La abordó en el Arenal, donde, acompañada de don Juan de Salazar, completaba la tripulación de los barcos.
—Señora, ¿os acordáis de mí? Soy el joven que os siguió hasta el Alcázar.
—¡Ah, sí! Claro que me acuerdo.
—Me dijisteis que viniera a veros cuando estuvieseis a punto de partir…
—Y quieres solicitar una plaza de grumete, ¿verdad? —Le hizo un guiño—. Es al capitán Salazar, aquí presente, a quien debes dirigirte.
—Ya tenemos grumetes suficientes.
—Aunque la decisión es vuestra, os rogaría que enrolaseis a este mancebo. Mi esposo le ofreció el puesto hace un año y…
—¿Tienes experiencia de grumete?
—Solo he mareado en barcos pesqueros.
—¿De la mar atlántica?
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
—Alonso de Vizcaya —mintió.
—Pregunta en el Arenal por el contramaestre del
San Miguel
y dile de mi parte que te enrole.
Sevilla. 3 de abril del Año del Señor de 1550
H
abía trabajado duramente todo el invierno con la esperanza de comprarle un torno a Fátima para que ella y sus hermanos pudieran sobrevivir fabricando cacharros de barro cuando él se hubiera ido al Nuevo Mundo. Había dejado de teñirse el pelo por ahorrar.
Pero faltaba una semana para el viaje y no tenía el dinero. La vida era cara en Sevilla y solo en comida para los cuatro se le iba casi todo el sueldo. Para colmo, esa primavera había dado un estirón y tuvo que cambiarse las calzas por otras más largas. Sus brazos, musculados por el duro trabajo de estibar, habían reventado las sisas del jubón y no le había quedado más remedio que comprarse otro. Otro tanto les había sucedido a Fátima y sus hermanos: habían crecido tanto que tuvieron que gastarse en ropa de segunda mano lo poco que habían logrado ahorrar.
Tres días antes de la fecha de partida, Alonso regresó al corral desanimado y exhausto. Había tenido que cargar varios carretones de paja en la bodega de una nao que zarparía al amanecer para Flandes. Le extrañó no encontrar a Fátima en su cuarto.
—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó a Said, que jugaba con otros dos niños en el corredor.
—Se fue con Aixa.
Aixa tenía catorce años y ejercía de hermana mayor de Fátima. Fushía la había acogido una temporada en su casa por lástima, pues sus padres la habían abandonado. Se comentaba que era fruto de los amores entre un morisco y una cristiana. Hacía cuatro años que se había ido a vivir al otro lado del río, pero venía de vez en cuando a visitarlos.
—Nos ha dejado la cena hecha. Dijo que no volverá a dormir.
—¿Adonde pensaban ir? —insistió Alonso, preocupado, pues había oído comentar que Aixa andaba en malos pasos.
—Les oí decir que al Compás de la Laguna.
—¡Oh, Dios mío… no!
—¿Qué pasa…?
—Nada.
Pero sí pasaba. En el Compás de la Laguna estaba la mancebía de Sevilla, el mayor burdel del reino. Tenía que impedir que Fátima cometiera una insensatez.
Antes de salir, se embozó el rostro con la raída capa con la que le habían investido pupilo en Salamanca. Las calles de Triana eran peligrosas de noche y quería ocultar su juventud. Se le ocurrió atarse un palo al costado izquierdo para simular que llevaba una espada bajo la capa. Ya en la calle, movía el palo de vez en cuando y la prenda se alzaba por detrás, como si llevara una tienda de campaña en el trasero.
Atravesó el puente de barcazas que unía Triana con Sevilla y desembocó en el Arenal. Estaba muy concurrido. A la luz vacilante de hachas y linternas se paseaba una curiosa fauna de caballeros, campesinos, comerciantes, capeadores, picaros y rufianes.
Aunque las más abundantes eran las busconas de todas las razas y pelajes: rameras, izas, rabizas y… alguna que otra dama de alcurnia que mantenía a salvo su honra cubriéndose el rostro con un manto.
Al llegar a la puerta de la muralla, descubrió que ya estaba cerrada y no tenía forma de llegar al Compás.
Una mujer de carnes generosas y escote más generoso aún se acercaba escoltada por un criado que le alumbraba el camino con un hacha.
—Perdone vuestra merced.
Al oírse tratar de «merced», la puta se enterneció.
—¿Qué quieres de mí, lindo mancebo?
—¿Conocéis algún modo de llegar al Compás de la Laguna, señora?
—Las puertas de la ciudad están cerradas. ¿No sería mejor que te arreglases conmigo?
El criado acercó el hacha encendida a las chichas de su ama para que Alonso pudiese examinar la mercancía.
—Me llaman la Chupona porque soy una maestra de la lengua. —Sujetó a Alonso del cuello y estampó sus labios contra los suyos. Él reculó, mareado por la vaharada de vino rancio que salía de su boca—. ¿No te ha gustado, galancete?
—No…, quierooo decir, sííí… —tartamudeó, colorado como la grana.
