpo. Más constructos en un mismo sitio de los que se habían visto en muchos años.
Avanzaban hacia la barricada con pesadas zancadas o rodando con sus orugas sobre los escombros y los cristales rotos del suelo. A la cabeza del grupo venía una enorme excavadora, seguida de cerca por una gran taladradora de forma triangular que abriría una brecha en la materia de la barricada.
Los colectivistas intentaron detenerlos con granadas y bombas, y enviaron frenéticos mensajes en los que pedían un taumaturgo capaz de detener aquel feo monstruo, pero sabían que no llegaría a tiempo. Tenían que retirarse. Aquella barricada, aquella calle, estaba perdida.
En los tejados que rodeaban la tierra de nadie aparecieron francotiradores y brujos, con la misión de hostigar con sus balas y embrujos a los constructos y la milicia. Al principio sembraron el caos entre las fuerzas gubernamentales, pero un motocañón giratorio convirtió a una docena de ellos en carne picada y el resto huyó, presa del pánico.
Mientras los constructos seguían avanzando, los colectivistas emprendieron la huida y sus filas se deshicieron antes de que lograran ganar las callejuelas aledañas. Rahul y Maribet no sabían adónde ir. Corrían por caminos secundarios que no conseguían sacarlos del campo de tiro de la milicia. Cutter se enteró después de lo que había pasado: los dos rehechos, saltando sobre sus patas de animal, habían corrido de un lado a otro de la calle, llamados a voces por aterrorizados colectivistas que trataban de ayudarlos. Maribet había metido los cascos en el cráter de una bomba, y cuando Rahul estaba alargando sus manos humanas para ayudarla, se oyó un chirrido y el morro cónico del constructo apareció al otro lado de la barricada. Un miliciano cacto pasó entre las toneladas de residuos de ciudad y, con un disparo de su arco hueco, alcanzó a Maribet en el cuello.
Rahul se lo contó al llegar a casa de Ori. Era el primer consejero que moría en Nueva Crobuzón.
Habían aparecido carteles por todo el territorio del Colectivo, suplicando y exigiendo a partes iguales que la población no huyera. C
ADA HOMBRE, MUJER O NIÑO PERDIDOS DEBILITA AL COLECTIVO. JUNTOS PODEMOS GANAR
. Por supuesto no lograron detener la riada de refugiados, que se escabullían bajo los cordones o huían por la ciudad subterránea o por los ruinosos suburbios del otro lado del puente Gran Calibre.
La mayoría huía al Cinturón de Grano, o a las colinas Mendican, y los más aventureros escapaban al bosque Turbio, donde se convertían en bandidos. Pero algunos, arriesgando la vida, constituyeron cuadrillas de trabajo guerrilleras y se abrieron camino por el caos de las afueras de la ciudad, entre los negligentes centinelas de la milicia, atravesando los barrios que la falta de comida había convertido en territorio salvaje, pero que eran demasiado insignificantes para llamar la atención del Parlamento. Al oeste de la ciudad, estos refugiados pasaron junto a los hangares desiertos y los almacenes que en su día albergaran el corazón de la FT. Todavía quedaban algunas locomotoras oxidadas y algunos furgones de techo abierto.
Algunas oficinas seguían habitadas e iluminadas, y en ellas, los restos de la compañía de Weather Wrightby se aferraban a la existencia, manteniendo una última cuadrilla, unas pocas decenas de oficinistas e ingenieros. Sobrevivían de la especulación financiera, del saqueo de las vías, y como fuerza paramilitar que alquilaba los servicios de guardaespaldas y cazarrecompensas, minúscula y todavía leal a la visión corporativa de Wrightby, despreciando la cruzada racial de los calamitas. Los hombres estaban estacionados a lo largo de las extensas propiedades de la FT y, a veces perseguían a los fugados con perros.
Los refugiados cargaron con sus herramientas y echaron a andar por el camino que separaba la antigua terminal de la vía de la cabecera desde la que partiera en su día la línea Mar de Telaraña-Myrshock.
—Se mueve, por debajo, sí, ellos, los teshi, sí —dijo Qurabin.
La voz del monje se desplazaba por la habitación. Estaban todos allí: Drogon y Elsie, Qurabin, Cutter, Judah y Toro. Rahul montaba guardia. Habían llorado a Maribet. Qurabin estaba inquieto.
—Va a pasar algo muy pronto —dijo el monje.
En su extraña y extrañamente quebrada voz, Ori les contó la historia de sus relaciones con el misterioso vagabundo: el dinero, el heliotipo de Jack Mediamisa. La ayuda que había prestado a Toro.
—No sé de dónde venían los planes —dijo Ori—. ¿De Jacobs? No, no, el plan era de Toro. Lo sé porque no era el plan que yo creía. Pero sirvió. Pero Jacobs dijo, cuando lo vi… No creo que aquello le importara demasiado. Tenía otras cosas en mente. Solo era… una distracción.
Habían prometido que esperarían a Curdin y Madeleina, que estaban intentando encontrar ayuda. Aquella mañana, Judah les había suplicado que convencieran a los delegados para que los ayudaran, pero, ¿qué podían hacer? La milicia estaba devorando su territorio casa por casa: había rumores sobre purgas en las calles reconquistadas.
—No podemos prescindir de nadie, Judah —había dicho Curdin.
Volvieron tarde.
—Hemos venido lo antes posible. No ha sido fácil —dijo Curdin—. Hola, Jack —le dijo a Ori.
—Hoy hemos perdido el Aullido —dijo Madeleina.
Era dura. Ambos lo eran. Estaba esforzándose por no sucumbir a la desesperación.
—Ha sido algo admirable —dijo Curdin—. Han durado dos días más de lo esperado. La milicia atacó por el puente del Carro. Estaban allí todos los colectivistas y de pronto aparece la Brigada Preciosa. Y estaba magnífica —lo dijo con una exclamación, y parpadeó. En la quietud que siguió a sus palabras se oyeron las detonaciones del frente.