El corazón de Tramórea (32 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¿En serio?

El sacerdote se encogió de hombros.

—Son los mismos ignorantes que creen que al septentrión hay tierras de labranza que dan cuatro cosechas al año, primaveras perpetuas, mujeres con tres pechos y rarezas así. ¡Gente que en su vida se ha alejado a más de diez kilómetros de Zirna!

Algo adormecido por la voz del anciano, Derguín contemplaba las brasas. Las zonas más calientes dibujaban trazos rojos, y por un momento le pareció que éstos se unían para formar un rostro barbudo.

¿Qué me hiciste, herrero? ¿Qué estás haciendo ahora conmigo?
Por las palabras de su madre, estaba convencido de que, cuando no era más que el germen de un homúnculo, Tarimán había manipulado algo en su carne, en su sangre. ¿Sería algún don aletargado en su interior, esperando el momento de salir a la luz? ¿O una maldición, o ambas cosas a la vez?

La cara desapareció. Derguín suspiró. Desde niño había observado que las nubes, las olas, las llamas de la hoguera, incluso los diseños del sol en la pared al atravesar una gruesa cortina podían formar dibujos caóticos que la imaginación convertía en figuras humanas o animales. Sólo había sido una ilusión de sus ojos y su mente.

He perdido el tiempo
, se dijo.
Aquí no encontraré respuestas
.

Mas, para su sorpresa, cuando se levantó del suelo y se disponía a irse, el anciano le dijo:

—¡Ah, sabía que se me olvidaba algo!

—¿Y qué puede ser, maese Maltar? —preguntó Derguín, pensando que se trataría de algún chismorreo o fruslería.

El anciano entró al fondo de la cella. Allí, en un rincón sumido en penumbras, había baúles, vasijas y estantes donde se almacenaban las ofrendas de los fieles. Abrió un pequeño cofre y sacó algo de él.

—Lo trajo un pájaro mensajero ayer. Está dirigido a ti.

Era un pergamino, doblado varias veces y sellado con cera. Por fuera se leía:
Para el Zemalnit
.

Derguín despegó el lacre. Con demasiada facilidad: al parecer, Maltar había abierto la carta y luego la había vuelto a cerrar. Pero cuando desdobló el pergamino, Derguín pensó que el anciano no debía haber entendido gran cosa. El mensaje estaba escrito en los misteriosos caracteres de los Arcanos.

Hace tiempo aprendiste que no hay dos sin tres. La suma de ambas cifras da algo que tú posees en parte y los dioses del todo, algo que te puede destruir si lo ignoras y salvarte si lo averiguas.

T.

—¿Algo importante,
tah
Derguín? —preguntó el anciano, mirando por encima de su hombro.

—Lo ignoro, maese Maltar. Lo ignoro.

¡Condenado Tarimán y sus enigmas!
No hay dos sin tres
. ¿Se refería a los supervivientes de la Jauka de la Buena Suerte? Sólo quedaban Kratos, él y, quizá, Togul Barok.

No, no podía ser eso.
La suma de ambas cifras
. Dos y tres daban cinco. Cinco. Cinco...

Al menos, mientras bajaba la escalera de caracol y le daba vueltas al enigma, dejó de obsesionarse con otras preocupaciones.

—Por favor, no juegues más conmigo
.


El juego es todo lo que me queda. No alcanzas a hacerte idea de lo larga que es la eternidad. Sólo la incertidumbre y la emoción de apostar pueden aderezarla
.


¿Aunque la apuesta sea el destino de un mundo?

—Mucho
más si es el destino de un mundo. Y tú eres uno de los alfiles,
tah
Derguín. Una pieza importante
.

Mientras dejaban atrás el valle de Zirna, Derguín no dejaba de pensar en las manipulaciones de Tarimán. Por ejemplo, el dios le había dicho que al llegar a Zirna no saludara a su familia y que ni tan siquiera se detuviese a sacudirse el polvo de las suelas. Sin duda, sabía que al ordenarle eso tan sólo conseguiría que Derguín hiciera lo contrario. Por eso Tarimán había avisado a su madre, por eso le había enviado una carta al templo.