La ramera abrió sus pechos, grandes como montañas de manteca, y aprisionó entre ellos la cabeza del joven.
—Necesito… llegar… cuanto antes al Compás.
—¿Tanto te pica la punta de la barriga?
—Una amiga… ha… ido a… allí —explicó medio ahogado—. Y no sé cómo entrar.
—¡Así que mi caballerete quiere rescatar a su dama! ¡Ja, ja, ja! —Con la risa, sus ubres iniciaron un bamboleo que no cesó hasta que las separó para liberar la cabeza de Alonso—. ¡Me gustan los enamorados! ¡Soy tan sentimental! —Sus ojillos brillaron con una emoción que a Alonso le pareció sincera—. Aunque las puertas de la ciudad ya están cerradas, te diré cómo entrar. ¡Porque me caes bien, galancete!
Cogió el hacha de su criado y alumbró la montaña de desperdicios que se acumulaba junto a la muralla.
—¿Ves ese montón de basura? Trepa por él y, una vez arriba, camina por el filo de la muralla hasta llegar a la calle Harinas.
—No sé cuál es.
—La reconocerás; en ella se acumula otra montaña de desperdicios similar a esta, pero por la parte interior de la muralla. Si la bajas, caerás dentro de la ciudad.
—Y la mancebía, ¿dónde está?
—A la izquierda de la calle Harinas encontrarás una puerta, la del Golpe, que es la entrada a la mancebía. ¿Sabes por qué la llaman así, ternura?
—No.
—Porque tiene uno de esos pestillos que se cierran con un simple golpe. Y porque el mozo que la guarda saca la mano a pasear por menos de nada ¡y arrea bofetadas muy generosas! Dile que vas de parte de la Chupona y te tratará bien.
Gracias a su recomendación, Alonso entró sin dificultades en el Compás de la Laguna, el mayor burdel del reino.
La puerta del Golpe daba a una calle estrecha que se ensanchaba poco a poco hasta acabar convertida en una plaza flanqueada de bodegones que desprendían un fuerte olor a vino.
A la puerta de los bodegones había mesas donde hombres y mujeres escasas de ropa se divertían charlando, jugando a los naipes o cantando. Aunque el entretenimiento más extendido, tanto entre las parejas como en los grupos, era besarse y acariciarse a la vista de todos.
En el extremo más alto de la plaza, una multitud rodeaba un escenario en el que bailaba un grupo de muchachas. Alonso se acercó. Le sorprendió ver que, contemplando el espectáculo, había representantes de todas las clases sevillanas: nobles, hidalgos, clérigos, militares, comerciantes y banqueros se codeaban con marineros, calafates, artesanos, siervos, picaros, capeadores, cuatreros, murcios, putos, putas y otras gentes de mal vivir.
Alonso se abrió paso como pudo hasta el borde del escenario. Algunas bailarinas eran bárbaras, de piel blanca como la nieve; otras, africanas, de color de ébano. Todas se movían con una gracia sorprendente.
Al terminar el baile, una danzarina bellísima, de piel muy oscura, saltó a los brazos de un clérigo que estaba al lado de Alonso. Esto le sorprendió, pues hacía pocos días había escuchado decir al sacerdote en la homilía de la misa: «La mezcla de sangres es peligrosa porque la infiel tiene más fuerza que la pura y la corrompe, y otro tanto sucede con los colores. Por esta razón, está prohibido que las esclavas tengan ayuntamiento carnal con los cristianos».
«La prohibición de mezclar sangres no cuenta en el Compás», pensó.
Una joven de piel canela y cabello ondulado salió al escenario y comenzó a interpretar una pieza muy movida, al son de guitarras y castañuelas. Meneaba su cuerpo al ritmo del taconeo de sus zapatos hasta llegar al frenesí. Sus movimientos eran tan insinuantes y lascivos que Alonso sintió que su miembro se erguía. Como le había aconsejado el padre Xoán, miró para otro lado y rezó un padrenuestro para alejar los pensamientos libidinosos de su mente.
Un mancebo, aproximadamente de su edad, se colocó junto a él.
—¿Has visto alguna vez algo más hermoso? —le comentó, visiblemente fascinado por las cabriolas de la bailarina que se deslizaba a lo largo y ancho del escenario con una gracia sin igual mientras hacía sonar las castañetas.
—¿Qué es lo que baila? —preguntó Alonso.
—Una zarabanda. Es una danza nueva. Unos dicen que viene de las Indias, otros que de África y, los más, que ha nacido aquí, en el Compás.
—¿No está prohibida a… las cristianas?
El mancebo se encogió de hombros.
—Aquí la bailan todas: indias, judías, moriscas y cristianas.
—¿Vienes con frecuencia?
Alonso tuvo la sensación de que el joven le hacía un guiño.
—Suelo acompañar a mi amo… y si se cae algo… —Miró a Alonso fijamente y sonrió.
—Estoy buscando a una muchacha rubia…
La sonrisa se borró del rostro del mancebo.
