El corazón de Tramórea (71 page)

Read El corazón de Tramórea Online

Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
6.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero había algo que le urgía más.

—¿Dónde está Ariel?

—Con ellas. Con él.

—¿Quién es él? —Se acordó de la visión del barco—. Ya. Es Ulma Tor.

Ella asintió débilmente. Tenía un labio caído a un lado, como si hubiera sufrido una hemiplejía. A Derguín le daba la impresión de que envejecía segundo a segundo y en cualquier momento podía desmoronarse en sus manos como madera carcomida.

—¿Es Ulma Tor quien te ha hecho esto?

Tríane volvió a asentir.

—No es una criatura de este mundo. Nos quita. —Tríane hablaba cada vez de forma más entrecortada, con voz tan débil que ya no era capaz de dar inflexión a sus palabras—. La vida. De pronto todo el tiempo. Ha caído sobre mí. De golpe.

—¿Está Ariel con él?

—Se ha. Acostado. Con todas. También Neerya. —Tríane sonrió con lo que le pareció a Derguín una chispa de malicia.

—¿Con Ariel también?

—Después de mí. Sólo queda ella. Lo intentará.

A Derguín se le llenaron de sangre los ojos y se puso de pie. Su mano buscó por sí sola a la empuñadura de
Brauna
. ¡Iba a matar de una vez a ese bastardo! No sabía si por Neerya, por Ariel o por la propia Tríane. Pero iba a liberar al mundo de esa infección.

No puedes dejarla así
, pensó. Sin embargo, cada minuto que Ariel —¡su hija!— pasaba con ese engendro del demonio era un minuto más de peligro.

—Tríane —le dijo, agarrándole las manos otra vez—. Tengo que ir a rescatar a nuestra hija.

—Cuidado. Ulma Tor. Es poderoso. Más que tú.

—Lo sé. Pero tengo que hacerlo. Te bajaré conmigo y le diré a Aidé que cuide de ti. Es una buena mujer.

—¡No! —exclamó Tríane con su último hilo de voz—. Me quedan. Tres hálitos. Apenas. —Tomó fuerzas unos segundos y añadió—. No quiero. Me vea nadie. Así.

A Derguín se le empañaron los ojos, y en su memoria la vio desnuda, con los negros cabellos sueltos sobre los hombros, tan bella como sólo podía serlo una ninfa de las aguas. De pronto se había olvidado de Tylse y las serpientes, y también de Haushabba, aquella pobre muchacha del pueblo de los pescadores a la que atacó un cocodrilo. Ahora sólo recordaba los besos de Tríane, su piel, sus dedos curándole las heridas.

«¿Cuál es tu edad?», le había preguntado él, pues su canción hablaba de razas antiguas y tiempos remotos.

«Tengo más años de los que parezco y menos de los que te temes. Soy joven, ¿no te basta con eso?»

Obviamente no lo era. El tiempo había decidido cobrarle en un solo plazo la factura de su larga existencia.

Derguín se inclinó sobre ella, cerró los ojos y la besó en los labios. Por un instante, le pareció captar el perfume de enebro, ese olor que le había hecho levantarse y seguirla en plena noche, cuando él también era siglos más joven. Antes de ser Tahedorán, antes de ser Zemalnit, antes de dejar de ser Zemalnit.

Quizá ese aroma fue el último conjuro de Tríane. Cuando se apartó, ella sonreía, pero volvía a oler a años y a enfermedad, y su mirada se había quedado fija. Derguín acercó el oído a su boca.

Ya no respiraba.

Le cerró los párpados y se incorporó.

—Cuidaré de Ariel, Tríane. Ya la amaba antes de saber que era nuestra hija. Te juro que no dejaré que nadie, sea dios o demonio, le haga ningún daño.

Cuando bajó de nuevo a la calzada, los demás le miraban expectantes.

—¿Quién era esa mujer con la que hablabas? —le preguntó El Mazo.

—Alguien del pasado. —
De un pasado muy lejano
, añadió para sí Derguín, y luego levantó la voz—. ¡
Riamar
!

