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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (5 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Pese a esa derrota, paradójicamente, había retornado con más poder del que poseía antes. Así podía testificarlo Manígulat, que hasta entonces, mal que bien, había logrado superarlo en sus duelos.

O más bien
podría
testificarlo cuando alguien lo liberara de la prisión donde lo había confinado Tubilok, una burbuja de estasis de dos metros de diámetro en la que debía encoger brazos y piernas como un feto en el útero.

La mente de Tubilok siempre había sido peculiar. Obsesionado por el conocimiento como medio para conseguir el poder, nunca había demostrado demasiada sensibilidad ni compasión hacia los demás, fueran acrecentados o naturales. Pero era evidente que su estancia en el Onkos lo había empeorado. Ahora, según opinión unánime del resto de los Yúgaroi, era un auténtico psicópata. Término utilizado incluso por Anfiún o Shirta, dioses que no destacaban precisamente por su empatía.

Para comprender la locura de Tubilok, Tarimán no tenía más que mirar al otro lado de la camilla. Si el holograma de la izquierda mostraba la estructura física del cerebro de Tubilok, el de la derecha representaba su actividad mental. El dios herrero sospechaba que su paciente estaba soñando, y que aquellas imágenes extrañas e incomprensibles eran recuerdos de su viaje a las Branas superiores y al Onkos.

El Onkos. El universo madre del que emanaban todos los demás, el que los unía y gobernaba.

La única fuerza que reinaba en común entre el Onkos y todas las demás Branas o universos era la de la gravedad. Por tal motivo aparentaba ser tan débil en comparación con las demás. En realidad, el adjetivo «débil» se quedaba lastimosamente corto para expresar esa comparación: si el valor de la gravedad fuera uno, el de la fuerza electromagnética sería cien sextillones. Eso explicaba fenómenos que al resto de los mortales e inmortales les parecían tan cotidianos como la lluvia, pero que siempre habían asombrado a Tarimán. Cuando un hombre en la vieja Tierra levantaba una pesa de cinco kilos no luchaba en realidad contra la pesa, sino contra la atracción del planeta. De un planeta
entero
. Y, sin embargo, hasta el más alfeñique podía vencerla sin apenas resoplar.

Aquella (des)proporción física cobraba más sentido al comprender que la gravedad emanaba del Onkos y se extendía por todas las Branas. Era la única fuerza en común de toda la realidad, y por ello su efecto se difuminaba, repartido por los incontables universos como una gota de tinta diluida en la inmensidad de un océano.

Pero que las ecuaciones cobraran más sentido al tomar en cuenta el universo madre no significaba que Tarimán comprendiera realmente
qué
era el Onkos. Aunque conocía y dominaba las matemáticas multidimensionales, otra cosa bien distinta era asimilarlas de verdad, visualizarlas. En las imágenes proyectadas por la mente de Tubilok había una extravagante geometría de cintas de Moebius, empinadas pendientes que subían y subían y sin embargo acababan por debajo de donde habían arrancado, superficies que se tragaban a sí mismas, túneles que se volvían de dentro afuera y que no conducían a ninguna parte.

Tarimán observó durante un rato, fascinado y asqueado al mismo tiempo. Aunque era tan sólo una visión, aquel holograma despertaba en su cerebro raras sinestesias, impresiones propias de otros sentidos corporales. Las imágenes producían en sus oídos zumbidos agudísimos que alteraban su equilibrio y le producían arcadas, mientras que sus papilas creían percibir un extraño regusto a metal recalentado.

Lo peor era el olor. Al ver aquello notaba dentro de su cabeza un hedor a azufre quemado, el mismo que en tiempos remotos se había identificado con el infierno. Tarimán sospechaba que, cuando muchos adoradores del diablo de todas las épocas aseguraban haber notado el efluvio del azufre, se debía a que habían tenido intuiciones o captado atisbos del Onkos y de las ominosas entidades que lo habitaban.

Apartó la mirada del holograma. Había un diablo mucho más cercano que reclamaba ahora su atención.

Sí, un diablo,
pensó. En aquel momento de la historia humana o posthumana el demonio, que hasta entonces había sido un concepto, se había encarnado por fin en una persona real.

Y esa persona, Tubilok, se encontraba a punto de ascender un peldaño más y convertirse no en un simple superhombre, como sus hermanos de raza, sino en un dios de verdad.

El reinado de aquel nuevo dios-demonio no iba a ser benévolo, de eso estaba seguro Tarimán. ¿Por qué no le hacía un favor a Tramórea, a la Brana entera y tal vez a toda la realidad? Le bastaba con usar la máxima potencia del bisturí para convertir su cerebro en un amasijo humeante. Ni la capacidad regeneradora de un acrecentado podría reparar tal destrozo.

No necesitó responderse. Lo hizo otra voz por él.