Cada vez era más consciente de que su libre albedrío era una fantasía, una entelequia. Él no pasaba de ser una pieza en una inmensa partida de ajedrez. Sospechaba quiénes eran los dos jugadores, y los nombres de ambos empezaban por T. ¿Un alfil había dicho Tarimán? Derguín era un peón, como mucho.

Y a los peones se los sacrifica.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó El Mazo.

Los dos viajeros y un nuevo postillón se habían internado en una larguísima garganta, rodeada por montes afilados y terrosos en los que apenas crecían algunos brezos. Las laderas se veían surcadas de profundas torrenteras que se bifurcaban como las ramas de un árbol.

—Es el desfiladero de Agros. Aquí se libró una gran batalla.

El Mazo giró el cuello en derredor.

—Pues no veo cadáveres, ni trofeos, ni túmulos.

Derguín soltó una carcajada.

—Raro sería que quedara algo. Fue hace casi seiscientos años. De todos modos, por allí —dijo, señalando un angosto sendero que subía por la ladera izquierda— hay un monumento funerario. Nada especial.

—¿Quién combatió en esa batalla? —preguntó el postillón, un chico que no tendría más de quince años y que parecía aficionado a entrometerse en conversaciones ajenas.

—Fueron Ainari y Ritiones aliados contra los Aifolu. Algo poco habitual —respondió Derguín.

—¿El Martal estuvo aquí? —preguntó El Mazo.

—No, por aquel entonces no existía el Martal. Los Aifolu eran como cualquier otro pueblo, ávidos de conquista y botín, pero no obsesionados con exterminar a los demás. Bajo el mando de su rey Bmorg-na-Mianram llegaron a conquistar prácticamente todo Ritión, salvo las islas, y se disponían a invadir también Áinar. Pero aquí les plantaron cara veinticinco mil Ainari y quince mil Ritiones exiliados de sus propias tierras.

—¿Había guerreros de nuestra ciudad? —preguntó el mozo de posta, que era natural de Zirna.

—Sí, novecientos soldados. Los Aifolu eran setenta mil, casi el doble. Pero ya podéis ver cómo es este lugar. En un espacio tan estrecho, la superioridad numérica no vale de mucho. Entre los Ainari y los Ritiones encerraron a Bmorg y sus hombres entre dos frentes, y luego los masacraron. Según los eruditos, fue la mayor matanza de la historia de Tramórea.

—Cuentan que en la batalla de la Roca de Sangre murió más gente —comentó el postillón.

—¿Eso dicen?

—Sí. Y que tú estuviste ahí,
tah
Derguín, y cargaste solo contra los enemigos con tu Espada de Fuego. —Con los ojos muy abiertos, el joven señaló al cinturón de Derguín—. ¿Puedo verla?

—Ahora no tengo tiempo —dijo Derguín.

Taloneó a su caballo para avivar la marcha, lamentándose de que, para un rato que se olvidaba de que había perdido a
Zemal
, alguien tuviera que recordárselo.

Tras cruzar el desfiladero, siguieron cabalgando por la Ruta de la Seda. Paraban apenas en cada posta para refrescarse la cara, comer un poco y seguir camino.

—Tengo ya el culo pelado —se quejaba El Mazo.

—Tú siempre tan fino.

—Pues de otros sitios ni te cuento. Hace días que no siento nada entre las piernas. Si me caparan como a un eunuco, ni me daría cuenta.

El día 20 llegaron a los límites del desierto de Guinos. Allí se despidieron del último postillón, un tipo de unos cuarenta años con cara de comadreja.

—Ya no vamos a seguir por la Ruta —anunció Derguín—. Vuelve a tu posta. Cuando podamos, regresaremos con los caballos.