El unicornio se acercó y emitió uno de sus curiosos gorjeos. Derguín le puso las manos en la grupa y subió de un salto.
Brauna
se sacudió dentro de la vaina con un ruido metálico.

Hoy probarás sangre
, le prometió Derguín.

—¿Adónde vas? —insistió El Mazo.

—Tengo que ver a un viejo conocido.

El Mazo agarró a
Riamar
del cuello y las crines, ya que no podía sujetarlo por las riendas.

—¡Espera! No sé de qué estás hablando, pero no vas a ir solo.

—Créeme, tratándose de ese individuo es lo mejor.

Ni siquiera la fuerza del Mazo podía frenar al unicornio blanco, así que se rindió y lo soltó. Los demás se separaron en dos filas para dejarles paso, y jinete y montura partieron a galope tendido hacia la ciudad que se perfilaba contra la oscuridad del abismo.

Pero esa oscuridad no podía compararse con la que llenaba su ánimo, la sombra negra del odio y del miedo. Trató de serenarse. Ninguna de esas dos emociones le ayudaría a luchar contra aquel enemigo que había demostrado hasta tres veces que era más poderoso que él.

—¡Cambiaremos el refrán,
Riamar
, y diremos que a la cuarta viene la victoria! ¡Ulma Tor ignora que conocemos un truco nuevo!

Riamar
levantó la cabeza sin dejar de galopar y emitió un trompeteo de desafío que resonó en la llanura. El unicornio blanco no conocía las tinieblas del miedo.

RUINAS DE DHAMARA

C
uando le robó la Espada de Fuego a su padre y navegó con Ziyam y su madre por aquel río subterráneo, Ariel pensó que las cosas iban muy mal, que su destino se había torcido. Pero después de despertar a Tubilok, todo había empeorado aún más.

Sobre todo desde que apareció Ulma Tor.

Ariel no lo había visto nunca, pero Derguín le había contado cosas aterradoras de él. Y no tardó en comprobar que se había quedado corto.

Para empezar, al día siguiente de conocerlo descubrieron que todos los tripulantes del barco habían desaparecido. Simplemente, cuando amaneció ya no se encontraban allí.

—Nos han abandonado —dijo Ulma Tor, con gesto serio.

¿Cómo iban a abandonarlos en altamar? Aquel barco tenía una pequeña chalupa, pero seguía en su sitio, a babor. La única forma de marcharse del barco era arrojarse al agua, lo que tan lejos de la costa significaba una muerte segura. Ariel estaba convencida de que el nigromante había asesinado a los nueve marineros, aunque no sabía cómo. Más adelante, cuando fue testigo de la manera de actuar de Ulma Tor, pensó que debía haber envenenado sus mentes para que ellos mismos se suicidaran tirándose al mar.

Desde entonces, viajaron empujados por un viento innatural. Ulma Tor se había convertido en el patrón y daba instrucciones a las demás. Básicamente, lo que tenían que hacer era mantener las vergas de ambos palos a estribor, las velas henchidas y el timón recto. El viento era constante, tan fuerte que debían ponerse a babor para compensar la escora de la nave. Iban dando botes sobre las olas, como si las cabalgaran, lo que hacía que muchas de ellas siguieran vomitando constantemente.

Así navegaron durante días, siempre dejando a estribor la costa del continente, tan rápidos como los delfines que a ratos los escoltaban haciendo cabriolas y saltando sobre la espuma. En una ocasión vieron un enorme karchar que nadaba hacia el sur en una trayectoria que lo llevaba a interceptar el rumbo del atunero. Entre las viajeras empezaron a oírse murmullos de temor, pero Ulma Tor no permitió virar a Neerya, a la que le había correspondido en suerte llevar el timón. Llegaron a acercarse tanto que pudieron oír el profundo gruñido que brotaba de aquella boca cuajada de dientes como espadas. Pero o bien el nigromante hizo algo o bien la bestia prefirió no chocar con el barco, porque se hundió con un potente aletazo y pasó bajo el casco, una enorme sombra gris deslizándose bajo la superficie.

