El corazón de Tramórea (34 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Tengo las manos atadas a la espalda. Si he de sellar un trato con un apretón o firmando un documento...

Kratos hizo un gesto con la barbilla, y el mismo soldado que había desatado la mordaza cortó las ligaduras de Urusamsha con un cuchillo.

—Estarás vigilado en todo momento —dijo Kratos—. Y te recuerdo que el castigo no será volver a la situación anterior.

—Como jefe de la Horda, deberías saber que cuando se repiten las órdenes o las amenazas pierden mucho efecto.

Kratos se permitió mirar a los ojos al Bazu y esbozar una sonrisa. Sabía por experiencia que cuando sonreía de aquel modo y entornaba sus párpados Ainari, ya de por sí rasgados, daba la impresión de peligro latente de un tigre sesteando.

—Agradezco tu consejo, Urusamsha. Seguro que contigo como asesor mi jefatura mejorará mucho. Ahora, acompáñame.

Como ocurría siempre con Urusamsha, a Kratos le fue difícil saber si estaba recurriendo a sus dotes naturales de mercadeo o utilizando su poder de influir en las mentes ajenas. Lo cierto fue que consiguió que los armadores y el concejo admitieran como pago los seiscientos caballos que la Horda iba a dejar en Teluria. Considerando que aquellos animales venían medio reventados por el viaje y que en los próximos días habría que sacrificar a bastantes de ellos, casi dos imbriales por cabeza era un precio más que ventajoso. Máxime cuando en Teluria no hacían falta, y a sus habitantes no les iba a resultar fácil vendérselos a las Atagairas, que apreciaban mucho más los grandes corceles de batalla.

—¿Satisfecho de mi negociación,
tah
Kratos? —preguntó el Bazu con una sonrisa que, por una vez, parecía sincera. Saltaba a la vista que había disfrutado regateando... y ganando.

—Muy satisfecho. Ahora, si me disculpas, tengo que llevar a cabo otras negociaciones.

—¿Necesitas mi ayuda?

Por un momento, Kratos se sintió tentado de contestar que sí. ¿Sería capaz Urusamsha de manipular las voluntades de los Kalagorinôr? Mucho se temía que eso se hallaba fuera de su alcance, y que en caso de conseguirlo lo haría buscando sus propios intereses. De modo que dejó al Bazu bajo la custodia de sus hombres, con la orden de no trabar conversación con él, ni siquiera el palique más intrascendente.

Se había hecho de noche. A esas alturas del mes, Kratos ya no sabía si tendría que lucir una luna, dos o las tres. Ya se estaba acostumbrando a aquella oscuridad en la que sólo brillaban las estrellas y algunos fragmentos del Cinturón de Zenort —según Ahri, aquellos que por su posición quedaban fuera de la sombra de Tramórea y reflejaban la luz del sol—. El puerto se veía iluminado por antorchas y los barcos por luznagos verdes, los más abundantes y, por tanto, más baratos.

Volvió a subir a la
Lucerna
, mientras los casi mil miembros de la expedición aguardaban pacientes en el muelle a recibir instrucciones.

Linar y el Gran Barantán aún seguían donde los había dejado, al pie del mástil. La estiba parecía haber terminado, y la mayoría de los marineros que permanecían en cubierta se encontraban cenando, jugando a los dados o simplemente dormitando.

La discusión entre los dos magos continuaba. Linar estaba algo encorvado, con ambas manos apoyadas en la cabeza de serpiente de su bastón, mientras que Barantán no dejaba de agitar el suyo, una rama oscura rematada por un grueso nudo. Cuando Kratos lo conoció en Malabashi, dicho nudo tenía un agujero rodeado por un anillo de metal. Ahora todo el puño estaba tapado con un pañuelo negro.

Los Kalagorinôr hablaban entre sí en un idioma que Kratos no entendía, aunque sospechaba que se trataba de Arcano.

—Maese Linar y maese... ¿Cómo prefieres que te llame, Kalitres o Gran Barantán?

—Elige tú el que prefieras,
tah
Kratos —respondió el hombrecillo—. Cada uno posee su encanto. El primero evoca tiempos de esplendor pasados. El segundo recuerda que no sólo soy mago, sino también médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante.

—En ese caso —dijo Linar— te sugiero que uses el de Kalitres. Así al menos nos privaremos de escuchar a todas horas esa frívola retahíla.

—Sea Kalitres, pues. Os comunico a los dos que he solucionado ya esas cuestiones prácticas que a vosotros no parecían preocuparos.

—Nos congratulamos de ello,
tah
Kratos —dijo Kalitres.

—De modo que podemos reanudar nuestra conversación anterior.

—Ah. ¿Teníamos una conversación?

—Quiero saber adónde nos dirigimos.

—De eso estábamos discutiendo, precisamente.

Linar dijo algo en Arcano, a lo que Kalitres contestó con una larga perorata en el mismo idioma. Kratos los interrumpió.

—Señores magos, dejaos ya de urdir vuestras tramas en lenguajes que no conozco. No vais a jugar conmigo más. Ya cumplí de sobra con mi juramento de fidelidad a los Kalagorinôr.

