La ceremonia habría supuesto un acontecimiento importante en Medellín debido a la nobleza de cuna de ambos, pero allí, en Mbiazá, por las precarias condiciones en las que se hallaban, fue sencilla y breve, aunque su calidez impresionó a las muchachas, pues era la primera vez que asistían a un matrimonio por amor y no concertado, como era costumbre.
Cosieron al ajado vestido de la novia infinidad de flores que recogieron en la selva.
María estaba tan hermosa que levantó murmullos de admiración.
Durante la ceremonia, Ana se hizo el propósito de hacerle ver al capitán Salazar que se había convertido en una mujer. Sería un escándalo en España, pero estaban en el Nuevo Mundo y allí le parecía normal mostrar sus sentimientos.
No tuvo ocasión de hacerlo. Al día siguiente, doña Mencía le pidió que la acompañara a la playa, donde Salazar dirigía el desguace de la nao de Becerra.
—Deseo haceros un encargo, capitán Salazar.
—Decid.
—Quiero que construyáis una nave pequeña, un bergantín, para intentar llegar a la isla de San Gabriel. Hemos de salir de aquí como sea.
—La madera que hemos recuperado de la nao de Becerra no es suficiente.
—Hay muchos árboles en los alrededores.
—Los necesitamos de gran tamaño.
—Sin duda hallaréis muchos que os servirán. —Por el tono de su voz, a Ana no le cupo duda de que era una orden. A Salazar tampoco.
El capitán pasó varios meses de un lado para otro con maese Bernal, en busca de árboles adecuados para construir el bergantín.
Con el hundimiento de la nao de Becerra habían perdido la mayor parte de su carga y carecían de las cosas más básicas. A medida que pasaba el tiempo, la vida en el campamento se hacía más difícil.
—Mi vestido es un andrajo, ya no le cabe un remiendo más —se quejaba Julia.
—Aunque te cupiese, se nos ha acabado el hilo —le contestó Rosa.
—Mis pañales para la costumbre están hechos jirones, no aguantarán un mes más —se lamentó Lucinda, una de las gemelas.
—Hazte otros con tiras de la enagua —le aconsejó Ana.
—¡Estoy harta de calamidades! ¡Nos trajeron al Nuevo Mundo con la promesa de casarnos con hidalgos de fortuna! ¡Y mira cómo estamos! —se exasperó Julia.
—Paciencia, niñas —terció el aya.
—Ya no somos niñas. A mi edad, mi madre se había casado. ¡Y me tenía a mí!
—Pobre —masculló Rosa. En los últimos meses se había convertido en una joven ingeniosa.
—¡Ni siquiera sabemos cuándo llegaremos a Asunción! —continuó Julia.
—Ni si para entonces quedarán hidalgos solteros —añadió Lucinda.
—En esta vida —dijo el aya— hay que estar preparadas para todo… Y no albergar ninguna esperanza. Si Dios os ha destinado para el matrimonio, este llegará. Y si no, debéis resignaros…
—Habla la voz de la experiencia —se burló Trini en voz baja.
Sancha continuó hablando un rato, sin que las jóvenes la escucharan.
—Hubiera sido mejor entrar en un convento… Ya vivimos como monjas.
—Peor.
—¿Y a qué honra mayor que esa podéis aspirar? —dijo la dueña.
Las jóvenes se miraron y contuvieron la risa.
Pocos días después, Ana se enteró por Menciíta de una noticia que la alegró:
—Mi hermana María espera un hijo —le dijo al oído.
—¡Alabado sea el Señor! ¡Por fin una buena noticia! Tu madre estará contenta, ¿no?
—Mucho. Y también preocupada por el parto.
—María está sana, todo saldrá bien.
—Eso pienso yo.
Pasaron los meses sin que la situación cambiara.
El vientre de María de Sanabria se abultaba poco a poco para alegría de Ana y Menciíta, que se pasaban el día palpándolo para notar los movimientos del niño.
Un mañana María se levantó con mala cara y quejándose de dolor de riñones.
—Ve a buscar agua, Ana, y avisa a Isabel que venga con dos mujeres que hayan parido —le ordenó doña Mencía.
Estaba llenando dos baldes en el río cuando vio llegar al capitán Salazar.
—¿Es cierto que dejaremos pronto Mbiazá, capitán? —le preguntó. Se valía de cualquier excusa para hablar con él.
—Así es, Ana. El bergantín está casi terminado.
—¿Cuándo zarparemos a la isla de San Gabriel?
—Doña Mencía ha cambiado de parecer. —El rostro del capitán se ensombreció—. Ahora quiere ir a San Francisco y tomar posesión de ese territorio, tal como le encargó el Consejo de Indias.
—¿Por qué…?
Salazar se encogió de hombros.
—Influida por su yerno, supongo. Que es de los de «cuanto más poseo, más deseo».
Ana conocía las desavenencias entre Salazar y Trejo, y también la ambición de este último, pero no pensaba que las relaciones entre ellos se hubieran enrarecido tanto.
