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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (14 page)

BOOK: El contrato social
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Sin embargo, si no se puede reducir el Estado a justos límites, queda aún un recurso: no soportar una capital, dar asiento al gobierno alternativamente en cada ciudad y reunir también en ellas, sucesivamente, los estados del país.

Poblad igualmente el territorio, extended por todas sus partes los mismos derechos, llevad por todos lados la abundancia y la vida; así es como el Estado llegará a ser a la vez el más fuerte y el mejor gobernado posible. Acordaos de que los muros de las ciudades no sé hacen sino del cascote de las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, me parece ver derrumbarse todo un país.

Capítulo XIV
Continuación

Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado, porque donde se encuentra el representado no hay representante. La mayor parte de los tumultos que se elevaron en Roma en los comicios provino de haber ignorado o descuidado en su aplicación esta regla. Los cónsules entonces no eran sino los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores
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; el Senado no era absolutamente nada.

Estos intervalos de suspensión, en que el príncipe reconocía o debía reconocer un superior actual, los lamentó siempre, y estas asambleas del pueblo, que son la égida del cuerpo político y el freno del gobierno, han sido en todos los tiempos el horror de los jefes, por lo cual no perdonan cuidados, objeciones, dificultades ni promesas para desanimar a los ciudadanos. Cuando éstos son avaros, cobardes, pusilánimes, más amantes del reposo que de la libertad, no se mantienen mucho tiempo contra los esfuerzos redoblados del gobierno, y por ello, aumentando la fuerza de resistencia sin cesar, se desvanece al fin la autoridad soberana y la mayor parte de las ciudades caen y perecen antes de tiempo.

Mas entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario se introduce algunas veces un poder medio, del que es preciso hablar.

Capítulo XV
De los diputados o representantes

Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciudadanos y prefieren servir con su bolsillo a hacerlo con su persona, el Estado se halla próximo a su ruina. Entonces, si es preciso ir a la guerra, pagan tropas y se quedan en su casa; si es preciso ir al Consejo, nombran diputados y se quedan en su casa también. A fuerza de pereza y de dinero consiguen tener soldados para avasallar a la patria y representantes para venderla.

El movimiento del comercio y de las artes, el ávido interés de ganancia, la indolencia y el amor a las comodidades es lo que hace cambiar los servicios personales en dinero. Se cede una parte de su propio provecho para aumentarlo a su gusto. Dad dinero, y pronto tendréis cadenas. La palabra hacienda es una palabra de esclavo, desconocida en la ciudad. En un país verdaderamente libre, los ciudadanos todo lo hacen con sus brazos y nada con el dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarán para llenarlos ellos mismos. Yo me hallo muy distante de las ideas comunes, pues creo las prestaciones personales menos contrarias a la libertad que los impuestos.

Cuanto mejor constituido se halla el Estado, más prevalecen los asuntos públicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. Hasta hay muchos menos asuntos privados, porque proporcionando la felicidad común una suma más considerable a la de cada individuo, quédale a cada cual menos que buscar en los asuntos particulares. En una ciudad bien conducida, todos van presurosos a las asambleas; pero con un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para incorporarse a ellas, porque nadie pone interés en lo que allí se hace, ya que se prevé que la voluntad general no dominará y que a la postre los cuidados domésticos todo lo absorben. Las buenas leyes inducen a hacer otras mejores; las malas, otras peores. En cuanto alguien dice de los asuntos del Estado «¡qué me importa!», se debe contar con que el Estado está perdido.

El entibiamiento del amor a la patria, la actividad del interés privado, la gran extensión de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han dado lugar a la existencia de diputados o representantes del pueblo en las asambleas de la nación. A esto es a lo que en ciertos países se ha osado llamar el tercer estado. Así, el interés particular de dos órdenes ocupa el primero y e| segundo rangos, en tanto que el interés público está colocado en el tercero.

La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada; es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios; no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda.