—Si te acercas a la zona roja, te convertiremos en ceniza de dios —le amenazó la criatura llamada Gankru. Su voz chirrió como el rechinar del acero contra una amoladera, acompañada por el sonido metálico de su brazo al levantarse y apuntar a Tarimán con un lanzallamas de ultranapalm.

—No es necesario que me lo repitas —respondió Tarimán, mirando de soslayo a los dos engendros.

—¿Por qué vas tan lento? —protestó Molgru. Su voz era tan áspera como la de su hermano.

—Voy al ritmo que tengo que ir.

—Nuestro señor no dispone de todo el tiempo del mundo.

—Es una operación delicada. Todo debe salir a gusto de Tubilok.

—¡No colmes nuestra paciencia!

—Si despierta y la visión de los tres ojos no está bien enfocada, le diré: «Lo siento. Tus amigos se han empeñado en que las prisas eran más importantes que la perfección en mi trabajo». Seguro que lo entenderá, y que cuando vea triple y con ángulos ciegos pensará que ha merecido la pena a cambio de ganar cinco minutos.

Los monstruos de metal se miraron. De su antigua personalidad humana debían de conservar algo de sentido del sarcasmo, porque asintieron en silencio.

—Está bien —concedió Molgru—. Pero no pierdas más tiempo, herrero.

Según los demás dioses, Tarimán era un cobarde que huía del enfrentamiento físico como de la lepra. Una opinión que él mismo había cultivado. Poseía armas internas y externas, como cualquiera de ellos, y gracias a los nanos que plagaban su organismo podía multiplicar la velocidad de sus movimientos. Sin embargo, en este momento, concentrado en la operación, sabía que, si rozaba la zona roja, los demonios metálicos lo atacarían con tal rapidez que no tendría tiempo de defenderse de ambos a la vez.

Mejor dejar las heroicidades para los dioses de la guerra Taniar y Anfiún,
pensó. No había peleado nunca en su vida, y no le parecía el momento más oportuno para empezar a hacerlo.

Además, había concebido otros planes que, como siempre, eran más sutiles. Pero tenía que actuar antes de insertarle a Tubilok el tercer ojo, o sería demasiado tarde.

El bisturí que estaba utilizando escondía una sorpresa: un pequeño inductor magnético de gran precisión.

Las pulsaciones de Tarimán se aceleraron por lo que iba a hacer. Fueron tan sólo tres o cuatro segundos. Él mismo las ralentizó de nuevo. Nada debía delatarlo.

Mientras sajaba la corteza cerebral para extirpar la diminuta porción de lóbulo, usó el inductor para reprogramar algunas conexiones neuronales de su paciente. Se trataba de una modulación muy suave que no dejaría ninguna huella y de la que el propio Tubilok nunca llegaría a ser consciente, pues no supondría ningún cambio aparente en su conducta.

Pero para Tarimán era vital. Lo que estaba incrustando en el cerebro de Tubilok era ese seguro de vida que había contratado consigo mismo.

Tardó apenas un segundo. Al terminar, desconectó el inductor, apartó el bisturí y con unas pinzas extirpó el tejido cerebral, cuatro gramos de materia gris que depositó en su correspondiente depósito de helio líquido.

Tan sólo quedaba injertar el último ojo.

—Si estos dos ojos pueden escudriñar el tiempo y el espacio —le había preguntado Tarimán antes de la operación—, ¿qué ve el tercero?

Tubilok había sonreído en un gesto que no tenía nada de tranquilizador, tocándose la frente con el dedo índice.

—Todo lo que hay aquí.

—¿En tu cabeza? ¿Es que no lo sabes ya?

—¡No te hagas el obtuso, hermano! En las mentes de todos vosotros. Yo sabré cuándo os levantáis y cuándo os sentáis, y de lejos entenderé vuestros pensamientos. Aún no estará la palabra en vuestra lengua, y yo ya sabré lo que vais a decir.

»Así que, a partir de ahora, no se te ocurra albergar malas ideas contra mí, hermano.

Un ojo que lee los pensamientos,
se dijo Tarimán mientras sostenía ante sí el tercer globo escarlata.

Cuando Tubilok despertara, gracias a sus nuevos implantes podría contemplar lugares donde no estuviera, atisbar los posibles futuros y leer las mentes ajenas.

A efectos prácticos, sería omnisciente.

Eso sí que es convertirse en Dios con mayúscula,
se dijo Tarimán.

Aunque su estancia en el Onkos hubiera afectado a su equilibrio mental, Tarimán no creía que Tubilok se hubiese transformado en un voyeur pervertido ni que su aburrimiento llegase al punto de vigilar los pensamientos de los millones de seres conscientes que poblaban Tramórea.

Pero controlar a sus hermanos de raza era otra cosa bien distinta, y mucho más hacedera. Después de dos viajes interestelares y varias guerras entre ellos y contra los mortales, los Yúgaroi no llegaban a cuarenta. Más de una vez se habían resistido al liderazgo de Tubilok. Algunos se habían enfrentado abiertamente a Manígulat, que penaba en su estrecha burbuja de estasis, y otros habían intrigado a sus espaldas —casi todos los demás—. A partir de ahora no podrían conspirar ni en la soledad de sus mentes, pues ese tercer ojo iba a estar clavado en ellos en todo momento.