—¿Entonces iremos hacia el norte en vez de hacia el sur?
—Veo que estás enterada de dónde está San Francisco.
—Estaba con doña Mencía cuando se lo explicaron.
—¿Te llevó a la entrevista con el marqués de Mondéjar? ¡Qué curioso! Siempre pensé que la había acompañado su hijo Diego… y resulta que prefirió ir contigo. Esa mujer nunca dejará de sorprenderme.
—¿No será peligroso…? Tengo entendido que San Francisco está muy cerca de las posesiones portuguesas.
—¡Vaya! ¡Cuántas preocupaciones en una damita tan joven! No es bueno que las mujeres… —al ver la mirada recriminatoria de Ana, rectificó—: Sí, San Francisco está justo en la línea fronteriza. Por eso la Casa de Contratación tiene prisa en que poblemos cuanto antes ese territorio y para… —se detuvo antes de acabar, pero Ana adivinó a qué se refería.
—… para eso nos han traído a nosotras, ¿verdad? Podéis decirlo sin rodeos. ¡Ya soy mayor!
El capitán rio. Parecía haber recuperado su buen humor.
—Las damas no se hacen mayores nunca —dijo burlón.
—¿Con eso queréis decir que nuestra inteligencia nunca alcanza a la de los hombres?
El capitán guardó silencio. Había una chispa de burla en sus ojos. Ana se soliviantó.
—Hay muchas mujeres de poco seso, cierto, pero otras poseen cordura, sensatez, inteligencia…
—¡Esas son las peores! ¡Ni joya prestada, ni mujer letrada!
La muchacha sintió una cierta desazón. ¿Cómo era posible que el hombre del que se había enamorado pensase así de las mujeres? Se hizo el propósito de hacerle cambiar de criterio. Tendría que esforzarse, pero lo conseguiría.
Al ver su expresión mohína, el capitán dijo:
—No te enojes, Ana. Acabo de discutir con doña Mencía por culpa de ese ambicioso… Pero no sé por qué te aburro con estas necedades. —Le dedicó una de aquellas sonrisas que tanto la fascinaban—. ¿Quieres que te ayude a llevar los cubos de agua?
—Sí, muchas gracias.
—De nada; es un placer ayudar a una dama tan hermosa —dijo sin mirarla. Pero a Ana el corazón le dio un salto.
Esa madrugada María de Sanabria tuvo un niño muy hermoso al que pusieron de nombre Hernando, como su padre.
Ana asistió, por primera vez, a un alumbramiento. Cuando el niño rompió a llorar, se le humedecieron los ojos.
Costa de Brasil. Mes de febrero del Año del Señor de 1553
A
unque parecía un milagro que aquel bergantín, fabricado con tan pocos medios, resistiese el viaje, los condujo sanos y salvos hasta la bahía de San Francisco.
En el primer bote que desembarcó iban doña Mencía, Hernando de Trejo, su yerno, y el escribano don Pedro Flores de Burgos.
—¿Habéis traído papel y recado de escribir? —le preguntó la dama al escribano cuando estaban a unas pocas brazas de la playa.
—Sí, señora.
—En cuanto todos desembarquen, levantaremos acta de la toma de posesión de este territorio.
—¿No podríamos esperar a mañana para esa ceremonia? —intervino Trejo—. Es más urgente construir unos bohíos para pasar la noche.
—No hay nada más urgente que el deber.
—Sí… por supuesto, señora madre.
—¿Quién actuará de representante de Su Majestad? —preguntó el escribano.
—Yo misma; en nombre de mi hijo, claro está.
Pedro Flores intercambió una mirada con Hernando de Trejo.
—Veréis…, sería más conveniente que vuestro yerno, Hernando de Trejo, ocupe ese lugar.
—Ni siquiera es el capitán de esta expedición.
—Cierto, pero como alguacil mayor de Asunción es el hidalgo de más rango.
La Adelantada se mordió el labio inferior. Su yerno ya se había adjudicado el título.
—Bien, se hará así.
Una vez en tierra, el escribano reconoció el lugar y se decidió por un claro junto a la playa.
—La ceremonia será aquí —dijo.
En cuanto desembarcó el último de los expedicionarios, el escribano dio comienzo a la ceremonia.
Le hizo una seña a fray Bernardo, que los mandó arrodillar y bendijo el lugar.
Hernando de Trejo, pese al calor que hacía, se había puesto un grueso ropón ribeteado de piel que, aunque desgastado, le daba un aspecto solemne.
—Se va a cocer dentro de ese colchón —masculló Rosa al verlo aparecer tan abrigado.
Ana, a su lado, tuvo que reprimir la risa.
A una señal del escribano, Hernando de Trejo arrancó unos cuantos manojos de hierba y los tiró a lo alto. Arrancó más hierba y la colocó sobre las ramas de los árboles más cercanos. A continuación, recitó con voz firme:
—Yo, Hernando de Trejo, como representante del Adelantado don Diego de Sanabria y en nombre del emperador Carlos, monarca por la gracia de Dios de Castilla, de León, de Aragón, de Galicia, de Madrid, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias orientales y occidentales, tomo posesión de esta tierra.
