—¡Señora, don Brás lo matará! —dijo Ana.
—Tiene razón, Salazar: don Brás lo matará por ayudarla a escapar. ¡Y moverá cielo y tierra para recuperar a Ana! —Doña Mencía abrió la puerta—. Alonso, pídele al padre Juan que te esconda en su casa, mientras el capitán y yo buscamos el modo de solucionar este asunto.
Lo empujó fuera y cerró la puerta sin la menor consideración.
—Gracias por defender mi honor, capitán.
—De nada, Ana. —Salazar se preguntó si no habría amor en los ojos almendrados de aquella joven dama a la que había visto crecer.
Alonso, que oyó la gentileza con que se dirigía al capitán, sintió celos y rencor contra ella.
«Ana tuvo la culpa; por su afán de conseguir un marido rico. ¿Gomo he podido enamorarme de alguien así?», pensó con amargura. Y tomó la decisión de olvidarla, mientras se perdía en las calles refulgentes por la luz de mediodía.
Doña Mencía se presentó, media hora después, en casa de don Tomé de Souza, el gobernador de Brasil. Tras zafarse de los criados que la abordaron en el vestíbulo, logró llegar a la antesala de su despacho, donde el secretario le cortó el paso.
—El gobernador está muy ocupado. No puede recibiros sin cita —dijo tras mirar despectivamente la modesta vestimenta de la dama.
—¡No me moveré de aquí hasta que lo haga! —replicó doña Mencía con vehemencia.
—Con todo respeto, dudo de que…
La Adelantada apartó al secretario y golpeó la puerta.
—¡Vengo a solicitaros protección para una de mis damas! ¡Os exhorto a que salgáis! ¡En nombre del Rey!
Tomé de Souza abrió la puerta.
—¿A qué viene esta tropelía, señora?
—Una de mis damas ha sufrido un ultraje innombrable por parte de vuestro Brás de Cubas.
—Don Brás me ha informado de ese incidente y acusa a vuestra dama de haberse aprovechado de él. De robarle un costoso vestido y un collar.
—¡Es un cínico, deberíais saberlo! Quiso forzar a mi dama a casarse con él.
—Don Brás puede disponer de las hembras más hermosas ¡y complacientes! No necesita forzar a nadie.
—¡Pero no de damas de calidad! Quería casarse con Ana de Rojas. ¡Incluso trató de violentarla!
—¿Ana de Rojas…? Así que se trata de esa curiosilla impertinente.
—¡No os permito esa expresión! Su familia proviene de cristianos viejos de mucho linaje.
—¿Y por qué acudís a mí, señora? Al fin y al cabo soy vuestro enemigo.
—¡Quiero que la protejáis ante don Brás!
—Antes ha de devolver el vestido y el collar.
Doña Mencía abrió la bolsa de tela que llevaba prendida en el cinto y sacó la camisa embarrada y el collar.
—Aquí están el collar y la camisa.
—¿Y el vestido?
—Tuvo que deshacerse de él en la huida. Seguramente ya está en poder de don Brás.
—¡Valioso collar! Don Brás debe de estar muy interesado en esa damisela. ¿Se os ocurre alguna razón para que yo me enfrente a él por su culpa?
—Sí. Aunque estemos en bandos distintos, sois un caballero. Y como representante de don Juan III, el Serenísimo Rey de Portugal, es vuestro deber defender el honor de cualquier dama.
El gobernador suspiró. Atravesó la estancia antes de responder.
—De acuerdo. Pero a cambio quiero que me prometáis escribir a mi Rey diciéndole que no se emplean esclavos indios en las plantaciones de esta Capitanía. Que si antes dijisteis lo contrario fue movida por el rencor de haberos visto presa.
—No puedo. Va en contra de mi conciencia.
—¡Sois la mujer más tozuda que he conocido! ¡Voto a…!
—¿La protegeréis de don Brás?
—Ya os he dicho que sí. ¡Largaos de una vez!
—Antes tengo que pediros otro favor: proteged también a Alonso.
—¿Quién es?
—El mancebo que la ayudó a escapar.
El gobernador se encogió de hombros.
—No creo que don Brás esté demasiado interesado en él.
—También necesita un trabajo para sobrevivir en Santos.
—¡Está bien! ¡No me incomodéis más! —Tiró la camisa al suelo y volvió a su despacho.
