—Tiene que venir este mismo domingo, ¿eh? Tiene que decirse: si he subido a este taxi, no era pura casualidad, porque las casualidades...— (ojos como platos)— no existen.
La ventanilla del copiloto estaba bajada, y me incliné para despedirme de mi pastor:
—Pero entonces... esto... ¿ya no... ya no se acuesta... esto... con ninguna mujer?
Sonrisa de oreja a oreja.
—Sólo con las que me envía el Señor...
—¿Y cómo las reconoce?
Sonrisa más de oreja a oreja si cabe.
—Son las más hermosas...
* * *
Nos lo enseñaron todo al revés, meditaba mientras empujaba la puerta cochera, recuerdo que el único momento en que era sincero era cuando repetía lo de «no soy digno de que entres en mi casa».
Eso sí, eso sí que lo creía de verdad.
Y
tú
(palmas mientras subía la escalera),
sí, tú
, los cuatro pisos, me di cuenta horrorizado que se me había pegado la dichosa cancioncilla,
en taxi, en taxi
.
Oh, yeee.
Estaba la cadena puesta, y esos diez centímetros tras los que mi propio hogar se me resistía me sacaron de mis casillas. Venía de demasiado lejos, había visto demasiadas cosas, el avión se había retrasado demasiado y Dios era demasiado delicado. Perdí los estribos.
—¡Soy yo! ¡Abrid!
Gritaba golpeando la puerta.
—¡Que abráis de una vez, maldita sea!
El hocico de Snoopy apareció en el espacio que dejaba la cadena.
—Que sí, vale... Tranquilo, ¿vale?... Tranquilo...
Mathilde descorrió la cadena, se apartó y ya me daba la espalda cuando franqueé el umbral.
—¡Hola! —exclamé.
Se contentó con levantar el brazo, agitando sin ganas unos pocos dedos.
En la espalda de su camiseta ponía
Enjoy
. Qué guasa. Durante un segundo, pensé en agarrarla del pelo y romperle la nuca para obligarla a darse la vuelta y repetirle, mirándola a los ojos, esas dos silabitas tan pasadas de moda: Ho-la. Pero, bah... Pasé. De todas maneras, la puerta de su habitación ya se había cerrado con un buen portazo.
Llevaba fuera una semana, me volvía a ir dos días después y qué... qué importaba ya todo eso...
¿Eh? ¿Qué importaba? Si de todas formas yo sólo estaba ahí de paso, ¿verdad?
Entré en la habitación de Laurence que era también la mía, creo. La cama estaba impecablemente hecha, el edredón bien alisado, los almohadones ahuecados, inflados, altivos. Tristes. Deambulé por la habitación como si temiera molestar a alguien y me senté apenas sobre el borde del colchón para no arrugar nada.
Me miré los zapatos. Mucho rato. Miré por la ventana. Miré los tejados y el monasterio de Val-de-Grâce a lo lejos. Y su ropa sobre el respaldo de la silla...
Sus libros, su botella de agua, su libreta, sus gafas, sus pendientes... Todo eso tenía que significar algo, pero yo ya no acertaba a saber el qué. Ya... ya no entendía nada.
Jugueteé con uno de los tubos de pastillas que había sobre la mesilla de noche.
Nux Vómica 9CH
, para alteraciones del sueño.
Sí, eso debía de ser este sitio ahora, dije entre dientes, poniéndome de pie.
Nux Vómica.
Era cada vez lo mismo y peor. Ya no estaba ahí. La orilla se alejaba cada vez más de mí, y yo...
Vamos, para, me flagelé. Estás cansado y no dices más que tonterías. Vale ya.
El agua estaba ardiendo. Con la boca abierta y los párpados cerrados, esperé a que me lavara de todas esas escamas malas. Del frío, de la nieve, de la falta de luz, de las horas de atasco, de mis interminables discusiones con el idiota de Pavlovich, de esas batallas perdidas de antemano y de todas esas miradas que todavía me acosaban.
De ese tipo que me había tirado el casco a la cara el día anterior. De esas palabras que no comprendía pero cuyo significado no me costaba adivinar. De esa obra que me superaba... En todos los sentidos...
Pero ¿quién me mandaba a mí meterme en ese berenjenal, quién me mandaba a mí? ¡Y ahora! ¡Ahora ni siquiera era capaz de encontrar la maquinilla de afeitar en medio de todos esos productos de belleza! Piel de naranja, dolores menstruales, cutis más brillante, vientre liso, seborrea grasa, cabello quebradizo.
Pero ¿qué sentido tenía toda esa historia? ¿Qué sentido tenía?
Y ¿a cambio de qué caricias?
Me corté al afeitarme y tiré todos esos trastos a la papelera.
—¿Sabes?... me parece que te voy a hacer un café, ¿vale?