En aquel momento todavía eran ocho mujeres. Estaban Ariel, Neerya, Tríane, la reina Ziyam y Antea, capitana de su guardia personal, más otras tres Atagairas: Gubrum, Bundaril y Radsari, la más joven de todas, que aún no había cumplido los veinte años.

La primera con la que se acostó Ulma Tor fue Ziyam. Empezó a hacerlo la noche siguiente a la desaparición de los marineros. Desde la cubierta se oían los gemidos que sonaban en la bodega, tan fuertes que Tríane le tapó los oídos a Ariel.

—No tienes por qué ver ni escuchar ciertas cosas a tu edad.

A la mañana siguiente, las heridas de Ziyam habían mejorado de forma asombrosa. Los surcos de las garras de Tubilok no habían dejado de sangrar y supurar, pero ahora sólo quedaban en sus mejillas unas cicatrices blancas, como si hubiera sufrido las heridas varias semanas antes.

A cambio, se la veía muy pálida y con la mirada perdida. A partir de entonces, sólo empeoró. Cada mañana estaba más blanca, con las ojeras más negras, los labios exangües y los dedos tan transparentes como el ópalo.

Al ver que Ziyam parecía cada vez más ausente y relajaba su vigilancia sobre ella, Ariel le insistió a Antea en que le devolviera la espada. La jefa de las Teburashi era una mujer honrada, que se debatía entre su fidelidad a la reina y la palabra que le había dado a Ariel: «No permitiré que te hagan daño». Debió llegar un momento en que pensó que Ziyam ya no era Ziyam y decidió hacer caso a la niña. En el sexto día de navegación, cuando ya se hallaban a la vista de su destino, el puerto de Tíshipan, le entregó el bulto de lienzo donde había liado a
Zemal
, cubriéndolo con su ancho cuerpo para que no la viera Ulma Tor.

Fue inútil. Apenas había empezado a desenvainarla cuando el nigromante, que estaba a proa, se volvió hacia ella y gritó:

—¡Suéltala!

La voz de Ulma Tor la aterrorizó tanto que soltó la empuñadura y la vaina. La espada resbaló, encajó en el brocal con un golpe metálico y cayó al suelo.

—Cógela, mujer —le ordenó a Antea—. Y te juro por las llamas del Prates que si vuelves a entregarle la espada a la niña, haré que arrojes tus propias tripas por la boca.

Antea se puso verde y vomitó, fuera por un conjuro o de puro miedo. Desde entonces, a Ariel no se le ocurrió volver a pedirle la espada. Sabía que el nigromante era capaz de cumplir su amenaza.

Sin saberlo, Ariel viajaba hacia el mismo destino que su padre. Pero ellas habían cobrado ventaja sobre él y El Mazo. Mientras que Derguín había pasado la tarde y la noche del día 18 en Zirna, de donde no partió hasta entrada la mañana, ellas alquilaron caballos en cuanto llegaron a Tíshipan, recurriendo también al sistema de postas de los Bazu. Así remontaron el curso del Trekos, siempre en paralelo a sus aguas, por las que bajaban gabarras cargadas de grano, leña de Corocín y productos del lejano norte.

A esas alturas, ya resultaba más que evidente que Ulma Tor no era alguien normal. No sólo por sus extraños poderes, sino por su desapego a cualquier principio ético. Urgido por unas prisas que no explicaba a nadie, obligaba a todas a galopar a un ritmo infernal. Cuando llegaban a las postas, los caballos entraban espumeando por los costados y por la boca, y a veces sudando sangre. En cuanto desmontaban, las pobres bestias se desplomaban y eran ya incapaces de levantarse, cuando no morían al momento. Los encargados de las postas protestaban, pero bastaba con una mirada de aquel ojo oscuro para que se callaran y les entregaran nuevos caballos sin exigir un pago extra ni otra fianza.

