El corazón del océano (42 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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El capataz se acercó a la estufa, cogió una de las marcas y se la arrimó a la mejilla.

—¡Las
carimbas
ya están calientes! ¡Desnudad a los negros! ¡Y traed los aceites y los polvos de cicatrizar! —les gritó a sus hombres.

Alonso empalideció y tuvo que contener una náusea.

—Tienes pocos redaños para este oficio, mancebo.

—Me acostumbraré.

—¡Ponedles un poco de sebo en el pecho y en la espalda! ¡Y traedme al primero! ¡Deprisa! —gritó.

Dos hombres llevaron al primer muchacho de la fila. Otros dos se acercaron a sujetarlo. El capataz puso una marca en el pecho del muchacho y otra distinta en su espalda, sin mostrar el menor atisbo de piedad al ver cómo se retorcía y gritaba.

Alonso apretó los dientes al oír sus aullidos. Pero no pudo evitar las náuseas al percibir el intenso olor a carne quemada que invadió el recinto. Salió afuera a vomitar. Afortunadamente, el capataz estaba ensimismado en su tarea y no se dio cuenta.

—Diogo, échale esos polvos para que le cicatrice bien y tráeme al próximo —ordenó el capataz.

La siguiente era una muchacha de ojos grandes, tan hermosa y grácil que Diogo se demoró mucho en extenderle el sebo.

—¡No te hagas ilusiones, Diogo, que esta no va a ser para ti! —se burló el capataz al ver que se resistía a alejar sus manazas de los delicados pechos de la muchacha—. ¡Y no hace falta que le untes el sebo tan abajo! Le voy a poner la
carimba
en el hombro para no estropearla.

—Seguro que don Brás se queda con ella en cuanto la vea.

Para mí que sí, le deleitan las hembritas tiernas. ¿A ti también, verdad, Diogo? —Vio a Alonso que regresaba de vomitar—. ¿Y tú, adonde has ido? ¿Has asentado ya a estos dos?

—No. Lo haré ahora mismo.

—¡Estás pálido, gañán! A fe mía que, como no espabiles, tienes poco futuro en este oficio.

—No sabía que…

—¿Es que nunca has visto esclavos herrados?

—En Sevilla vi a algunos, pero no imaginaba…

—Así que comes carne, pero no te gusta matar… ¡Vaya mala cara que se te ha puesto! ¿Quieres un trago?

—No.

—En cuanto terminemos de herrar a todos estos, los acompañarás a la plantación de San Vicente. Hay que acabar a mediodía para que no se nos haga de noche por el camino.

Juan de Salazar se hizo el encontradizo con la Adelantada, que compraba grano del que vendían los indios en el mercado de Santos.

—Tengo algo que contaros —masculló mientras le besaba la mano.

—Id delante —les dijo a las dos muchachas que la acompañaban—. El capitán se ha ofrecido a ayudarme a llevar la compra.

Salazar cogió el saquillo de grano y ofreció su otro brazo a la Adelantada.

—Regresaremos por el muelle, hay menos gente y podremos hablar con tranquilidad mientras caminamos.

—Don Brás ha regresado, ¿lo sabíais?

—Sí.

—Por lo visto se ha entrevistado con Juan Ramalho.

—¿El que controla los poblados libres?

—El mismo.

—¿Y en qué nos afecta eso, capitán Salazar?

—Se dice, y es verdad, que los dos juntos tienen más poder que el mismo gobernador.

—¿Queréis decir que don Brás de Cubas y Ramalho podrían estar conspirando contra Tomé de Souza?

El capitán se encogió de hombros.

—Ingleses, franceses y flamencos anhelan estos territorios…

—¡Que nos pertenecen!

—Sin duda, señora. Si es que somos capaces de hacernos con ellos.

—¿Creéis que don Brás y Juan Ramalho podrían haberse aliado con los nobles gallegos para quedarse con el Río de la Plata?

—Podría ser.

—¿De acuerdo con Tomé de Souza?

—O a sus espaldas. Intentaré ganarme la confianza de Brás de Cubas para ver si puedo averiguar algo más.

—Ya os habéis ganado la del gobernador. No os será difícil ganaros también la de él.

—¿Me lo reprocháis, señora?

—No, capitán; os ha sido útil.

—También a vos.

—Yo soy su prisionera. Se me ha prohibido hasta escribir al Consejo de Indias; no lo olvidéis.