El escribano levantó acta de la toma de posesión y la ceremonia concluyó con un vítor de todos los presentes.
—¡Qué fiesta más divertida! —musitó Rosa.
Ana le dio un pisotón para que se callara.
A continuación, el escribano ordenó clavar varias cruces de madera en el lugar para dejar testimonio del acto.
Mientras clavaba una de ellas, Alonso le preguntó a maese Pedro en voz baja:
—¿Con estas cruces los portugueses sabrán que este territorio es nuestro?
Maese Pedro reprimió una carcajada.
—Los colonos libres no tardarán en arrancarlas. Recorren la costa con bergantines de fabricación propia y son los verdaderos dueños de este territorio.
—¿A quién obedecen? ¿A España o a Portugal?
—Obedecen a Juan Ramalho. Y Juan Ramalho obedece a Portugal, de momento. Pero nunca se sabe…
—¿Tienen alguna relación con los nobles gallegos?
El cocinero se encogió de hombros.
—Esa gente sirve a quien más le conviene. Los mismos portugueses desconfían de ellos. Acaban de unificar las capitanías para controlar mejor el territorio. Han nombrado a Tomé de Souza gobernador general de Brasil.
—¿Quién os ha contado todo eso, maese Pedro?
—Los mismos colonos libres. Me los encontré en la selva.
Esa tarde, Alonso, cuando estaba terminando de cubrir con lamas el techo de un bohío, escuchó sin querer una conversación entre doña Mencía y el capitán Salazar.
—Señora, vengo a informaros de la resolución que he tomado.
—¿Cuál es?
—Mañana zarparé hacia la Capitanía portuguesa de San Vicente.
Mencía tardó unos segundos en reaccionar.
—No recuerdo haberos concedido permiso para hacer tal cosa, capitán Salazar —dijo con voz gélida.
—Señora, como capitán de esta expedición tengo derecho a tomar ciertas decisiones.
—¿Como la de traicionarme? —le espetó la dama secamente.
—¡Cómo os atrevéis…!
—Acabamos de tomar posesión de San Francisco y vos corréis a avisar a los portugueses. ¿Cómo queréis que lo interprete?
—Solo pretendo conseguir mercancías que nos permitan subsistir, señora. No tenemos herramientas, ni semillas, ni pólvora… Nuestras ropas están raídas. ¡No podremos llegar a la desembocadura del Río de la Plata con el bergantín que hemos construido!
—Eso no podéis saberlo.
—Ha sido un milagro que consiguiéramos llegar con él a San Francisco, pero nunca llegaremos a la isla de San Gabriel, os lo aseguro. Necesitamos un barco en condiciones y el único lugar donde podemos conseguirlo es en la Capitanía portuguesa de San Vicente.
—¡Os niego mi permiso para ir a ese lugar!
—Aún soy el capitán de esta expedición y, aunque le pese a vuestro yerno, como tesorero real estoy autorizado a pedir un préstamo al gobernador portugués poniendo como garantía a la Casa de Contratación.
—¡No os atreveréis!
—Sí me atreveré, señora.
Doña Mencía apretó la mandíbula.
—Nuestra situación es insostenible. Vuestro hijo estaría de acuerdo conmigo en pedir ayuda a los portugueses —insistió el capitán.
La dama tragó saliva antes de responder:
—Ya que no puedo deteneros, quiero hacer constar que no me parece sensato alertarlos de nuestra presencia aquí —afirmó.
Escondido entre los ramajes, Alonso pensó que su intuición de que el capitán Salazar era el «tapado» del conde de Lemos y Andrade parecía confirmarse.
Dos días después, a la salida del sol, bajaron a la playa para despedir a Salazar, que zarpaba a entrevistarse con don Tomé de Souza, el gobernador de Brasil.
Cuando el capitán alzó la mano para despedirse, Ana se fijó en que las mangas de su jubón estaban completamente raídas.
Alonso, a su lado, miraba la marcha del bergantín con gesto adusto.
—Espero que los portugueses nos ayuden —le comentó.
—Supongo que de una forma u otra… así será —respondió él, consciente de que se enojaría si le hablaba de sus sospechas con respecto a Salazar.
El capitán regresó un par de semanas después, pero no en el bergantín sino a bordo de un navío portugués mucho más grande.
Todos corrieron a la playa a recibirlo menos doña Mencía, que permaneció sentada a la puerta de su bohío.
Salazar, nada más saltar del bote, preguntó por la dama.
—Os espera en su bohío —le informó Ana.
Salazar corrió a informarla.
—Tomé de Souza, el gobernador, se ha ofrecido a ayudarnos —soltó casi sin aliento.
—¿Ha accedido a vendernos un barco para llegar a San Gabriel?
—No…, pero…
—¿Nos venderá ropa, grano y pólvora?