—¡Eso no se puede hacer! Si estáis tan locos de adentraros en el desierto, devolvedme las monturas.

Derguín miró al Mazo, como diciéndole:
Por favor, esta vez discute tú
. Su amigo pescó la sugerencia y dijo:

—Escúchame bien. Puedes volver a la posta y contar que te hemos amenazado con romperte todos los huesos, o no volver, echarte al monte y asaltar viajeros. Nos da igual. —El Mazo señaló a la comarca baldía que se extendía al sur de la calzada—. ¿Crees que nos meteríamos ahí si no fuera por una razón importante?

—Vuestras razones me dan igual. ¡Esos caballos valen un dinero!

Derguín echó mano a la bolsa, pero El Mazo le agarró la muñeca con sus dedazos.

—No tan rápido. ¿Recuerdas que pagamos una fianza por los caballos en Lantria? Pues que la reclamen en la última estafeta. —Dirigiéndose al postillón, añadió—: ¿O es que las fianzas no se pagan para eso?

—¡No! Obligamos a los clientes a abonarlas por si se producen accidentes o imprevistos.

—Pues como no te largues ahora mismo, a ti te va a ocurrir un accidente de lo más previsible. ¡Márchate con viento fresco!

—¡Esto es un ultraje!

—Voy a contar hasta diez. Cuando acabe, te apearé del caballo de un puñetazo, te quitaré las botas, te ataré las manos a la espalda con tus propios cordones y te daré tal patada en el culo que vas a aparecer de cabeza en los pesebres de tu puñetera posta.

—No te atreverás...

—Uno. Dos. Tres.

El postillón pareció sopesar la situación, comparando los músculos del Mazo y su espada con sus propios miembros más bien escuálidos y con el cuchillo que llevaba al cinto. La cuenta aún no había llegado al siete cuando tiró de las riendas para volver grupas a su caballo y, tras dirigirles una última mirada de reprobación, se marchó por donde había venido.

—¡Esto no quedará así! —gritó desde una distancia prudencial.

—Me habría quedado más a gusto pagando por los caballos —dijo Derguín.

—Ya. A partir de ahora, tú encárgate de salvar al mundo y deja que yo me encargue de salvarte a ti la bolsa. ¿Vamos?

El Mazo hizo ademán de talonear a su montura, pero se dio cuenta de que Derguín seguía parado y lo miraba con una sonrisa y los ojos empañados.

—¿Por qué pones esa cara de bobo? ¿No teníamos tanta prisa? ¡Venga!

—Creo que no te he dado las gracias.

—Ni ahora ni nunca, me parece a mí. Pero ¿por qué?

Derguín meneó la cabeza, espantando algún pensamiento, y sacudió las riendas del caballo.

—¡Adelante! ¡A la aventura!

El Mazo hizo lo propio, y ambas monturas emprendieron el trote por aquella planicie desolada que se extendía hacia el sur hasta perderse en un horizonte borroso y polvoriento.

PUERTO DE TELURIA,
EN PABSHA

E
l pequeño ejército aliado de Invictos y Atagairas entró en la ciudad adelantándose a las sombras de las montañas, que no tardarían en seguirlos. Teluria era un puerto comercial y pesquero de unos quince mil habitantes. En realidad, tenía dos puertos. El del norte era el más pequeño, construido en el estuario del río Telor, que daba nombre a la ciudad. En él atracaban gabarras que traían cereales, carne y madera talada para luego subir cargadas de pescado. Tras dejarlo atrás, se atravesaba una lengua de tierra que no debía pasar de quince metros en su punto más ancho.

—Si se molestaran en levantar una muralla aquí, la ciudad sería prácticamente inexpugnable —comentó Gavilán.

—Mucho me temo que sus amas albinas no se lo permitirían —repuso Kybes, aprovechando que Baoyim se encontraba en ese momento en otro punto de la columna de marcha.

