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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El contrato social (17 page)

BOOK: El contrato social
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Para juzgar de estas diversas formas, basta compararlas. Rómulo, al instituir las curias, se proponía contener al Senado por el pueblo y al pueblo por el Senado, dominando igualmente sobre todos. Dio, pues, al pueblo, de este modo, toda la autoridad del número, para contrarrestar la del poder y la de las riquezas que dejaba a los patricios. Pero, según el espíritu de la monarquía, dejó, sin embargo, más ventajas a los patricios por la influencia de sus clientes sobre la pluralidad de los sufragios. Esta admirable institución de los patronos y de los clientes fue una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiese podido subsistir solo. Roma ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, del cual nunca resultó abuso, y que, sin embargo, no ha sido seguido jamás.

El haber subsistido bajo los reyes hasta Servio esta misma forma de las curias, y el no ser considerado como legítimo el reinado del último Tarquino, fueron la causa de que se distinguiesen generalmente las leyes reales con el nombre de
leges cariatae
.

Bajo la república, las curias, siempre limitadas a cuatro tribus urbanas, y no conteniendo más que el populacho de Roma, no podían convenir, ni al Senado, que estaba a la cabeza de los patricios, ni a los tribunos, que, aunque plebeyos, se hallaban al frente de los ciudadanos acomodados. Cayeron, pues, en el descrédito; su envilecimiento fue tal, que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias hubiesen debido hacer.

La división por centurias era tan favorable a la aristocracia que no se comprende, al principio, cómo el Senado no dominaba siempre en los comicios que llevaban este nombre, y por los cuales eran elegidos los cónsules, los censores y los demás magistrados curiales. En efecto; de ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, como la primera clase comprendía noventa y ocho, y como los votos no se contaban más que por centurias, sólo esta primera clase tenía mayor número de votos que las otras dos. Cuando todas estas centurias estaban de acuerdo, no se seguía siquiera recogiendo los sufragios; lo que había decidido el menor número pasaba por una decisión de la multitud, y se puede decir que en los comicios por centurias los asuntos se decidían más por la cantidad de escudos que por la de votos.

Pero esta extrema autoridad se modificaba por dos medios: primeramente, perteneciendo los tribunos, en general, a la clase de los ricos, y habiendo siempre un gran número de plebeyos entre éstos, equilibraban el crédito de los patricios en esta primera clase.

El segundo medio consistía en que, en vez de hacer primero votar las centurias según su orden, lo que habría obligado a comenzar siempre por la primera, se sacaba una a la suerte, y aquélla
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procedía sola a la elección; después de lo cual todas las centurias, llamadas otro día, según su rango, repetían la misma elección, y por lo común la confirmaban. Se quitó así la autoridad del ejemplo al rango para dársela a la suerte, según el principio de la democracia.

Resultaba de este uso otra ventaja aún: que los ciudadanos del campo tenían tiempo, entre dos elecciones, de informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, a fin de dar su voto con conocimiento de causa. Más, con pretexto de celeridad, se acabó por abolir este uso, y las dos elecciones se hicieron el mismo día.

Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. No se convocaba más que por los tribunos: los tribunos eran allí elegidos y llevaban a cabo sus plebiscitos. No solamente no tenía el Senado ninguna autoridad en estos comicios, sino ni siquiera el derecho de asistir, y obligados a obedecer leyes sobre las cuales no habían podido votar, los senadores eran, en este respecto, menos libres que los últimos ciudadanos. Esta injusticia estaba muy mal entendida, y bastaba ella sola para invalidar derechos de un cuerpo en que no todos sus miembros eran admitidos. Aun cuando todos los patricios hubiesen asistido a estos comicios, por el derecho que teman a ello dada su calidad de ciudadanos, al advenir simples particulares, no hubiesen influido casi nada en una forma de sufragios que se recogían por cabeza y en el que el más insignificante proletario podía tanto como el príncipe del Senado.

Se ve, pues, que, además del orden que resultaba de estas diversas distribuciones para recoger los sufragios de un pueblo tan numeroso, estas distribuciones no se reducían a formas indiferentes en sí mismas, sino que cada una tema efectos relativos a los aspectos que la hacían preferible.

