Antes de abandonar el puerto, verificó que habían dejado un retén de guardia al pie del buque y otro en cubierta.
Nada más llegar a su casa se puso a escribir la siguiente nota:
Estimado fray Antonio del Pino:
Confiando en vuestra benevolencia, tengo que pediros un favor: decidle al prior de Caaveiro que caliente la carta que os di para mi madre.
Subrayó la palabra «caliente» antes de proseguir:
Os ruego que recordéis este detalle, pues es de suma importancia.
Volvió a subrayar «suma importancia» y continuó escribiendo:
Le rogaré a Dios Nuestro Señor que os recompense por este inmenso favor, que no dudo estaréis dispuesto a hacer y que, os aseguro, no se trata de un servicio a mi persona, sino a las Españas y a Su Majestad el Serenísimo Emperador Carlos.
Vuestro servidor,
Alonso.
A continuación, impregnó la nota en una sustancia pegajosa y blancuzca que había sacado del almacén.
—
¿Qué es esto?
—
le había preguntado a su jefe la primera vez que vio un barril de aquella resina
.
—
Leche de árbol. Se llama así porque los indios la consiguen sangrando unos árboles de la selva.
—
¿Para qué sirve?
—
Los indios untan con ella sus mocasines y capas para impedir que la lluvia las cale.
—
¿Al igual que hacemos nosotros con la cera?
—
Así es. Pero la leche de árbol tiene la ventaja de que deja los tejidos flexibles, no rígidos como la cera.
—
¿Y es cierto que los impermeabiliza?
—
Sí.
—
¿Por mucho que se mojen?
—
Sí, yo mismo lo he comprobado, Alonso.
—
Acabo de tener una ocurrencia: ¡impregnad con esa resina capas, zapatos y sombreros!
—
¿Para qué?
—
¡Para venderlos como impermeables!¡Tanto los hidalgos de Santos como los del Viejo Mundo nos los quitarían de las manos!
—
Por desgracia, Alonso, la leche de árbol se ablanda con el calor. Y cuando sopla el viento se le quedan pegados el polvo, la suciedad y los hierbajos. Créeme, ningún hidalgo querría salir de casa vestido como un caballero y regresar como un pordiosero.
Alonso recordó esta conversación mientras untaba con la resina una bolsa que él mismo se había cosido.
«Me servirá para llevar la nota hasta el barco sin que se empape», pensó.
Se acostó pronto, pero apenas pudo dormir. Estaba demasiado inquieto.
A eso de las tres de la madrugada, se levantó. Embadurnó su cara y su cuerpo con la brea que le había hurtado a un calafate. A continuación, se envolvió en una capa negra, se caló un sombrero de ala ancha y salió de casa con la bolsa impermeable colgada del cuello.
Amparado en la oscuridad, atravesó el puerto y continuó caminando hasta una cala un cuarto de milla más allá. Allí, tras comprobar que no había nadie, se desnudó y se tiró al agua. Nadó hacia la nao que zarparía al amanecer hacia Lisboa. Al poco, la luna se ocultó tras una nube. La oscuridad lo invadió todo. Y quedó en mitad del océano sin saber hacia dónde tirar. Estuvo a punto de perder los nervios. Por fin, una débil luz, que supuso sería una linterna de los hombres que hacían guardia en cubierta, lo guió hasta la nave. La rodeó nadando con precaución para no ser oído. En popa, unos soldados portugueses jugaban ruidosamente a los dados. Y un marinero, al compás de una guitarra desafinada, les cantaba en un castellano aguardentoso:
Vino y valentía,
todo emborracha;
más me atengo a copas
que a las espadas.
Alonso agarró uno de los cabos que colgaban de las portañuelas de estribor para izarse a bordo, pero se escurrió a mitad de camino. El ruido de su cuerpo al zambullirse en el agua alertó a uno de los soldados:
—¿Qué ha sido eso? ¿Hay alguien ahí?
Al no obtener respuesta, se asomó por la borda.
Alonso se había sumergido. Confiaba en que su piel, ennegrecida por la brea, sería invisible en aquellas aguas oscuras.
Otro soldado se acercó al primero.
—¿Qué sucede? —le preguntó.
—Juraría que oí caer algo. —Cogió la linterna del suelo y la dirigió al agua—. No se ve nada.
—Sería un pez —opinó el segundo de los soldados, deseoso de reanudar la partida.
Después de medio minuto interminable, Alonso sacó la cabeza del agua. «Debo darme prisa. He de dejar la nota antes de que suban los pasajeros», pensó. Agarró el cabo con firmeza y, esta vez, logró subir sin escurrirse.