—Por eso precisamente deberían hacerlo. ¡No es propio de hombres con los testículos bien puestos dejarse gobernar por esas viragos!

—Sin embargo, no parece que les vaya tan mal siendo vasallos —dijo Kratos, observando a su alrededor.

Pasado el istmo, entraron en el núcleo urbano, camino del puerto principal. Lo cierto era que se apreciaba cierta prosperidad en Teluria, aunque sin grandes alardes. Desde luego, comparada con la última ciudad en la que habían entrado hombres de la Horda, Malib, era poco más que una aldea. Pero Malib debía de ser la tercera urbe más poblada de Tramórea, superada tan sólo por Koras y, según decían, la lejana Âttim de Pashkri, y estaba sembrada de parques, pirámides y minaretes dorados.

En Teluria se veían pocos edificios destinados a la ostentación: ni templos, ni palacios. Los más lujosos eran la sede del consejo y la lonja de pescado. Tampoco había jardines: los pocos árboles que crecían en las calles estaban allí porque se las habían apañado para arraigar por su cuenta. La mayoría de las casas eran de piedra o ladrillo sin revocar, de aspecto sólido pero austero. Kratos sospechó que por dentro debían de ser más cómodas de lo que sus fachadas sugerían, y que los habitantes de Teluria intentaban disimular su opulencia para no despertar más la codicia de sus amas las Atagairas.

Después de un día de dudas entre sol y nubes, calor y viento fresco, la tarde se había serenado. Los habitantes de la ciudad se resistían a entrar a sus casas y aprovechaban las últimas horas de luz para pasear o comprar comida en puestos ambulantes. Otros se sentaban sin hacer nada y, con los ojos entrecerrados, se dejaban caldear por los tibios rayos de un sol ya domesticado por la hora. Todos ellos, aunque Kratos había enviado un cayán a la ciudad para avisarles de su llegada, se levantaban al paso de aquel pequeño ejército y miraban con una mezcla de curiosidad y recelo.

—Qué humedad —gruñó Gavilán, moviendo los dedos como un citaredo antes de un concierto. Luego añadió que el clima seco de Malabashi le venía genial para el reúma, mientras que ahora los dedos de las manos se le iban a poner tan gordos como otro apéndice que, por supuesto, no se privó de citar por su nombre más vulgar.

—Al menos, te vendrá bien para las quemaduras —dijo Kybes, que pese a la desconfianza inicial por sus ojos de Aifolu, había hecho buenas migas con la mayoría de los Invictos durante el viaje.

—Poco entiendes de medicina, rapaz —contestó Gavilán—. La humedad no es buena para nada si no viene en forma de vino o de cerveza. Sólo sirve para que se pudran las heridas y las quemaduras.

Kratos respiró hondo. Había comprobado hacía tiempo que los olores poseían un poder evocador mucho más profundo que las visiones y los sonidos. Los recuerdos recuperados al ver una imagen o escuchar una voz eran más concretos, más nítidos, y él los asociaba con la cabeza. En cambio, los que se despertaban al percibir un aroma, por tenue que fuese, salían de algún lugar entre el corazón, el estómago y las tripas, allí donde se guardaban las memorias más antiguas. Y al salir, como si fueran redes de trasmallo, arrastraban un sinfín de recuerdos más.

Ahora, al llenarse la nariz de olor a sal y a pescado, a redes mojadas y madera embreada, le asaltaron en tropel imágenes de Tíshipan, su ciudad natal. Vio a su padre Drofón, con la cara sumergida en un charco lodoso y la espalda acribillada a puñaladas. Contempló a Irdile, tan joven y hermosa, y por un segundo le pareció que su perfume a nardos se colaba entre los olores del puerto. Se vio a sí mismo discutiendo con ella, marchándose a la taberna por no oírla mientras Darkos lloraba en la cuna porque le dolía la tripa, y lloraba y lloraba, a todas horas del día, de la noche...

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