El corazón del océano (17 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—¿Por qué se rebeló Irala contra Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el segundo Adelantado?

—Cabeza de Vaca apreciaba a los indios y prohibió que se los esclavizara. También se opuso al trato carnal entre indias y españoles. Y enfadó a todos. A los caciques indios, porque la única forma de emparentar con los conquistadores era ofrecerles a sus hijas o hermanas. Y a los españoles, porque ¿cómo iban a enriquecerse si les prohibía esclavizar a los indios? Así que destituyeron a Alvar Núñez y lo mandaron a España cargado de cadenas.

—Y Domingo Martínez de Irala se hizo de nuevo con el poder.

—¡Así es!

—¡Qué de problemas!

—Alguno más de los que os imagináis, señora.

—¿A qué os referís, capitán?

—Bah; a otras intrigas… No debéis preocuparos.

Ana no se perdía ni una sola sílaba de aquella interesante conversación.

—Para colmo, don Juan ha vuelto a enfermar —añadió doña Isabel, preocupada.

—El tiempo apremia. Espero que se reponga pronto o el Consejo de Indias tendrá que nombrar otro Adelantado.

Esa noche Ana dio vueltas y más vueltas en la cama, obsesionada por la conversación que había escuchado. El Río de la Plata, lejos de ser el paraíso soñado, era un lugar lleno de intrigas y luchas por el poder.

XVII
LA CASA DEL ADELANTADO

Sevilla. Finales de noviembre del Año del Señor de 1548

E
sa semana, Alonso oyó en los corrillos del Arenal que un caballero extremeño estaba aparejando una flotilla de buques con destino al Nuevo Mundo e imaginó que se trataba del Adelantado. Fue a la Casa de Contratación a pedir sus señas. El presidente del Consejo de Indias seguía fuera y su secretario no quería dárselas, pero cuando Alonso le enseñó la carta de recomendación del prior de Caaveiro, se las facilitó.

Al día siguiente, el joven se presentó en la casa del Adelantado.

—¿Vive aquí don Juan de Sanabria? —le preguntó a un hombre que ataba una mula a una argolla junto a la puerta enrejada del patio.

—Sí, yo soy su lacayo. ¿Qué le queréis?

—Entregarle una carta.

—Dádmela y se la haré llegar a su secretario.

—Me han ordenado que la entregue en mano.

—En ese caso, tendréis que aguardar a que salga.

Alonso esperó dos horas sentado en un poyete de hermosos azulejos que había junto a la puerta. Al comparar aquel hermoso patio con su mísero corral en Triana, maldijo el destino que lo había puesto en el último peldaño de la miseria.

Por fin, del piso de arriba bajó un hidalgo alto, vestido con un jubón granate y calzas acuchilladas del mismo color. Alonso admiró la gallardía con la que echó su capa hacia atrás para dar la mano a dos damitas muy jóvenes que bajaban con él. Era un auténtico caballero.

Alonso se acercó y le preguntó:

—¿Sois vos don Juan de Sanabria? —Su rostro le sonaba. Recordaba haberlo visto en alguna parte, aunque no sabía dónde.

—No. Soy un amigo de la familia.

Una niña de unos seis años bajó corriendo las escaleras.

—Tenéis un criado muy guapo, capitán Salazar —dijo señalando a Alonso.

El joven trató de ocultar sus mangas zurcidas de la vista de aquellas muchachas, las más bonitas y mejor vestidas que había visto nunca.

—No es mi criado, Isabelilla —respondió el capitán, divertido al percatarse del gesto de Alonso—. Este mancebo acaba de preguntarme por tu padre. ¿Sabéis si saldrá hoy, María?

—Sí. Esta mañana parecía estar mejor y ha decidido emprender el viaje. Ahí baja Ana. Preguntádselo a ella. —Alonso reconoció a la joven que descendía los escalones. Era la damita que le había llamado la atención en la puerta del corral de comedias. La mayoría la habría considerado como la menos hermosa de las tres. Ni siquiera su traje era tan elegante como el de sus compañeras, pero tenía algo que le gustaba y mucho: sus enormes ojos oscuros chispeaban de inteligencia. Agachó la cabeza para que la muchacha no viera que estaba enrojeciendo.

—Ana, este mancebo quiere ver a don Juan.

«Se llama Ana», pensó Alonso.

—Tengo que entregarle… una carta —dijo.

La joven, embelesada como de costumbre con el capitán, respondió sin mirar a Alonso:

—Creo que bajará dentro de un momento.

Las jóvenes abandonaron el patio con el capitán y Alonso esperó allí, de pie.

Al poco, un hidalgo completamente vestido de negro bajó corriendo las escaleras. Una mujer vestida con elegancia pero sin afectación lo llamó desde el rellano.

—Se os olvida la cédula, esposo —dijo tendiéndole una carta.

—Gracias, Mencía. No sé qué sería de mí sin tu ayuda.

—Cuidaos, por lo que más queráis.

Cuando el caballero llegó al patio, Alonso le preguntó:

—¿Sois vos don Juan de Sanabria?

—Sí.