Tras secarse los pies en una tela de vela, para no dejar huellas en el suelo de cubierta, buscó el camarote del fraile. Era un hueco bajo la escalera que llevaba a la segunda cubierta, cerrado con tablones. La luz de la luna no llegaba al interior del cubículo y tuvo que tantear los muebles. Sobre un taburete halló una linterna, eslabón, pedernal y mechas para hacer luz. Tapó las rendijas de la puerta con la manta de la cama para encender la linterna. Tuvo que hacer varios intentos antes de lograr que la llama prendiese en la pelusa de la mecha. Cuando la habitación se iluminó, vio que en aquel cuchitril no cabían más muebles que el catre y el taburete.
«¿Dónde podría esconder la nota?», se pregunto. Y se le ocurrió que un buen sitio sería el libro de misa. Pero ¿dónde lo habría puesto el fraile?
Miró debajo del catre. Vio un baúl de cuero repujado con los grabados desgastados por el uso. Dentro había objetos de culto, pero no estaba el libro de misa. Vio un cofrecillo bajo el taburete. «Debe de estar ahí», pensó. Pero tenía echada la llave. Y si lo forzaba, lo descubrirían. Estaba a punto de amanecer y pronto embarcarían los pasajeros. Trató de tranquilizarse y pensar. Si él tuviese que esconder una llave, ¿dónde lo haría? Palpó la almohada y soltó un suspiro de alivio. ¡Allí estaba! Abrió el cofre. El libro de misa estaba dentro. Sacó la nota de la bolsa que llevaba al cuello y la colocó entre las páginas del misal. «La verá, mañana, al oír misa. ¡Dios mío, no permitáis que me delate!», rogó.
Además del misal, fray Antonio del Pino llevaba en el cofrecillo correspondencia para Roma y para su orden. Como Alonso había sospechado, las órdenes religiosas tenían sus propias redes de información en el Nuevo Mundo.
Colocó el cofre en su sitio y procuró dejar todo como lo había encontrado.
Salió del camarote y caminó por cubierta agachado, pegándose a la barandilla para que no lo descubrieran. Buscó el cabo por el que había subido, se lo enrolló en la muñeca derecha y se deslizó hasta el agua con lentitud. En el horizonte se veía un débil fulgor. Comenzaba a clarear.
Era un excelente nadador y el regreso a la costa le fue fácil. Más difícil le resultó quitarse la brea con que se había embadurnado.
Después de mucho frotar, solo logró despellejarse. Su cuerpo y su cara quedaron impregnados de un color marrón oscuro que provocaría las burlas de sus compañeros en el almacén.
—¿Es que quieres venderte como esclavo? —le dijeron al verlo entrar en el almacén.
—Para eso no hacía falta que te riñeses —bromeó su jefe muerto de risa—. Hay muchos mariones que prefieren a los rubitos.
—Anoche, al salir de la taberna, me tropecé con un barril de brea y me caí encima.
—¿Lo confundiste con uno de vino? ¿Tan ciego ibas que no distinguías el negro del rojo?
Tuvo que soportar burlas como estas durante bastantes días, hasta que le mudó la piel.
Puerto de Santos. Capitanía portuguesa de San Vicente. Nochebuena del Año del Señor de 1554
L
os diez meses siguientes se le hicieron muy largos a Alonso; ansiaba saber si fray Antonio del Pino les había entregado a sus destinatarios las cartas que con tanto esfuerzo había subido al barco. Llevaba mucho tiempo sintiéndose culpable de haber perdido la carta que le entregara el padre Xoán. Conseguir que esas cartas llegasen al Consejo de Indias le reconfortaría de alguna manera. También anhelaba tener noticias de su madre. Añoraba su cariño, sus sonrisas, sus cuidados… ¡Y pensar que antaño se había sentido abrumado por sus mimos! ¡Cuánto daría ahora porque lo besase o le hiciese cosquillas detrás de las orejas! ¡Qué necio había sido!
Se sentía un poco solo. Sus compañeros de viaje parecían haberse olvidado de él. Algunos, quizá, debido a la envidia, pues, al contrario que ellos, tenía un buen trabajo con el que ganarse el pan. El comerciante de Oporto apreciaba mucho su buen hacer y lealtad y lo había mantenido en su puesto. Pero no había demasiado trabajo y tenía tiempo sobrado para cavilar.
Afortunadamente, en el verano hizo amistad con unos frailes jesuitas que habían ido a San Vicente a catequizar a los indios y que le prestaron libros con los que entretenerse e incrementar sus conocimientos. Gracias a ellos, a partir del otoño el tiempo se le hizo más corto.