Sin entrar en más detalles, resulta de las aclaraciones precedentes que los comicios por tribus eran los más favorables para el gobierno popular, y los comicios por centurias, para la aristocracia, Respecto a los comicios por curias, en que sólo el populacho de Roma formaba la mayoría, como no servían sino para favorecer la tiranía y los malos propósitos, cayeron en el descrédito, absteniéndose los mismos sediciosos de utilizar un medio que ponía demasiado al descubierto sus proyectos. Es cierto que toda la majestad del pueblo romano no se encontraba más que en los comicios por centurias, únicos completos: en tanto que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas, y en los comicios por tribus, el Senado y los patricios.

En cuanto a la manera de recoger los sufragios, era entre los primeros romanos tan sencilla como sus costumbres, aunque no tanto como en Esparta. Cada uno daba su sufragio en voz alta, y un escribano los iba escribiendo; la mayoría de votos en cada tribu determinaba el sufragio de la tribu; la mayoría de votos en todas las tribus determinaba el sufragio del pueblo, y lo mismo de las curias y centurias. Este uso era bueno, en tanto reinaba la honradez en los ciudadanos y cada uno sentía vergüenza de dar públicamente su sufragio sobre una opinión injusta o asunto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y se compraron los votos, fue conveniente que se diesen éstos en secreto para contener a los compradores mediante la desconfianza y proporcionar a los pillos el medio de no ser traidores.

Sé que Cicerón censura este cambio y atribuye a él, en parte, la ruina de la república. Pero aun cuando siento el peso de la autoridad de Cicerón, en este asunto no puedo ser de su opinión; yo creo, por el contrario, que por no haber hecho bastantes cambios semejantes se aceleró la pérdida del Estado. Del mismo modo que el régimen de las personas sanas no es propio para los enfermos, no se puede querer gobernar a un pueblo corrompido por las mismas leyes que son convenientes a un buen pueblo. Nada prueba mejor esta máxima que la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro existe aún, únicamente porque sus leyes no convienen sino a hombres malos.

Se distribuyó, pues, a los ciudadanos unas tabletas, mediante las cuales cada uno podía votar sin que se supiese cuál era su opinión; se establecieron también nuevas formalidades para recoger las tabletas, el recuento de los votos, la comparación de los números, etc.; lo cual no impidió que la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones fuese con frecuencia sospechosa
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. Se hicieron, en fin, para impedir las intrigas y el tráfico de los sufragios, edictos, cuya inutilidad demostró la multitud.

Hacia los últimos tiempos se estaba con frecuencia obligado a recurrir a expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes, ya suponiendo prodigios que, si bien podían imponer al pueblo, no imponían a aquellos que lo gobernaban; otras veces se convocaba bruscamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo de hacer sus intrigas, o bien se veía al pueblo ganado y dispuesto a tomar un mal partido. Pero, al fin, la ambición lo eludió todo, y lo que parece increíble es que, en medio de tanto abuso, este pueblo inmenso, a favor de sus antiguas reglas, no dejase de elegir magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, de despachar los asuntos particulares y públicos, casi con tanta facilidad como lo hubiese podido hacer el mismo Senado.

Capítulo V
Del tribunado

Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas del Estado, o causas indestructibles alteran sin cesar dichas relaciones, entonces se instituye una magistratura particular que no forma cuerpo con las demás, que vuelve a colocar cada término en su verdadera relación y que constituye un enlace o término medio, bien entre el príncipe y el pueblo, ya entre el príncipe y el soberano, bien a la vez entre ambas partes, si es necesario.

Este cuerpo, que llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo. Sirve, a veces, para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras, para sostener al gobierno contra el pueblo, como hace ahora en Venecia el Consejo de los Diez, y en otras ocasiones, para mantener el equilibrio de ambas partes, como los éforos en Esparta.

El tribunado no es una parte constitutiva de la ciudad, y no debe tener parte alguna del poder legislativo ni del ejecutivo; pero, por esto mismo, es mayor la suya, porque no pudiendo hacer nada, puede impedirlo todo. Es más sagrado y más reverenciado, como defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta y que el soberano que las da. Esto se vio claramente en Roma cuando los soberbios patricios, que despreciaron siempre al pueblo entero, fueron obligados a doblegarse ante un simple funcionario del pueblo que no tenía ni auspicios ni jurisdicción.

El tribunado, sabiamente moderado, es el más firme apoyo de una buena constitución; pero, a poco que sea el exceso de fuerza que posea, lo trastorna todo: la debilidad no está en su naturaleza, y con tal que sea algo, nunca es menos de lo que es preciso que sea.

Degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del cual no es sino el moderador, y cuando quiere dispensar de las leyes, a las que sólo debe proteger. El enorme poder de los éforos, que no constituyó peligro alguno en tanto que Esparta conservó sus costumbres, aceleró la corrupción comenzada. La sangre de Agis, ahorcado por estos tiranos, fue vengada por su sucesor: el crimen y el castigo de los éforos apresuraron igualmente la pérdida de la república, y después de Cleómenes, Esparta ya no fue nada. Roma perdió también por seguir el mismo camino; y el poder excesivo de los tribunos, usurpado por grados, sirvió, por fin, con la ayuda de leyes hechas para proteger la libertad, como salvaguardia a los emperadores que la destruyeron. En cuanto al Consejo de los Diez, de Venecia, es un tribunal de sangre, igualmente horrible para los patricios como para el pueblo, que lejos de proteger altamente las leyes, no sirve ya, después de su envilecimiento, sino para recibir en las tinieblas los golpes que no osa detener.

El tribunado se debilita, como el gobierno, por la multiplicación de sus miembros. Cuando los tribunales del pueblo romano, en sus comienzos, en número de dos, después de cinco, quisieron doblar este número, el Senado los dejó hacer seguro de contener a los unos por los otros; lo que, al fin, aconteció.

El mejor medio de prevenir las usurpaciones de tan temible cuerpo, medio del cual ningún gobierno se ha dado cuenta hasta ahora, sería no hacer este cuerpo permanente, sino reglamentar los intervalos durante los cuales permanecería suprimido. Estos intervalos, que no deberían ser tan grandes que dejasen tiempo de que se consolidasen los abusos, pueden ser fijados por la ley, de manera que resulte fácil reducirlos, en caso de necesidad, a comisiones extraordinarias.

Este medio me parece que no ofrece inconveniente alguno, porque como no forma parte el tribunado, según he dicho, de la constitución, puede ser quitado, sin que sufra ésta por ello; y me parece eficaz, porque un magistrado nuevamente restablecido no parte del poder que tenía su predecesor, sino del que la ley le da.

Capítulo VI
De la dictadura

La inflexibilidad de las leyes, que les impide plegarse a los acontecimientos, puede en ciertos casos, hacerlas perniciosas y causar la pérdida del Estado en sus crisis. El orden y la lentitud de las formas exigen un espacio de tiempo que las circunstancias niegan algunas veces. Pueden presentarse mil casos que no ha previsto el legislador, y es una previsión muy necesaria comprender que no se puede prever todo.

No es preciso, pues, querer afirmar las instituciones políticas hasta negar el poder de suspender su efecto. Esparta mismo ha dejado dormir sus leyes.

Mas exclusivamente los mayores peligros pueden hacer vacilar y alterar el orden público, y no se debe jamás detener el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salvación de la patria. En estos casos raros y manifiestos se provee a la seguridad pública por un acto particular que confía la carga al más digno. Esta comisión puede darse de dos maneras, según la índole del peligro.

Si para remediarlo basta con aumentar la actividad del gobierno, se le concentra en uno o dos de sus miembros; así no es la autoridad de las leyes lo que se altera, sino solamente la forma de su administración; porque si el peligro es tal que el aparato de las leyes es un obstáculo para garantizarlo, entonces se nombra un jefe supremo, que haga callar todas las leyes y suspenda un momento la autoridad soberana. En semejante caso, la voluntad general no es dudosa, y es evidente que la primera intención del pueblo consiste en que el Estado no perezca. De este modo la suspensión de la autoridad legislativa no la abole; el magistrado que la hace callar no puede hacerla hablar: la domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, excepto leyes.

El primer medio se empleaba por el Senado romano cuando encargaba a los cónsules, por una fórmula consagrada, de proveer a la salvación de la república. El segundo tenía lugar cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador
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, uso del cual Alba había dado el ejemplo a Roma.

En los comienzos de la república se recurrió con mucha frecuencia a la dictadura, porque el Estado no tenía aún base bastante fija como para poder sostenerse por la sola fuerza de su constitución.

La costumbre, al hacer superfluas muchas precauciones que hubiesen sido necesarias en otro tiempo, no temía ni que un dictador abusase de su autoridad ni que intentase conservarla pasado el plazo. Parecía, por el contrario, que un poder tan grande era una carga para aquel que la ostentaba, a juzgar por la prisa con que trataba de deshacerse de ella, como si fuese un puesto demasiado penoso y demasiado peligroso el ocupar el de las leyes.

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