—Os traigo una carta del padre Xoán Menéndez Várela, el prior…

—No conozco a nadie con ese nombre. Ahora no puedo atenderos. Me voy a Palos y no estaré de vuelta hasta dentro de un mes. ¡Ah! Ahí viene mi secretario, entregadle la carta a él —señaló a un hombre de carnes natillosas y nariz hundida, que se acercaba por el otro extremo del patio—. Don Pedro, atended a este mancebo; trae una carta.

Cuando el secretario llegó junto a Alonso clavó en él unos inquietantes ojos azules.

—¿Nos conocemos?

—No… No creo, señor. Quizá nos hayamos cruzado en el Arenal.

—Tu habla no es la de Sevilla.

—Nací en Salamanca. —Confiaba en que después de haber permanecido casi un año en aquella ciudad, se le habría pegado el acento—. Pero llevo varios meses en Sevilla…

—¿Te llamas Alonso?

—No. Me llamo… Gabino —fue el primer nombre que le vino a la boca.

—Dame la carta.

—No la he traído… —mintió, pues desde que saliera de Pontedeume siempre llevaba la carta encima, cosida a la camisa—. No estaba seguro de encontrar a don Juan y…

—¿De qué trata esa carta?

—Creo que… es una información sobre dónde conseguir… bizcochos a buen precio —improvisó.

—¡Ah! Bien, tráela mañana.

Alonso salió a la calle y echó a correr tras el Adelantado.

—Me encargaron que… os diera la carta a vos, personalmente.

—Ahora no puedo entretenerme. Mi secretario os atenderá tan bien como yo mismo.

—Entonces, volveré mañana y le daré la carta a él —mintió.

—Toma, y que Dios te guarde, mancebo. —El Adelantado puso un maravedí en su mano y salió corriendo calle abajo.

—El Señor guarde también a vuestra señoría —replicó Alonso con una inclinación, aunque don Juan ya no podía verla.

Se alejó con la firme determinación de esperar un mes o lo que hiciera falta para entregarle la carta personalmente al Adelantado, tal como le había encargado el prior.

XVIII
RETRASO

Sevilla. Mes de diciembre del Año del Señor de 1548

M
ientras recorría los astilleros de la desembocadura del río Tinto, buscando navíos para su expedición, a don Juan de Sanabria le repitieron las calenturas. Y su estancia en la zona, prevista para un mes, se alargó.

Doña Mencía, preocupada por su salud, envió a su secretario con un cirujano. Y tuvo que ocuparse ella sola de comprar los útiles y mercancías que aún les faltaban para la travesía del océano y los primeros meses de estancia en el Nuevo Mundo.

Su hijo Diego, más que una ayuda, era otra preocupación: desde que don Juan se había ido a Palos pasaba muchas tardes y noches de jolgorio con Trejo y sus amigos.

«Supongo que es inevitable en la mocedad», se decía, como cualquier madre en su situación.

Ana ya no ejercía tanto de secretaria de la dama, pero seguía recibiendo sus confidencias. Una mañana, en la que fue a pedirle permiso para salir con el aya, la encontró muy abatida.

—Todo se complica: cuando no falta alquitrán, escasean las telas para velas o los bizcochos o la carne salada… y los precios no paran de subir.

—¿Por qué? —le preguntó Ana.

—La mayoría de los buques inician la travesía del océano en primavera, cuando los vientos son favorables, y en los meses anteriores aumenta la demanda de víveres. Llevamos gastados casi un millón de maravedíes y no es suficiente. Ya hemos consumido la fortuna de mi esposo y la de los amigos que nos acompañan. Le he dicho a don Juan que utilice mi dote o al menos una parte de ella, pero se niega. —Ana se sorprendió de que le hiciera aquella confidencia. Sin duda estaba abrumada y necesitaba desahogarse—. Para colmo, no acaba de reponerse; tantas tensiones y dificultades no contribuyen a su recuperación. —El rictus de la dama se acentuó—. Ayer recibí carta suya. Dice que tenía apalabradas dos naos. Pero pidió consejo a un experto, un antiguo visitador de la Casa de Contratación, y a este no le parecieron aptas para cruzar la mar océana. Le dijo que dudaba de que la Casa de Contratación diera su visto bueno para que zarpasen —suspiró y añadió con pesar—: Mi pobre esposo tendrá que seguir buscando.

Se produjo un largo silencio.

—¿Hay algo en lo que pueda ayudaros, señora?

—Te lo agradezco, Ana, pero desgraciadamente no.

—Si necesitáis que me quede…

La dama negó con la cabeza.

—Vete ya, que al aya no le gusta esperar.

Doña Sancha, que ejercía también de dueña, sacaba a pasear a las muchachas del corral en grupos de diez, pues doña Mencía deseaba que se entretuviesen. En el grupo de ese día le tocaba salir a Rosa y Ana quería acompañarla, pues lamentaba no haberle prestado atención en los últimos tiempos. La culpa la tenía su devoción por el capitán Salazar.

Las jóvenes del corral no tenían tantas oportunidades de salir como Ana o las hijas del Adelantado. Querían ir al Arenal a curiosear, pues se habían enterado de la llegada de dos naos del Nuevo Mundo cargadas de mercancías exóticas. Pero…

—Antes es la obligación que la devoción. Nuestra obligación primera es oír misa —dijo doña Sancha, y las llevó a la catedral.

