—Entiendo. Lo que sacan de un lado, lo meten en otro…
—¡Qué definición más exacta, Alonso! ¿Sabes que eres un mancebo con muchas luces?
Llegaron ante un edificio de piedra y ladrillo, de grandes dimensiones, con aspecto de convento, y Andrés se metió por una puerta lateral.
—Este es el colegio de los dominicos y a sus escolares nos llaman los golondrinos.
Entraron en un claustro con arcos de medio punto que descansaban sobre robustos capiteles. Andrés se detuvo delante de una pared llena de «uves» rojas.
—Esas son las «uves» de las que te hablé ayer. Dios mediante espero ver, pronto, mi nombre en una.
Había más «uves» en el resto de las paredes del claustro y en las de la amplia escalinata que los llevó al primer piso.
Entraron en un larguísimo dormitorio ocupado por veinte catres y treinta escolares. Los menos apuraban los últimos rayos de luz para estudiar. Los demás jugaban a las cartas, hacían apuestas, bromeaban o discutían en corros, sobre las camas o en el suelo.
Los más escandalosos eran tres tunos que desafinaban a voz en grito.
—¡Vive Dios! ¡Bajad el tono! ¡Cada día cantáis peor! —exclamó Andrés.
Uno de los jugadores, tapándose los oídos, se sumó a la crítica:
—Voy a denunciarlos al Santo Oficio; a ver si los hacen chicharrones en la hoguera ¡y nos libramos de estos asesinos del canto!
—Lo que sea de nosotros, que sea de ti, ¡fullero de naipes! —contestó uno de los tunos—. ¿A quién nos traes, Andresillo?
—A un bobo con hambre, Nicolás.
—¡De eso ya tenemos! Oye…, pero ¡si es al que le birlamos los pasteles de a cuatro! ¡No me extraña que esté hambriento!
—Alonso, te presento a Nicolás, el decano de los tunos. ¡Y un buen amigo!
Cara de Ratón tenía el rostro lleno de arañazos y un ojo morado.
—Siento lo de los pasteles. Si llegamos a saber que…
Andrés le interrumpió:
—Bueno, vamos a lo que interesa. Buscáis músicos, ¿no?
—Por desgracia, sí. Tenemos a tres de baja…, quién sabe si para siempre.
—¿Han sido víctimas de un accidente? —preguntó Alonso.
—No, de tres maridos furiosos. Y justo mañana nos han contratado para tocar en una boda. ¡Una boda de las de Antón!
Siete cosas hubo en la boda de Antón,
cochino, verraco y lechón,
cerdo puerco tocino y jamón.
Canturreó. A continuación, dijo:
—Así que estamos dispuestos a aceptar a cualquiera que sepa hacer ruido.
—¡Pues este mancebo toca de maravilla! —terció Andrés.
—¿Por arriba o por abajo?
—Menos burlas. Hazle una prueba, Nicolás, que es lo menos después de haberle birlado los pasteles.
—¿Qué sabes tocar?
Alonso sacó de su zurrón un par de vieiras y comenzó a frotarlas una con otra ante la hilaridad de los estudiantes, que acabaron aplaudiéndole.
—El instrumento es raro, pero ruido hace… ¡Quedas admitido! —exclamó Nicolás
Cara de Ratón
.
Un estudiante con anteojos, que trataba de estudiar junto a la ventana, preguntó señalando a Alonso:
—¿Es bachiller ese mancebo?
—Bala, chilla y sabe leer, luego es baaa-chi-ller —replicó Nicolás entre risas.
—¡Te recuerdo que no puede ser tuno sin ser bachiller o al menos pupilo de esta escuela, Nicolasín! ¡Va contra la ley de los golondrinos!
Varios jugadores se pusieron de parte del estudiante de los anteojos.
—¡Cierto! ¡Quien puso la regla que pase por ella!
Nicolás meditó, con la boca arrugada y la mirada chispeante. Alonso sonrió al constatar que realmente tenía cara de ratón.
—Andrés, tú, como bachiller de pupilos, ¿tendrías inconveniente en investirlo ahora mismo? —dijo al fin.
—Ninguno.
—¡Golondrinos, dejad vuestros quehaceres, que vamos a investir a un nuevo miembro!
Alonso vio con recelo como, entre risas y chanzas, los estudiantes apartaban rápidamente los catres, taburetes y mesillas para despejar la habitación. En la pared opuesta a la entrada, instalaron una mesa con un taburete encima. A continuación, se colocaron a ambos lados de la estancia, dejando un pasillo.
Nicolás
Cara de Ratón
se colocó junto al «trono» con una escoba en la mano. Dio un par de golpes con el palo para imponer silencio y dijo:
—¡Su Majestad el rey de los golondrinos va a hacer su entrada!