VII
LA HACIENDA DE SAN VICENTE

Hacienda de San Vicente. Mes de diciembre del Año del Señor de 1553

A
lonso llevaba dos semanas trabajando en la plantación y seguía sin acostumbrarse a la violencia brutal que los capataces ejercían contra los esclavos. Se desataba con los pretextos más nimios, como el de que los miraran con arrogancia o no los obedecieran con prontitud.

Sabía que para cumplir su sueño de convertirse en un conquistador tenía que endurecerse, superar esa clase de escrúpulos. Se esforzaba en no desviar la vista cuando castigaban a un esclavo o trataba de aparentar indiferencia cuando oía los gritos de las muchachas que los capataces se llevaban por las noches para divertirse.

Una mañana, Ganga, un joven esclavo de carácter dulce que le habían asignado como ayudante, no se presentó en la barraca en la que Alonso llevaba las cuentas.

—¿Está enfermo Ganga? —le preguntó al capataz.

—Se escapó anoche. ¿No oíste los perros?

Alonso se demudó. Apreciaba a Ganga. Era bueno e inteligente. A pesar de que solo llevaban dos semanas trabajando juntos, se habían hecho amigos y, a solas, se trataban como tales.

—¡Los perros lo devorarán! —exclamó.

—También los perros tienen que comer, Alonso. Así que te has hecho amigo de un esclavo. ¡Mal camino llevas!

Al atardecer Ganga no había aparecido y Alonso se acercó a los barracones a hablar con Latir, un esclavo que llevaba mucho tiempo en la plantación, al que los demás respetaban. Tenía el pelo canoso y, pese a sus andrajos, el aspecto y la dignidad de un sabio.

—¿Por qué se ha escapado Ganga? —le preguntó.

—Estaba enamorado de Bintou… y anoche se la llevaron los capataces —su voz era grave y hablaba con corrección.

—¡Lo matarán!

—Ya no quería vivir.

—¿Por qué no le impediste que escapara, Latir?

—Alguna vez hay que morir, amo.

—Yo no… soy tu amo. Me llamo Alonso. Llámame por mi nombre.

—Podrían azotarme por eso.

—Hablas muy bien castellano.

—Viví muchos años en La Española.

—¿Le perdonarán a Ganga la vida?

—Si lo encuentran, deséale una buena muerte.

—¡No quiero que muera, Latir!

—¿Tú nunca has deseado morir?

Alonso agachó la vista y balbuceó:

—Sí.

—Yo también. La primera vez que yo le rogué a Eweer que me diera la muerte fue el día que me capturaron, hace muchos años; era casi un niño.

—¿Eweer es tu Dios?

—Eweer es el cielo visible, el que se cubre con un velo azul. Y las nubes son sus vestidos.

—Creí que eras cristiano.

—Lo soy. Estoy bautizado.

—Entonces, ¿por qué sigues creyendo en Eweer?

—Porque Eweer sigue ahí —señaló el cielo.

—Eweer no existe, no te dio la muerte cuando se la pediste, Latir.

—Me la dio. Morí el día de mi captura. Porque dejar tu casa, tu familia…, todo lo que amas…, es como morir.

—Sí, lo sé —musitó Alonso.

—Entonces no hace falta que te lo explique.

—Días antes de tener que huir de mi casa, yo le había pedido a Dios Nuestro Señor que me ayudara a comenzar una nueva vida. No podía imaginar cuántas penurias sufriría…

—No hay mayor castigo que el de que los dioses te concedan tus deseos.

—Sí… ¿Qué pasó después de que te capturaran, Latir?

—Me metieron en lo que, entonces, me parecieron las entrañas de un enorme animal marino. No sabía que era la bodega de una nave. Y me trajeron a las Indias. Durante el viaje, llegué al límite del sufrimiento. Al mayor horror que un ser humano puede soportar. Por mi voluntad, me habría tirado mil veces al mar para dejar de sufrir. Pero ni ese consuelo tuve, íbamos tumbados; encadenados de seis en seis por argollas en el cuello y sujetos de dos en dos por argollas en los pies.

—¿No podíais moveros, ni levantaros?

—No, tan solo nos aflojaban las cadenas del cuello para comer la escudilla de mijo o maíz que nos daban una vez al día.

—¿Y para hacer vuestras… necesidades?

—Nos veíamos forzados a hacerlas encima. El hedor era insoportable. No vimos ni el sol ni la luna en los cuarenta o cincuenta días que duró la travesía.