—¡Habéis obrado con justicia! ¡Dios os lo premiar…! —El gobernador cerró la puerta de golpe y doña Mencía no pudo acabar su frase.
Pese a la grosería con que la había tratado, Tomé de Souza protegió a Ana de las iras de don Brás y buscó acomodo a Alonso con un comerciante originario de Oporto que se ocupaba de llevar tapices, alfombras y toda clase de telas y paños desde el Viejo Mundo.
Ana quedó conmovida por la defensa que de su honor había hecho el capitán Juan de Salazar sin sospechar que, como había insinuado Alonso, era el instigador de su fallido matrimonio con don Brás. Ella se creía más cerca que nunca de alcanzar el amor del capitán, pero durante los meses siguientes tuvo pocas ocasiones de verlo.
Doña Mencía y él se habían distanciado, Ana no sabía bien por qué. Imaginaba que el capitán consideraba estúpido e inútil que la dama se enfrentase de continuo con el gobernador. Y que ella le reprochaba al capitán su amistad cada vez más estrecha con los mandos lusos. Para su sorpresa, doña Isabel, la íntima amiga de doña Mencía, tomó partido por Salazar.
Ana los vio a los dos paseando por el mercado de Santos. Intentó abrirse camino hasta ellos, pues era una buena ocasión de hablar con el capitán, pero maese Pedro, el cocinero del
San Miguel
, le salió al paso.
—¡Ana! ¡Cuánto habéis crecido! Os habéis convertido en una dama… muy hermosa.
—No puedo entretenerme ahora, maese Pedro.
—Será solo un momento. Quiero despedirme de vos.
—¿Os vais?
—Sí. He conseguido trabajo de capataz en… una plantación del interior de la selva.
—¿No nos volveremos a ver?
—No, no creo.
Ana lo abrazó con fuerza.
—No os olvidaré nunca, maese Pedro —lo soltó porque algunos transeúntes los miraban.
—Yo tampoco os olvidaré, mi dulce damita.
Se lo quedó mirando mientras se alejaba. Últimamente le costaba recordar el rostro de sus padres y hermanos y no quería que el de aquel hombre bueno desapareciera también de su memoria.
Un tiempo después, corrió el rumor de que maese Pedro había sido visto en un poblado tupí. Ana deseó que fuera cierto, pues eso significaría que se había reunido con su hija.
Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Mes de enero del Año del Señor de 1554
U
na calurosa tarde de enero, Alonso regresaba cabizbajo a casa tras la larga jornada de trabajo en el almacén. Se sentía abatido. Hacía seis años y medio que había abandonado su casa y todavía no había llegado a Asunción. Estaba harto de huir, de tomar precauciones para averiguar si le seguían…
—¡Voto a mis barbas! —juró en sonoro castellano una voz que le resultaba familiar.
Era Salazar, que, con los brazos abiertos, corría al encuentro de un hombre alto y corpulento, de hombros caídos y mofletes abultados.
—¿Me engañan mis ojos o eres…?
—¡Ulrico Schmidels, el mismo que viste y calza! —respondió el interpelado con un fuerte acento extranjero.
Los dos hombres se fundieron en un cariñoso abrazo.
—¡Has engordado, bribón! ¡Voto al diablo! ¡Santos es el último sitio donde esperaba encontrarte!
—¡Y yo a ti, Juan de Salazar y Espinosa! ¡Te hacía en las Españas y no entre los portugueses!
—Y yo a ti en Asunción, a las órdenes de Irala.
Alonso simuló que ajustaba su calzado de cordel al tobillo, para poder escuchar la conversación sin que se percatasen de su presencia.
—¿Cuántos años llevas ya en el Nuevo Mundo, Ulrico?
—Dieciséis, y aquí seguiría si no fuera porque mi hermana me ha escrito pidiéndome que regrese a mi villa de Straubing.
—¿Dónde cae eso?
—En Baviera.
—No puedo imaginarme a un aventurero como tú arreando muías en Straubing.
—Yo tampoco, Salazar.
—Te aburrirás.
—Tendré que buscarme una ocupación… Quizá escriba todo lo que he visto… En fin, ya veré…
—¿Cómo has llegado a Santos?
—Por el camino de la selva. Desde Asunción remontamos el río Paraguay hasta su naciente, y de allí seguimos a pie hasta un gran lugar que se llama Guaira, donde las aguas se despeñan desde una altura tremenda. ¡Jamás había visto nada igual, Juan! ¡Parecía como si un océano entero se derramara sobre la tierra! Desde allí seguimos la picada india hasta llegar a San Vicente.