La idea de los representantes es moderna: procede del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el cual la especie humana se ha degradado y en la cual el nombre de hombre ha sido deshonrado. En las antiguas repúblicas y en las monarquías, el pueblo no tuvo jamás representantes; no se conocía esta palabra. Es muy singular que en Roma, donde los tribunos eran tan sagrados, no se haya ni siquiera imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo, y que en medio de tan grande multitud no hayan intentado nunca sustraer a su jefe un solo plebiscito. Júzguese, sin embargo, de las dificultades que originaba algunas veces la multitud por lo que ocurrió en tiempo de los Gracos, en que una parte de los ciudadanos daban su sufragio desde los tejados.

Donde el derecho y la libertad es todo, los inconvenientes nada significan. En este pueblo sabio todo era colocado en su justa medida: dejaba hacer a sus lictores lo que sus tribunos no se hubieran atrevido a hacer; no temían que sus lictores quisiesen representarlos.

Para explicar, sin embargo, cómo los representaban los tribunos algunas veces, basta pensar cómo el gobierno representa al soberano. No siendo la ley sino la declaración de la voluntad general, es claro que en el poder legislativo no puede ser representado el pueblo; pero puede y debe serlo en el poder ejecutivo, que no es sino la fuerza aplicada a la ley. Esto hace comprender que, examinando bien las cosas, se hallarían muy pocas naciones que tuviesen leyes. De cualquier modo que sea, es seguro que los tribunos, no teniendo parte alguna en el poder ejecutivo, no pudieron representar jamás al pueblo romano por los derechos de sus cargos, sino solamente usurpando los del Senado.

Entre los griegos, cuanto tenía que hacer el pueblo, lo hacía por sí mismo: constantemente estaba reunido en la plaza. Disfrutaba de un clima suave, no era ansioso, los esclavos hacían sus trabajos, su gran preocupación era la libertad. No teniendo las mismas ventajas, ¿cómo conservar los mismos derechos? Vuestros climas, más duros, os crean más necesidades
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; durante seis meses del año la plaza pública no está habitable; vuestras lenguas sordas no se dejan oír al aire libre: concedéis más importancia a vuestra ganancia que a vuestra libertad, y teméis mucho menos la esclavitud que la miseria.

¿No se mantiene la libertad sino con el apoyo de la servidumbre? Puede ser. Los extremos se tocan. Todo lo que no está en la Naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil, más que todos los demás. Hay situaciones desgraciadas en que no puede conservarse la libertad más que a expensas de la de otro y en que el ciudadano no puede ser perfectamente libre si el esclavo no lo es en otro extremo. Tal era la posición de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, no tenéis esclavos, pero lo sois; pagáis su libertad con la vuestra. Os gusta alabar esta preferencia: yo encuentro que hay en ello más cobardía que humanidad.

No, creo en modo alguno, por cuanto va dicho, que sea preciso tener esclavos ni que el derecho de esclavitud sea legítimo, puesto que he probado lo contrario; digo solamente las razones por las cuales los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes y por qué los pueblos antiguos no los tenían. De cualquier modo que sea, en el instante en que un pueblo se da representantes ya no es libre, ya no existe.

Examinando todo bien, no veo que sea desde ahora posible al soberano el conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos si la ciudad no es muy pequeña. Pero si es muy pequeña, ¿será subyugada? No. Haré ver a continuación cómo se puede reunir el poder exterior de un gran pueblo con la civilidad (
police
) fácil y el buen orden de un pequeño Estado.

Capítulo XVI
La institución del gobierno no es un contrato

Una vez bien establecido el poder legislativo se trata de establecer del mismo modo el poder ejecutivo; porque éste, que sólo opera por actos particulares, no siendo de la misma esencia que el otro, se halla, naturalmente, separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho estarían confundidos de tal modo que no se sabría decir lo que es ley y lo que no lo es, y el cuerpo político, así desnaturalizado, pronto sería presa de la violencia, contra la cual fue instituido.

Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben hacer todos deben prescribirlo, así como nadie tiene derecho a exigir que haga otro lo que él mismo no hace. Ahora bien; es propiamente este derecho, indispensable para vivir y para mover el cuerpo político, el que el soberano da al príncipe al instituir el gobierno.