Era casi la hora de cenar, pero Alonso no tenía apetito. Volvió a su bohío y se acostó temprano. Quería ahogar con el sueño su malestar. No pudo dormirse. El relato de Latir volvía una y otra vez a su cabeza atormentándolo. Se levantó y fue a dar una vuelta a los barracones de los esclavos, por ver si se entretenía con sus cantos y danzas.

Todavía no habían comenzado. Vio a Yasy, un guaraní con el que había hecho amistad, y se sentó junto a él en el tronco de un árbol. Hablaba bien castellano, aunque silbaba las vocales y tenía que poner mucha atención para entender lo que decía.

—Buenas noches, Yasy. ¿Tardarán mucho en comenzar los bailes?

—No, ya están preparando los instrumentos, amo.

—Nadie nos oye, llámame Alonso.

—Sí, señor Alonso, mi amo.

—Veo que no hay forma de convencerte.

—Los
pytagua
sois muy extraños. Nunca se sabe cómo trataros. .. ni qué significan vuestros nombres.

—Es que ni yo mismo sé lo que significa Alonso. ¿Y Yasy?

—Es el nombre de un dios. Yasy Yateré es el dios de la siesta.

—¿El dios de la siesta…? ¡Nunca hubiera creído que existiese un dios así! ¡Debe de ser bueno!

—No siempre.

—¿Ah, no?

—A la hora de la siesta, suele recorrer el monte con su bastón mágico y atrae con él a los niños que se niegan a dormir. Juega con ellos y los alimenta con miel y frutas durante un tiempo; luego, los abandona en el bosque.

—¡Eso no está mal!

—Se dice que a los niños malos, antes de soltarlos, los lame o los besa, dejándolos tontos, sordos o mudos.

—¿Para siempre?

—Algunos se recuperan después de cierto tiempo. Otros se quedan así el resto de su vida y hay unos cuantos de los que no se vuelve a saber nunca más.

—¡Vaya con Yasy Yateré! ¿Hay alguna forma de evitar que haga daño a los niños?

—Sí, ¡quitándole su bastón dorado, sin el cual carece de poderes!

—¿Cómo…?

—Embriagándolo con caña. Entonces, Yasy se pone a llorar como un niño.

Un grupo de negros, acompañados de un par de indios, todos con instrumentos musicales, se acomodaron cerca de ellos y comenzaron a tocar una música muy rítmica. A su compás, varios se animaron a bailar.

—No sé cómo tienen ánimos de moverse así después de haber trabajado todo el día —le comentó Alonso a Yasy, impresionado por los saltos que daban los danzantes.

—La danza es buena; ayuda a encontrar la Tierra sin Mal.

—¿Qué es eso, Yasy?

—Aquella tierra en la que los cultivos crecen solos, la miel y la carne son abundantes y no hay enfermedades ni muerte; solo felicidad.

—Nosotros llamamos Paraíso a ese lugar. Pero hace falta morir para alcanzarlo. ¿Y vuestra Tierra sin Mal?

—No, no hace falta estar muerto para entrar en ella.

—¿Dónde está?

—Nadie lo sabe. Pero, como te he dicho, la música y la danza ayudan a encontrarla.

Alonso señaló a los esclavos negros que danzaban.

—¿También ellos pueden entrar en vuestra Tierra sin Mal?

—Sí.

—¿Y nosotros?

—Vosotros sois el mal.

—Pero yo… —Alonso iba a protestar pero se calló, pues su conciencia le decía que Yasy tenía razón.

Al cabo de un rato, los esclavos comenzaron a bailar una danza en la que parecían luchar unos contra otros.

—¿Cómo se llama esa danza?

—Los guaraníes la llamamos
caápuera
.

Pronunciaba las vocales de forma tan oscura que Alonso no lo entendió.


¿Capoeira… ?
—repitió.

—Así lo pronuncian los portugueses y hasta los mismos negros. En realidad, es
caápuera
.

—¿Qué significa?

—En guaraní, significa matorral pequeño o cortado.

—¿Por qué la llamáis así?

—Porque los hombres negros bailan esa danza en los claros del bosque, donde los matorrales son bajos o están cortados.

Doña Mencía paseaba con Ana, sus hijas y su nieto por el mercado de Santos, donde había acordado encontrarse con Salazar. Era un lugar muy concurrido y así podían simular que se trataba de un encuentro casual, pues el capitán no deseaba despertar el recelo del gobernador visitando con frecuencia a la dama.

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