—Ahora no se trata de ser fiel a nosotros, sino a tus congéneres los humanos —repuso Linar.

De nuevo había dicho «tus». El mago cada vez se distanciaba más de los mortales, algo que preocupaba a Kratos.

—Me da igual a quién deba ser fiel. En ningún caso lo seré a ciegas. Si he de llevar a mis hombres a la batalla, debo saber dónde se librará. Necesito toda la información que me podáis dar para que el combate se celebre en las condiciones que yo elija.

—Nadie puede escoger las condiciones en esta guerra, tah Kratos —respondió Kalitres—. Iremos brindándote la información que pides, pero tenemos que hacerlo como los galenos que suministran un medicamento con cuentagotas para evitar que una dosis demasiado abundante mate al enfermo.

—¿Creéis que la verdad puede matarme?

—O enloquecerte —dijo Linar.

—En poco me tenéis, señores magos. Nada de lo que oiga o vea podrá sorprenderme más que los prodigios que he presenciado en los últimos tiempos. Estoy curado de espanto.

—¿Estás seguro de ello,
señor
guerrero? —preguntó Kalitres—. Cotejándolos con lo que aún verás, esos prodigios son como uno de mis meñiques comparados con el resto de mi cuerpo.

Que no es que sea demasiado grande
, pensó Kratos con malicia.

—Estaré preparado para todo.

—Cuando veas el firmamento y la nada reflejarse en la ciudad de Tártara, cuando por primera vez contemples el cielo de Agarta, cuando camines por el puente de Kaluza y arriba se convierta en abajo y abajo en arriba... Entonces ya veremos si estás preparado,
tah
Kratos.

—¿De qué sitios me estáis hablando? ¿Tártara, Agarta? ¿Ka...?

—Kaluza —completó Linar—. No te tomes demasiado en serio la pomposidad de Kalitres.

—¿Pomposo me llamas tú, que eres tan rígido como una vara reseca?

—En realidad, Kalitres no te puede hablar con claridad de esos sitios porque no los conoce tanto como quiere dar a entender.

—No sigas por...

—Déjame ahora —replicó Linar, y añadió dirigiéndose a Kratos—: Ya te dije en Atagaira que estoy recuperando recuerdos sepultados en lo más profundo de mi syfrõn. No diré más, tan sólo que yo mismo temo desenterrarlos demasiado rápido.

—Estás hablando más de la cuenta, Linar —dijo Kalitres.

—No se puede mantener la venda en los ojos siempre.

Kratos no podía creer lo que oía. Pero ¿qué recuerdos podían asustar a alguien como Linar? «Camináis por un sendero rodeado de sombras», había dicho en una ocasión. ¿Realmente Kratos quería alumbrarlas, estaba dispuesto a contemplar los horrores que acechaban al borde del camino?

Si he llegado hasta aquí, la respuesta es sí
, se dijo.

—Está bien, está bien —concedió Kalitres—. Linar y yo discutíamos por saber quién de los dos acompañará a la flota y quién irá allí.

Kratos siguió la dirección que indicaba el mago con la punta de su bastón. A lo lejos, entre el bosque de jarcias, se divisaba la línea de luz de Etemenanki.

—¿No nos acompañaréis los dos?

—Nuestro plan es dividir fuerzas. ¿No decía Bolyenos «Divide y vencerás»?

—Creo que eso se aplica a las fuerzas del enemigo, no a las propias.

—Tendré que redactar una nueva versión mejorada del
Táctico
—aseguró Kalitres con toda seriedad—. Sea como fuere, uno de nosotros dos ha de viajar a Etemenanki —añadió, frotando el pomo de su bastón mientras lo miraba pensativo.

—¿Es prudente que sigas conservando el ojo? —le preguntó Linar.


Él
podía verlo todo cuando tenía los tres. Precisamente gracias a que los perdió no puede saber lo que hacemos.

—Cometerás un error si lo subestimas. Puede ser un loco, pero no un necio. Estoy seguro de que, ahora que está despierto, tiene medios de localizar los ojos que fueron suyos. Por eso me desprendí del mío.

¿De qué demonios estaban hablando? Kratos miró a Linar fijamente, tratando de adivinar si debajo del parche había una órbita vacía o alguna otra cosa.

Recordó la historia de Zenort, el primer Zemalnit. En los tiempos de la oscuridad, el héroe se había enfrentado al dios loco Tubilok y con la Espada de Fuego le había arrancado los ojos. Sin duda los dos Kalagorinôr se referían a ellos. ¿Había llevado Linar todo ese tiempo uno de aquellos ojos bajo el parche de cuero?

—¿Que te desprendiste de él? —preguntó Kalitres.

—En realidad, lo destruí.

—¡Un objeto como ése no se destruye tan fácilmente!

—Sí, si lo hace la lanza.

Los
ojos,
la
lanza,
él
... Cada artículo y cada pronombre parecían preñados de significados ominosos, insinuaciones que para los dos magos debían de quedar muy claras, pero que a Kratos empezaban a sacarlo de quicio.

—¡La lanza! ¿Acaso la otra mitad ha salido a la luz? —preguntó Kalitres.