Muchos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el pueblo y los jefes que éste se da; contrato por el cual se estipulaba entre las dos partes condiciones bajo las cuales una se obligaba a mandar y la otra a obedecer. Estoy seguro de que se convendrá que ésta es una manera extraña de contratar. Pero veamos si es sostenible esta opinión.

En primer lugar, la autoridad suprema no puede ni modificarse ni enajenarse: limitarla es destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé a un superior; obligarse a obedecer a un señor es entregarse en plena libertad.

Además, es evidente que este contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular; de donde se sigue que este contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía, y que, por consiguiente, sería ilegítimo.

Se ve, además, que las partes contratantes estarían entre sí sólo bajo la ley de naturaleza y sin ninguna garantía de sus compromisos recíprocos; lo que repugna de todos modos al estado civil. El hecho de tener alguien la fuerza en sus manos, siendo siempre el dueño de la ejecución, equivale a dar el título de contrato al acto de un hombre que dijese a otro: «Doy a usted todos mis bienes a condición de que usted me entregue lo que le plazca».

No hay más que un contrato en el Estado: el de la asociación, y éste excluye cualquier otro. No se podría imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero.

Capítulo XVII
De la institución del gobierno

¿Bajo qué idea es preciso, pues, concebir el acto por el cual se instituye el gobierno? Haré notar, primero, que este acto es complejo o compuesto de otros dos: a saber: el establecimiento de la ley y la ejecución de la ley.

Por el primero, el soberano estatuye que habrá un cuerpo de gobierno instituido en tal o cual forma, y es claro que este acto es una ley.

Por el segundo, el pueblo nombra jefes que serán encargados del gobierno establecido. Ahora bien; siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino solamente una continuación de la primera y una función del gobierno.

La dificultad está en comprender Cómo se puede tener un acto de gobierno antes de que el gobierno exista, y cómo el pueblo, que o es soberano o súbdito, puede llegar a ser príncipe o magistrado en ciertas circunstancias.

En esto se descubre, además, una de esas asombrosas propiedades del cuerpo político, por virtud de las cuales concilia éste operaciones contradictorias en apariencia; esto se hace por una conversión súbita de la soberanía en democracia, de suerte que, sin ningún cambio sensible, y solamente por una nueva relación de todos a todos, los ciudadanos, advenidos magistrados, pasan de los actos generales a los particulares y de la ley a la ejecución.

Este cambio de relación no es una sutileza de especulación sin ejemplo en la práctica: tiene lugar todos los días en el Parlamento inglés, donde la Cámara baja, en ciertas ocasiones, se transforma en gran Comité, para discutir mejor las cuestiones y se convierte así en simple Comisión, en vez de Corte soberana que era en el momento precedente. De este modo, presenta informe ante sí misma, como Cámara de los Comunes, de lo que acaba de reglamentar como gran Comité, y delibera de nuevo, con un especial título, sobre aquello que ha resuelto con otro.

Tal es la ventaja propia de un gobierno democrático: poder ser establecido de hecho por un simple acto de la voluntad general, Después de lo cual el gobierno provisional continúa en posesión, si tal es la forma adoptada, o establece, en nombre del soberano, el gobierno prescrito por la ley, y en todo se encuentra de este modo conforme a la regla. No es posible instituir el gobierno de ninguna otra manera legítima y sin renunciar a los principios que acabo de establecer.

Capítulo XVIII
Medios de prevenir las usurpaciones del gobierno

De estas aclaraciones resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son. los dueños del pueblo, sino sus servidores; que puede nombrarlos o destituirlos cuando le plazca; que no es cuestión para ellos de contratar, sino de obedecer, y que, encargándose de las funciones que el Estado les impone, no hacen sino cumplir con su deber de ciudadanos, sin tener en modo alguno el derecho de discutir sobre las condiciones.

Por tanto, cuando sucede que el pueblo instituye un gobierno hereditario, sea monárquico en una familia, sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no contrae un compromiso, sino que da una forma provisional a la administración, hasta que le place ordenarla de otra manera.

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