Oyeron dos, porque la que venía a continuación era cantada por unos niños de voces angelicales, que emocionaron a la dueña.

Al salir, las damitas apretaron el paso, deseosas de llegar al Arenal cuanto antes, lo que les costó una reprimenda de Sancha, que a duras penas podía seguirlas:

—No es propio de damas distinguidas ir a la carrera; los movimientos descomedidos pueden excitar la concupiscencia de los marineros —dijo echando una mirada furibunda a los hidalgos, mozos o estibadores que se paraban a verlas pasar.

—Ya se lo tengo yo dicho, doña Sancha —intervino Julita—, que hay que caminar con el gesto recogido y la mirada gacha.

Ana la censuró con la mirada. «¿Por qué será tan sabidilla si no sabe ni leer?», pensó.

En el Arenal, a las muchachas les llamó la atención un marinero que llevaba al hombro un pájaro grande y extraño, con plumas de llamativos colores.

—¡Mierda! —gritó el pájaro.

A doña Sancha se le subieron los colores. Y se encaró con el marinero.

—¿Qué has dicho, patán?

—Ha sido el pájaro, señora.

—¡Puta, puta!

—¡Que se calle ese pájaro!

El marinero se encogió de hombros.

—Como no lo consiga vuestra merced, lo que es yo… Para mí, que solo entiende el inca.

—¡Mierda, mierda, mierda…!

—Si no dejas de decir palabras soeces, animal del infierno, te juro que…

—¡Puta, puta, puta!

La dueña se lio a abanicazos con el animal.

—¡Señora, que este guacamayo es muy valioso! —protestaba el marinero protegiendo al bicho como podía—. Perteneció a un príncipe del Perú ¡que lo llevaba incluso a clase!

—¡Mierda, mierda, mierda!

—¡Pues ya le podía haber dado educación! —replicó la dueña.

—Bueno…, esto lo ha aprendido en el barco —se excusó el marinero.

—¡Puta, puta, puta!

—¿Será posible? ¡Lo mato!

—Si no queréis oírlo, largaos de una vez con vuestras zagalas. Y dejad a mi guacamayo en paz.

Doña Sancha, roja de indignación, hizo una seña a los criados y se alejaron todos del lugar.

—Nunca había oído hablar a un pájaro —le susurró Rosa a Ana.

—Ni yo.

—¿Tú crees que sabe lo que dice?

Ana se encogió de hombros.

—¿Qué significa «puta»?

Ana tragó saliva.

—Mujer…, mala.

—¿Como doña Sancha?

—No…, no exactamente.

Se acercaron a una nao de la que estaban descargando bultos procedentes del Nuevo Mundo.

—Apartaos, señoras, que estamos bajando animales muy peligrosos y os podrían morder.

Bajaron una jaula que contenía un animal horripilante: una sierpe con patas muy gordas, de más de cuatro pies de largo y ¡feísima!

—¿Qué animal es ese? —preguntó Ana.

—Lo llaman yu-ana y es un lagarto muy espantoso de ver, pero muy bueno de comer —le explicó un marinero.

Tras bajar las jaulas de los animales, los estibadores comenzaron a vaciar la bodega.

Un barril rodó por la rampa y estalló a los pies de Rosa. De su interior salió un torrente de granos dorados.

—Mirad qué cuentas más bonitas para hacer collares —exclamó la niña, y empezó a recogerlas. Las otras muchachas la imitaron.

—¡Soltad eso, que no sabemos lo que es! —gritó doña Sancha—. ¿Y si son bichos?

Un par de marineros llegaron con un saco para recuperar los granos caídos.

—¡Niñas, devolved el maíz que habéis cogido!

—¡Son damas hidalgas, trátelas vuestra merced con más respeto! —replicó el aya.

—Pues que devuelvan el maíz, señora, ¡que con las cosas de comer no se juega!

«Se llama maíz —pensó Ana mirando los granos fascinada— y se come.» Se llevó unos cuantos a la boca. Estaban muy duros.

—No hagas eso o te quedarás sin dientes, muchacha —le advirtió uno de los marineros—. Hay que molerlo para extraer la harina. Los indios hacen con ella tortas muy sabrosas, parecidas a nuestro pan.

—¿Es que no tienen trigo?

—No. Ni tampoco arroz.

—¡Qué desdicha!

—¡Qué va! Al otro lado del mar crecen frutas y hortalizas deliciosas.

Esa noche, antes de acostarse, Ana fue a la estancia de doña Mencía, que estaba cotejando en voz alta una lista de los artículos que había comprado para la expedición:

—Cinco ollas grandes de cobre, dos hornos, cien candelas de sebo y pabilo, veinte linternas y cien varas de cañamazo para sacos. Veinte azadas y azadones, treinta espuertas y serones. Cuarenta martillos, ocho sierras, veinte candados, doscientos anzuelos y una fragua con sus aparejos. Creo que está todo. ¿Qué se te ofrece, Ana?

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