—¿Solo vienes a eso…?
—Sí.
—¿Es puta?
—Ha venido a pedir trabajo.
—Pregúntales a esas —señaló a unas mujeres sentadas a la puerta de una corrala que había enfrente—; son de la mancebía.
Alonso se acercó.
—Busco a una muchacha llamada Fátima.
—¿No te valgo yo?
Alonso enrojeció.
—No… vengo a eso.
—¿Buscas trabajo de puto?
—¡No! ¡Busco a Fátima!
Un joven, hermoso como una pantera, comenzó a taconear sobre el escenario y atrajo la atención de las putas.
—¿La habéis visto entrar? Es rubia, de ojos claros…
La coima se llevó el dedo índice a los labios.
—¡Déjame escucharlo, que va a cantar! —le dijo, y señaló al joven del escenario.
Tenía una voz grave y retadora, tan hermosa como su cuerpo:
Andullo, andallo,
que soy pollo y
p'a gallo.
Por el lado opuesto apareció otro mancebo no menos gallardo que, tras retar al primero con un taconeo, cantó:
P'a gallo yo.
Elvira de Meneses,
echa acá tus nueces.
La danza representaba una pelea y era muy sensual. Los dos bailarines zapateaban con frenesí, cuando una mujer salió del fondo del escenario y se interpuso entre ambos. Tras separarlos bailando, cantó:
Zambullí,
ay, bullí, bullí.
Yo me bullo y me meneo,
me bailo, me zangoneo,
me refocilo y recreo
por medio maravedí.
¡Zambullí, bullí, bullí!
Los tres bailarines concluyeron la pieza con un espectacular taconeo llevado al frenesí y ejecutado con tal maestría que el público estalló en aplausos.
—¡Vítor, vítor! —gritaban meretrices y caballeros, entusiasmados por el espectáculo.
Comenzaron a llover monedas sobre el escenario. Unas muchachas muy jóvenes, casi niñas, subieron a recogerlas mientras los bailarines se retiraban. Alonso descubrió que una de ellas era Aixa. Rápidamente, cruzó la plaza para ir a su encuentro. Aixa le entregó las monedas a un tipo con la cara cruzada por una cicatriz.
—¿Dónde está Fátima? —le preguntó Alonso agarrándola del brazo.
—Con el padre.
—Fátima es huérfana.
—Se llama «padre» al encargado de la mancebía.
—¡Llévame con ella, Aixa!
—¡No quiero!
Alonso sacó la navaja que llevaba al cinto por detrás, oculta bajo la capa, se la puso en un costado y, agarrándola del brazo, la obligó a caminar hasta un rincón oscuro.
—¡Suéltame! A mí no me asustas con eso, ¡mentecato!
Recorrió con la navaja la mejilla de la joven, amenazándola con rajársela.
—¡Te arruinaré el negocio si no me llevas con Fátima!
Aixa le miró a los ojos y sonrió.
—Si tanto interés tienes, te llevaré con ella.
Aixa entró en la mancebía seguida de Alonso. Era una corrala de tres pisos con numerosos aposentos. Subieron al primer piso y caminaron por el corredor hasta que Aixa se detuvo delante de una puerta vigilada por dos forzudos con los rostros llenos de tajos.
—El «padre» está ocupado, no puede ver a nadie —dijo el matón más alto, que tenía el labio partido.
Alonso se adelantó.
—Buscamos a…
—¡He dicho que está ocupado! ¿O es que estás sordo, puto bujarrón
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?
—¡No soy bujarrón!
—Entonces serás puto.
Se abrió la puerta y salió Fátima, blanca como la cal. Alonso se conmovió al ver lo asustada que estaba.
—¡Vámonos! —dijo, y la agarró del brazo. Pero los matones lo empujaron contra la pared.
—¿Te ha admitido el «padre»? —le preguntó Aixa.
Fátima negó con la cabeza y le mostró un papel sucio, doblado por la mitad.
—He de traer esto que dice aquí.
Ninguna de las dos sabía leer, y el del labio partido cogió el papel y leyó:
Cualquier manceba, mayor de doce años, que no tenga sangre noble y sea huérfana o hija de padres desconocidos o haya sido abandonada por estos y no tenga otro medio de sustento, tendrá permiso para trabajar en una mancebía siempre que presente un certificado del juez acreditando que ha sido desvirgada.
—El juez no me dará el certificado. —Fátima estalló en sollozos.
—Si ese bujarrón de tu amigo no es capaz de desflorarte, nosotros te haremos el trabajito encantados —dijo el del labio partido agarrando a Fátima por la cintura.
—¡Suéltala! —gritó Alonso.
—A ti también, envidioso —replicó el otro matón.
El del labio partido intentó besar a Fátima y ella, asqueada, le mordió.
—Acabaré por gustarte; la que es puta, su cono lo disfruta.
Alonso lo agarró por la espalda y empezó a darle puñetazos para que soltara a Fátima. Pero el otro sicario lo apartó de un empujón.