Mathilde, con los brazos cruzados, estaba apoyada sobre una cadera contra el quicio de la puerta de nuestro cuarto de baño.
—Buena idea.
Tenía la mirada clavada en el suelo.
—Sí... esto... Se me han caído tres o cuatro cosas, pero... no te preocupes... que ya las...
—No, no. Si no me preocupo. Nos haces lo mismo cada vez.
—¿Ah, sí?
Mathilde asintió con la cabeza.
—¿Has tenido una buena semana? —me preguntó.
—¡Hala! Vamos por ese café.
Mathilde... Esa niñita a la que me había costado tanto ganarme... Me había costado tanto... Cuánto había crecido, Dios mío.
Menos mal que nos quedaba Snoopy...
—¿Te encuentras mejor?
—Sí —dije, soplando para que se enfriara—, gracias. Tengo la sensación de que por fin, por fin he aterrizado... ¿No tienes clase?
—Nah...
—¿Laurence trabaja hoy todo el día?
—Sí. Irá directamente a casa de la abuela... Oh, nooooooo... No me digas que se te ha olvidado... Pero si sabes que esta noche es su cumple...
Se me había olvidado. No que al día siguiente fuera el cumpleaños de Laurence, pero sí que teníamos por delante una simpática velada. Una auténtica reunión familiar, de las que a mí me gustaban. Lo que más falta me hacía en esos momentos, desde luego.
—No tengo regalo.
—Ya lo sé... Por eso no me he ido a dormir a casa de Lea. Sabía que me ibas a necesitar...
La adolescencia... Qué yoyó más agotador.
—¿Sabes, Mathilde?, tienes una manera de dar una de cal y otra de arena que nunca dejará de sorprenderme...
Me había levantado para servirme otra taza.
—Al menos sorprendo a alguien...
—Hala, venga... —le contesté, pasándole la mano por la espalda—. ¿No dice aquí que
enjoy?
Pues vamos a aplicarnos el cuento.
Se había puesto rígida. Ligeramente.
Como su madre.
Habíamos decidido ir andando. Al cabo de unas cuantas calles silenciosas y visto que cada una de mis preguntas parecía abrumarla más que la anterior, toqueteó su iPod y se plantó los auriculares.
Bueno, bueno, bueno... Creo que debería comprarme un perro, ¿no? Alguien que me quiera y me haga fiesta cuando vuelva de viaje... Aunque sea disecado, ¿eh? Uno con unos grandes ojos dulces y un pequeño mecanismo que le haga mover el rabo cuando le toque la cabeza.
Oh... Ya le he tomado cariño...
—¿Estás cabreado?
Por culpa del chisme que llevaba en las orejas, pronunció esas palabras más fuerte de lo necesario, y la señora que iba delante de nosotros en el paso de cebra se dio la vuelta.
Mathilde suspiró, cerró los ojos, volvió a suspirar, se quitó el auricular izquierdo y me lo encasquetó en el oído derecho.
—Anda, toma...Te voy a poner algo de tus tiempos, seguro que te sientes mejor...
Y entonces ahí, entre el ruido y los atascos, al otro extremo de un cable muy corto que me ligaba aún a una infancia muy alejada, unos acordes de guitarra.
Unas notas y la voz perfecta, ronca y un poco arrastrada de Leonard Cohen.
Suzanne takes
you down to her place near the river
You can hear the
boats go by
You can spend the night beside her
And you know that she's half crazy...
—¿Estás mejor?
But that's why you want to be there
.
Asentí con la cabeza, con un gesto de niño pequeño y caprichoso.
—Fantástico. Estaba contenta.
La primavera todavía estaba lejos, pero el sol procedía ya a una serie de calentamientos, estirándose perezosamente sobre la bóveda del Panteón. Mi-hija-que-no-era-mi-hija-pero-que-no-era-menos-tampoco me cogía del brazo para no perder el sonido de su mp3, y estábamos en París, la ciudad más hermosa del mundo, había terminado por reconocerlo a fuerza de abandonarla.
Deambulábamos por ese barrio que tanto me gustaba, dándoles la espalda a los Hombres Ilustres, nosotros, dos pequeños mortales que no asombrábamos a nadie, entre el gentío tranquilo de los fines de semana. Apaciguados, con la guardia baja, y al mismo ritmo
for he's touched our perfect bodies with his mind
.
—Es la pera —dije, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad—, ¿y todavía tiene éxito esta canción?
—Pues sí, ya ves...
—Pero si ésta debía de tararearla yo ya en esta misma calle hará treinta años... ¿Ves esa tienda de ahí?
Con un gesto de la barbilla le señalé el escaparate de Dubois, la tienda de bellas artes de la calle Soufflot.