Y especialmente en Tarimán. Por más que Tubilok insistiera en llamarlo «amigo» y «hermano», no se hacía ilusiones. En cuanto despertara, la primera mente que vigilaría sería la suya.

Lo que significaba que Tarimán estaría más que nunca en manos de Tubilok y sería para él tan moldeable como la arcilla.

A eso no estaba dispuesto. Él era el dios herrero, el que manipulaba metales y aleaciones y fabricaba objetos, no una vulgar materia prima para que otro lo usara a su placer. Por eso, gracias al inductor magnético, había programado en el cerebro de Tubilok una ceguera selectiva de la que se aprovecharía en su momento.

Pero si no quería que Tubilok descubriera su plan leyéndole los pensamientos, él mismo tenía que olvidarlo.

Mientras acercaba el tercer ojo a la frente del dios loco, repasó a toda velocidad los detalles.

Su intención era crear un arma que pudiera desafiar al poder de la lanza de Prentadurt y que al mismo tiempo escapara a la visión omnisciente de los ojos de triple pupila. Pero eso no bastaba. Si Tubilok averiguaba sus propósitos antes de que ultimara el arma, estaba perdido. Para no ser descubierto, Tarimán debía dividir la fabricación de aquella arma en procesos que por separado parecieran inofensivos. Que a él mismo le parecieran inofensivos, casi triviales.

Ahora, ocultó todos aquellos procesos en implantes de memoria aislados, y los unió tan sólo por instrucciones sencillas y mecánicas:
Cuando A esté terminado, procede a B y olvida el motivo por el que hiciste A. Cuando B esté terminado, procede a C y olvida el motivo por el que hiciste B. Cuando C esté terminado...

Incluso esas simples órdenes lógicas las escondió, salvo la primera. El paso A, que lo arrancaría todo.

Bien. Ya estaban todas las piezas del rompecabezas dispersas y escondidas. Ahora tenía que borrar su propia memoria consciente. De ese modo, nunca pensaría en su plan como un todo, sino que, condicionado por sí mismo a modo de perro de experimento, se limitaría a realizarlo fase por fase sin conocer el desenlace.

Activó un ejército de nanos que nadaron entre sus neuronas, rastrearon las conexiones de memoria más recientes y las bombardearon con cadenas de enzimas para destruir los enlaces químicos.

Cuando terminó, durante un instante se sintió desorientado.

¿Qué estoy haciendo?
, se preguntó. Seguía con el tercer ojo entre los dedos, observando la abertura recién practicada en el cráneo de Tubilok.

—¿Quieres terminar de una vez, diosecillo? —preguntó Molgru.

Se volvió hacia él. Aquellos monstruos eran peligrosos, pero Tarimán no estaba dispuesto a que se le subieran a las barbas. Se irguió en sus dos metros treinta, ensanchó los hombros y respondió:

—Es una operación delicada. Todo debe salir a gusto de Tubilok.

—Eso ya lo has dicho antes. Trabaja de una vez.

Tarimán sacudió la cabeza, confuso. Sí, era cierto que lo había dicho. Pero notaba una extraña sensación de
déjà vu
que no se debía a eso, sino a algo distinto, un pensamiento que resbalaba entre sus dedos como un pececillo travieso.

¿En qué demonios había estado pensando después de coger el tercer ojo? No conseguía recordarlo.

Una vocecilla, que más que una vocecilla eran palabras escritas flotando en la nada, le advirtió:
Olvídate de que has olvidado algo si quieres seguir vivo.
Las palabras se rompieron y borraron, como remolinos arrastrados por la corriente de un río, y tras ellas no quedó nada.

Tarimán colocó el globo escarlata sobre la abertura que acababa de practicar en el cráneo. No tuvo que hacer nada más. Con un sonido casi inaudible de succión, como si estuviera provisto de una minúscula bomba de vacío, el ojo se introdujo por sí solo en el hueso.

Un segundo después, los tres ojos se movieron, y las nueve pupilas se clavaron en Tarimán, duras y cortantes como cuentas de obsidiana. El dios herrero retrocedió. De pronto se sentía observado, auscultado, tan descubierto y vulnerable como un guante vuelto del revés.

En el holograma que mostraba las representaciones mentales de Tubilok apareció éste, incorporándose en la camilla.
¡Está viéndose a sí mismo por mis ojos!
, se alarmó Tarimán. Sobre esa imagen se cruzaron otras, rápidas y confusas como jirones de nubes, que el dios herrero reconoció como sus propios pensamientos desfilando por la mente de Tubilok.

Un par de segundos después, el holograma se desvaneció en el aire.

—Buen trabajo, mi querido amigo.

Tubilok se había levantado sin ayuda y miraba a Tarimán desde sus tres metros de altura.

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