Para entonces, Ziyam casi no hablaba con las demás y los labios ya no se le distinguían apenas del resto de la piel. Aunque sus cicatrices estaban desapareciendo, se le caía el pelo y tenía las uñas quebradizas.

—Es un vampiro —le susurró Tríane a su hija, mientras cenaban junto a una pequeña hoguera.

Ulma Tor no consentía que pernoctaran en sitios poblados, y tampoco dejaba que descansaran demasiadas horas. Él no dormía nunca. Tal vez aburrido de Ziyam, esa noche había elegido a otra presa, la joven Radsari. Simplemente la había señalado con el dedo y ella lo había seguido, con la barbilla gacha.

El nigromante se la había llevado detrás de un olivo silvestre, a poca distancia de la fogata. Las demás mujeres comían en silencio, absortas en las llamas o en sus propios pensamientos. Desde que Ulma Tor, no sabían muy bien cómo, se había convertido en el jefe del grupo, apenas hablaban entre ellas y ni siquiera se miraban. Las únicas a las que no parecía afectar el extraño embrujo que ejercía el nigromante eran Ariel y Tríane. Pero eso no significaba que no le tuvieran miedo o que se atrevieran a oponerse a su voluntad.

Para Ariel, que nunca había visto asustada a su madre, era aún más preocupante. Ni delante de Tubilok la había visto tan sometida. Pero es que el dios loco estaba rodeado por un aura contradictoria. El siniestro poder y la amenaza de su tamaño y su negra armadura se atemperaban un poco gracias al noble rostro de ojos azules que se insinuaba bajo el yelmo.

En cambio, de Ulma Tor sólo emanaba maldad. Cuando se encontraba cerca, a Ariel le daba la impresión de que el sol alumbraba menos y el aire se oscurecía como una hoja de papel sobre la que se derrama un tintero. Eso era lo que brotaba del nigromante: una tinta fantasmal, que se colaba por la piel y por los huesos y llegaba al corazón, que hacía sentir que la vida no merecía la pena, pero que la muerte tampoco sería un descanso. A su lado sólo se sentían tristeza, miedo y desesperación.

Y eso lo pensaba Ariel, que resistía mejor su influjo. Los rostros de las Atagairas y de Neerya eran un poema fúnebre. Cada día que pasaban en compañía de aquel ser parecía envejecerlas un año.

—¿Qué es un vampiro? —preguntó Ariel.

—Un muerto que vuelve de la tumba y visita a los vivos por las noches para chuparles la sangre —le explicó Tríane.

—¿Existen criaturas así?

—Existieron. —Su madre se interrumpió un instante. Los gemidos de Radsari no parecían exactamente de placer, sino más bien espasmos mecánicos, obsesivos, punteados por los roncos gruñidos de Ulma Tor. Tríane, que ya había renunciado a taparle los oídos a Ariel, prosiguió—. Él es de una especie peor. No está muerto, pero tampoco ha estado nunca vivo. Al menos, con lo que nosotras consideramos vida. Y no chupa la sangre, sino algo más profundo y más importante.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo veo —dijo Tríane.

Su madre podía ser dura, incluso implacable, como Ariel había comprobado unos días atrás, cuando la vio apuñalar a la sacerdotisa del oráculo del sueño. Pero parecía resignada con Ulma Tor.

Al día siguiente, cuando montaron en los caballos, Radsari volvió grupas para alejarse de ellos, en dirección a Tíshipan. Pero bastó con que Ulma Tor dijera a media voz: «¿Adónde vas?» para que la joven se diera la vuelta y regresara al redil. Al verla de cerca, Ariel comprobó que tenía tantas ojeras como Ziyam, y marcas de dientes en el cuello. Lo curioso era que la forma del mordisco no se correspondía con la mandíbula de un ser humano, sino con alguna bestia de maxilar más estrecho y dientes más afilados.

Other books

Let Me Tell You Something by Caroline Manzo
Having Faith by Abbie Zanders
Kissinger’s Shadow by Greg Grandin
Diary of a Yuppie by Louis Auchincloss
77 Shadow Street by Dean Koontz