Linar asintió con un solo movimiento de barbilla.

—¿Quién la tiene?

—El emperador de Áinar —respondió Linar.

—¿Togul Barok? ¿Y has consentido que alguien como él tenga en su poder un arma tan peligrosa?

—Togul Barok también ha de desempeñar un papel en el desenlace de esta contienda.

—¡Bonitas y pomposas palabras para decir que no tienes ni puñetera idea de cuál va a ser ese papel! —estalló Kalitres—. Por lo que sabemos, podría aliarse perfectamente con los dioses y ofrecerle la media lanza al loco.

A Kratos empezaba a dolerle la cabeza. Se sentía agotado y la discusión lo estaba mareando. Además, sospechaba que había en toda ella algo de representación teatral, que los dos magos repetían argumentos que ya habían debatido, y mientras tanto, a un nivel que no podía captar, intercambiaban información que jamás compartirían con él.

—¿Podríais decirme por qué uno de los dos tiene que subir a Etemenanki?

—Por lo que contó tu amigo el Zemalnit —respondió Kalitres—, en Etemenanki hay un personaje llamado Barbán que era sirviente del Rey Gris. Aunque éste haya muerto, Barbán debe saber cómo manejar los ingenios mágicos que guarda la vastísima torre. No podemos desaprovechar la ayuda de la ciencia humana.

—Sobre todo si es ciencia de una época en que los humanos poseían conocimientos no soñados en esta era de ignorancia y oscuridad —añadió Linar.

Aquel comentario no le hizo demasiada gracia a Kratos, pero prefirió obviarlo.

—Está bien, así que uno de vosotros nos acompañará. Pero ¿dónde vamos? ¿Tendré que traer a un sacamuelas para que me lo digáis?

Por alguna razón, aquel comentario tan simple hizo soltar la carcajada a Kalitres e incluso Linar levantó las comisuras de la boca.

—No será necesario,
tah
Kratos —dijo Kalitres—. Éstas son las instrucciones que te prometí: debes zarpar con tu flota esta misma noche.

—¿De noche? ¿Sin tan siquiera la luz de las lunas?

—El práctico del puerto asegura que no correréis peligro. Pasada la bocana, el fondo baja de golpe. No hay escollos ni rompientes, ni ningún otro peligro. Las naves llevarán fanales encendidos a proa y a popa para no descarriarse unas de otras.

—Pero ¿cómo nos orientaremos en la oscuridad?

—Deja eso en nuestras manos y en las de los pilotos. Cuando levéis anclas, viajaréis al este, cruzando todo el mar de Kéraunos hasta el estrecho de Zenorta.

Kratos silbó entre dientes. ¡Todo el mar de Kéraunos! Si no recordaba mal las proporciones del mapa de Tramórea, eso equivalía a la distancia que los separaba de Áinar.

—¿Y una vez en Zenorta?

—Os dirigiréis al norte —contestó Kalitres—, hacia la ciudad prohibida de Tártara. El camino que tendréis que seguir a partir de ese momento os será revelado allí.

—¿Allí? Cuando estudiaba en Uhdanfiún, hacíamos concursos en los que había que caminar de un punto a otro buscando pistas que nos condujeran hasta un premio. Pero ya no soy un cadete. Quiero saber adónde me dirijo.

Los dos magos intercambiaron una mirada.

—¿Te parece poco tener que cruzar más de dos mil kilómetros de mar en unos días? —preguntó Linar—. Es mejor hacer cada etapa sin pensar en la siguiente. Cuando uno se encuentra ante una tarea casi irrealizable, la única manera de no rendirse al desánimo es dividirla en otras tareas más pequeñas.

—Además —dijo Kalitres—, hay otra cuestión. Me mortifica confesar mi ignorancia, aunque sea parcial, mas lo cierto es que ni nosotros mismos conocemos todos los pormenores.

Kratos creyó a Kalitres. Era consciente de que tal vez estuviese bajo el influjo de una magia persuasiva más poderosa que la de Urusamsha, pero le creyó. Y eso le hizo pensar algo más.

Del mismo modo que los Kalagorinôr le iban dando instrucciones poco a poco,
alguien se las estaba dando a ellos
.

Cuando meditó sobre la identidad de ese alguien, le vino a la cabeza una idea tan peregrina que la desechó al instante. ¿Mikha, un jovenzuelo de la edad de Derguín, dirigiendo a dos tipos de colmillo tan retorcido como Linar y Kalitres, dos magos cuya edad debía de medirse en siglos más que en décadas?

Absurdo, sí. Pero la idea se quedó allí, germinando en su mente.

—Ahora, hemos de dirimir la última cuestión —dijo Linar.

—¡Quién viajará a Etemenanki y subirá hasta las alturas del cielo y quién navegará con la flota hacia los confines del mundo conocido! —declamó Kalitres como si anunciara las lociones contra la impotencia del Gran Barantán.

Después se llevó la mano a la boca, hizo un gesto de prestidigitación con los dedos y, cuando los abrió,
¡Hid-dalá!
, tenía en la palma un pequeño objeto con numerosas caras triangulares.

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