La Adelantada estaba cada día más abatida. Había pasado casi un año y no había recibido respuesta al mensaje que había enviado al Consejo de Indias por mediación de Alonso.
«Tanta tardanza en responder no augura nada bueno», se decía.
Para colmo, la penuria de sus mujeres era cada vez mayor. El gobernador dejó de prestarles dinero y apenas se preocupaba de alimentarlas. Había más remiendos que tela en sus camisas y sayas. Pese a que, de vez en cuando, lograban ganar algunas monedas con labores de aguja, habían tenido que vender las escasas posesiones que les quedaban para comprar artículos de primera necesidad como aceite de lámparas o hilo con que poder seguir remendando.
Para paliar la amargura de doña Mencía, Ana y sus hijas intentaban sacarla de casa siempre que tenían ocasión.
—Mañana, en la misa de Navidad, todos los hidalgos y damas de Santos lucirán los vestidos suntuosos que trajo la flota —dijo Menciíta.
—Querrán darse envidia.
—¡No podemos faltar, madre!
—A la misa asistiré, a la cabalgata que organizan en la plaza para exhibirse, no.
Como imaginaba doña Mencía, después de misa los caballeros y ricas damas de Santos se pasearon por la plaza con sus galas recién adquiridas. Tras mucho insistir, sus hijas la convencieron para que se quedase a ver el espectáculo.
La exhibición de riqueza que aquella Navidad hicieron en Santos fue impresionante. Hasta las criadas —ya fueran indias, portuguesas o africanas— iban ricamente engalanadas para mostrar la riqueza de la hacienda a la que pertenecían.
—¡Cuando partimos no pensé que encontraría tanto boato! —exclamó doña Mencía.
—¡Es tal el brillo que despiden cuando les da el sol, que no se dejan mirar! —comentó con admiración Menciíta. Y escondió su humilde calzado de cuerda bajo las faldas.
Se les acercó un hombre que le resultó conocido a la Adelantada, aunque no podía recordar dónde lo había visto.
—¿Sois vos doña Mencía de Calderón? —preguntó en castellano.
—Sí, lo soy.
—El gobernador de Brasil, don Tomé de Souza, os ruega que vayáis a verlo.
—¿Me lo ruega… en vez de ordenármelo?
—Yo soy su secretario. Me limito a cumplir sus instrucciones.
—Hoy es Navidad.
—Le consta, pero aun así quiere veros.
—Decidle que iré enseguida.
Doña Mencía y Ana llegaron al despacho del gobernador una hora después. La joven se percató de que la Adelantada procuraba ocultar los puños deshilachados de su camisa bajo las mangas del vestido, a su vez tan desgastado que dejaba clarear su ropa interior.
El gobernador acababa de almorzar y las recibió sentado a una hermosa mesa de ébano, con patas torneadas.
—Traed agua de anís y frutas confitadas para estas damas —le dijo a un criado altísimo, de piel oscura. Y dirigiéndose a doña Mencía, añadió—: Sois la mujer más tozuda, insensata y tenaz que he conocido, Mencía de Calderón, pero no puedo por menos que sentir admiración por vos.
—Me confundís, señor gobernador. ¿A qué viene esto?
—Cuando os proponéis algo, señora, hacéis lo que haga falta para conseguirlo, aunque os vaya la vida en ello.
—Sigo sin saber de qué habláis, excelencia.
—Don Juan III, el Serenísimo Rey de Portugal, me ha encargado que os haga llegar estas cartas. Tomad. —Le alargó unos cuantos pliegos con el lacre roto.
—¿Quién me escribe?
—El Consejo de Indias, al que, aún no me explico cómo, habéis advertido de vuestra presencia en esta Capitanía. Las demás cartas son correspondencia privada para vos y otros miembros de vuestra expedición.
—Los sellos están rotos. ¿Las habéis… leído?
—Por supuesto que sí, señora. ¡Me ofendéis! ¿Qué esperabais? —sonrió con cinismo.
—¿Qué dicen?
—No es apropiado que lo sepáis de mis labios.
—Entonces, me retiraré de inmediato a leerlas, con vuestro permiso.
—Antes, quisiera comunicaros que desde ahora mismo vos y todos los miembros de la expedición quedáis en libertad de abandonar esta Capitanía de San Vicente. O de permanecer en ella, si lo deseáis.
—¿Ya no somos vuestras prisioneras?
—¿Prisioneras? Yo siempre os consideré mis… invitadas.
—Sí. Ya me percaté de ello. Sois enormemente hospitalario.
—No os merecéis menos. Podéis retiraros si lo deseáis.
—Con vuestro permiso.