—Si supieras la cantidad de horas que habré pasado yo cayéndoseme la baba delante de ese escaparate... Todo me maravillaba. Todo. Los papeles, las plumas, las acuarelas de la marca Rembrandt... Un día incluso vi salir de allí a Prouvé. ¡Jean Prouvé, ¿te das cuenta?! Pues bien, ese día ya debía yo de estar balanceándome murmurando que
Jesus
was
a
sailor
y todo eso, seguro... Prouvé... cuando lo pienso...
—¿Y ése quién es?
—Un genio. Bueno, ni siquiera. Un inventor... un artesano... Un tío increíble... Ya te enseñaré unos libros... Pero a ver... volviendo a nuestro amigo... Para mí mi preferida era
Famous Blue Raincoat
. ¿Ésa no la tienes?
—No.
—¡Ah! Pero bueno, ¿qué os enseñan en el colegio? ¡A mí esa canción me volvía loco! ¡Loco! Creo incluso que me cargué la cinta a fuerza de rebobinar para oírla una y otra vez...
—¿Por qué?
—Oh, ya no lo sé... Tendría que volver a escucharla, pero por lo que recuerdo era la historia de un tío que escribía a un amigo suyo... Un tío que en tiempos le había robado a la mujer, y le decía que creía que lo había perdonado... Había no sé qué historia de un mechón de pelo, recuerdo, y... oh... para mí que no conseguía ligarme a una sola tía, fíjate si sería torpe, sin gracia y patético de tan tenebroso como era, esa historia me parecía súper, súper sexy... En fin, escrita para mí, vaya...
Me reía.
—Y te diré más... Le di la tabarra a mi padre para que me regalara su viejo impermeable Burberry's, lo teñí de azul y fue un completo desastre. El color se quedó en un tono como de caca de pájaro. ¡Más feo!, es que ni te lo imaginas...
Mathilde se reía.
—¿Y crees que eso me habría echado atrás? Qué va. Me la ponía con el cinturón bien apretado, el cuello levantado, la trabilla al viento, las manos en los bolsillos rotos, como en el poema de Rimbaud, y avanzaba...
Imité al hortera que era yo entonces. Peter Sellers en sus mejores días.
—...a grandes zancadas, entre la multitud, misterioso, impenetrable, esforzándome mucho por ignorar todas esas miradas que ni siquiera se dignaban mirarme. ¡Ah, se tenía que estar descojonando de mí el amigo Cohen desde su promontorio entre los grandes maestros del zen, seguro!
—¿Y qué fue de él?
—Pues... Que yo sepa no ha muerto...
—No, hombre, me refiero al impermeable...
—¡Huy! Desapareció... Con todo lo demás... Pero esta noche le preguntas a Claire a ver si se acuerda.
—Sí... Y me la bajaré...
Fruncí el ceño.
—¡Bueno, vale ya! No nos vamos a pelear otra vez por eso... Anda que no habrá ganado pasta suficiente ya este tío...
—No es una cuestión de dinero, ya lo sabes... Es más grave que eso. Es...
—Calla. Ya lo sé. Me lo has dicho mil veces. Que el día en que ya no haya artistas, ese día nos moriremos todos, y blablablá.
—Exactamente. Estaremos aún vivos pero estaremos todos muertos. Anda, mira, qué casualidad...
Estábamos delante de la tienda de libros y discos Gibert.
—Entra. Te regalo mi bonito impermeable azul tirando a verde...
Fruncí el ceño en las cajas. Como por arte de magia habían aparecido tres discos más sobre el mostrador.
—¡A ver, ¿qué quieres?! —soltó, con aire fatalista—, éstos también me los pensaba bajar...
Pagué, y me rozó la mejilla. Visto y no visto.
De nuevo entre el gentío del bulevar Saint-Michel, me atreví a sacar el tema.
—¿Mathilde?
—
Yes
.
—¿Puedo hacerte una pregunta delicada?
—No.
Y unos metros más adelante, mientras se cubría la cara.
—A ver, te escucho, dime.
—¿Por qué la situación se ha vuelto así entre nosotros? Tan...
Silencio.
—¿Tan qué? —preguntó su capucha.
—No sé... previsible... tan canjeable por dinero... Saco la tarjeta de crédito y tengo derecho a un gesto de cariño. Bueno, tanto como de cariño... Dejémoslo en un gesto... ¿Cuánto... cuánto cuesta un beso tuyo, a ver?
Abrí la cartera y comprobé el recibo.
—Cincuenta y cinco euros con sesenta céntimos. Bueno...
Silencio.
Lo tiré a la alcantarilla.
—Tampoco esto es una cuestión de dinero, me hace ilusión regalarte estos discos, pero... hubiera preferido con diferencia que me dijeras hola antes, al volver a casa, yo... O sea, lo hubiera preferido tanto...
—Pero si te he dicho hola.
La agarré de la mano para que me mirara y luego levanté el brazo e imité su gesto flojo, con los dedos como encogidos. La cobardía de su gesto, más bien.
Con un ademán brusco, se zafó de mí.