—¿Es muy duro el viaje?
—Sí, lo es, hasta para hombres endurecidos por la conquista como nosotros. Tuvimos que sortear cientos de dificultades y defendernos de los animales salvajes. Pero lo que más nos inquietó fue atravesar el territorio de los tupíes, que, como sabrás, son caníbales.
—¡Vaya temeridad pasearte entre carnívoros, Ulrico!
—¿Qué insinúas?
—¡Que eres de carnes abundantes!
—¡Y sabrosas! Que mis buenos dineros me han costado —replicó Ulrico, divertido.
—¿Qué piensas hacer en Santos?
—No estaré mucho tiempo. Embarcaré en el primer barco que zarpe a Lisboa.
—Y desde allí, a Amberes, ¿no?
—Antes he de pasar por Sevilla. Irak me ha encargado que entregue unas cartas al Consejo de Indias.
—¿Irala y tú seguís siendo buenos amigos?
—Sí. Aunque estéis peleados, a ti también te aprecia, Juan.
—Tomé de Souza no permitirá que embarques esas cartas. Lee todos los documentos que salen de Santos, te las confiscará.
—Irala está en buenas relaciones con el gobernador portugués. En caso contrario no me hubiera dado permiso para embarcar desde aquí. Oye, con tanta conversación se me está secando la garganta y allí veo una taberna. ¡Seguro que tienen vino de uva! ¡A fe mía que estoy harto del de mandioca!
Alonso quería seguir escuchando sin despertar sospechas y se adelantó. Entró en la taberna. Tras pedir un vaso de vino en el mostrador, miró atentamente las mesas, intentando adivinar en cuál de ellas se sentarían. Había una vacía, algo apartada de las otras, y decidió colocarse en un banco situado a su lado. Cuando comprobó que Salazar y Ulrico se dirigían a esa mesa, se echó un poco de vino por la ropa y fingió que roncaba. Así lo tomarían por un borracho y hablarían sin cuidado.
—Cuéntame, Ulrico, ¿qué ha sido de nuestros camaradas de Asunción?
—Algunos han acabado en la cárcel, pero la mayoría se han pasado al bando de Irala.
—¿Cómo es eso?
—Irala cae bien. Al contrario que Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que fue un gobernante orgulloso…
—Cumplía la ley cuando se negó a esclavizar a los indios, Ulrico —le interrumpió Salazar.
—Sé que estabas de su parte, Juan, pero no trató a sus hombres con justicia. Habían atravesado medio mundo y arriesgado sus vidas y Alvar Núñez les negó la única riqueza de estas tierras: los indios. Además, Irala sabe cómo ganar adeptos: ha casado a sus hijas con los soldados disidentes.
—¿Te refieres a sus hijas… bastardas?
—En el Nuevo Mundo casi todos los hijos son bastardos, pero no por eso menos queridos, como bien sabes.
—¡No me parece bien que case a hidalgos españoles con las hijas de sus concubinas indias, Ulrico! —recalcó Salazar, escandalizado.
—Yo que las conozco, Juan, te aseguro que no tendría ningún empacho en casarme con cualquiera de ellas. ¡Son beldades! Y, además, ¡heredarán grandes propiedades!
—No es seguro que Irala pueda quedarse con todas esas tierras. El Rey nombró Adelantado a Diego de Sanabria, tras la muerte de su padre.
—Pues todavía no ha llegado a Asunción, y ya veremos si será capaz de hacerse con el poder.
—¿Las cartas que llevas son para pedir a Su Majestad que revoque el nombramiento de don Diego de Sanabria?
Ulrico se encogió de hombros.
—Eso imagino. Pero ya hemos hablado suficiente de mí, Juan. Ahora, dime, ¿qué haces tú en Santos?
—Vine con la expedición de Mencía de Calderón, pero nos atacaron los piratas. Nos vimos obligados a cruzar el océano sin instrumentos de marear y, después de muchas penalidades, tuvimos que pedir auxilio al gobernador de Brasil. Ahora no nos permite abandonar esta Capitanía.
—Oí en Asunción que Irala había mandado un buque a buscaros, pero que no os encontraron.
—Los ataques de los indios nos impidieron acudir a la cita.
—Espero que no hayas escogido, una vez más, el bando equivocado, amigo mío.