Y entró Andrés con un ropón muy largo y una pandereta en la cabeza, a modo de corona. Caminaba con la barbilla alta, sin mirar a nadie, con las maneras de un soberano. A mitad de camino, bien porque se pisó el ropón o bien porque alguien le puso la zancadilla, se cayó de bruces.
Las carcajadas atronaron la habitación y el «maestro de ceremonias» se vio obligado a imponer silencio con el palo de la escoba.
Andrés se sentó en el improvisado trono. Nicolás le hizo una reverencia y dijo:
—Majestad, un «hijo de nada» ha solicitado la merced de que lo hagáis pupilo.
—Traedlo a mi presencia. Nicolás colocó a Alonso junto al «trono» de un empujón.
—¿Cómo te llamas?
—Alonso…
—¿Qué más?
Titubeó un instante y Cara de Ratón le susurró:
—Si no quieres decir tu apellido, puedes usar el nombre de la ciudad en la que naciste.
—Alonso de León.
—Di mejor ¡el de las conchas! —le interrumpió un pupilo.
—Sí, sí —afirmaron varios.
—¡Silencio todo el mundo! —Nicolás apoyó su imprecación con otro par de escobazos—. Alonso de León, abre la boca y cierra los ojos. ¡Y permanece así hasta que se ordene lo contrario.
Cara de Ratón lo paseó entre los escolares, que prorrumpían en carcajadas al ver su expresión.
—¿Os parece un candidato digno, golondrinos? —les preguntaba.
—¡Síí! ¡Vaya cara de bobo pone este bobo! ¡Es el mejor que hemos tenido! —contestaban.
Cuando dio por terminado el paseo, Nicolás condujo a Alonso hasta el «trono», donde Andrés le preguntó:
—Alonso de León, bobo entre los bobos, ¿solicitas la entrada en este colegio?
—Sí…
—¡Pues procedamos a la investidura!
Dos estudiantes se acercaron portando con mucha ceremonia una capa tan sucia que, cuando la depositaron en el suelo, se sostenía de pie.
—Alonso de León… o de un poco más lejos. ¿Llevarás esta capa con el escudo de nuestra escuela para que te reconozcan como a uno de los nuestros allá donde vayas?
—Sí…
—¿Estarás dispuesto a soportar insultos, palizas, salivazos, coscorrones, patadas, puñetazos, navajazos y cuanto sea menester por defender a los golondrinos de esta escuela hasta la muerte si fuera preciso?
—Pssh…
—Di que sí —le susurró Nicolás.
—Bueno… —dijo Alonso con poco entusiasmo.
Andrés colocó la capa, rígida de mugre, sobre los hombros de Alonso.
—Yo, como rey de los golondrinos y bachiller de pupilos de este colegio, declaro que quedas admitido en él con los mismos privilegios de los demás. Es decir: podrás disfrutar de la sarna, de los harapos y del hambre que padezcamos todos.
—¡Amén! —corearon los pupilos.
Tras una salva de aplausos, al grito de «¡Vítor! ¡Vítor!», los estudiantes abrazaron a Alonso y le dieron la enhorabuena por haber sido admitido en «el más celebrado colegio de Salamanca».
Cuando volvieron a colocar las camas en su sito, Andrés condujo a Alonso hasta un jergón cubierto con una manta de color pardo y le dijo:
—Acomódate ahí. El que usaba este lecho se está curando unas bubas y no volverá en una larga temporada.
Alonso se tumbó. Después de tantas emociones y sinsabores, necesitaba descansar o enfermaría.
Al cabo de cinco minutos, Andrés le hizo un guiño a Nicolás.
—¿Ya se ha dormido?
—Completamente.
—¿Quién es en realidad?
Andrés se encogió de hombros.
—Bernardí me pidió que lo ayudáramos.
—¿Di…? ¿Qué sabes de él?
—Logró escapar, pero lo buscan para darle tormento.
—¿Por judío?
—Aunque lo acusen de serlo, les consta que no lo es. Quieren que confiese dónde ha escondido los libros y saber quiénes se han atrevido a saltarse la prohibición de leerlos. Pretenden hacer una pira pública.
—Con los libros…
—¡Y con sus lectores!
—No entiendo como el emperador Carlos lo consiente; Erasmo de Rotterdam fue su consejero; hasta le dedicó uno de sus libros.
—El príncipe Felipe es más riguroso que su padre en cuestiones de doctrina. Y se rumorea que el Emperador tiene la intención de delegar las tareas de gobierno en su hijo.
—Se avecinan malos tiempos.
—¡Bah! ¡No hay mal que cien años dure!
—Dios te oiga.
El día acordado, Alonso acudió a la cita con el rector. José Luis de Varea estaba junto a una columna, rodeado de estudiantes que lo acribillaban a preguntas. Alonso, mezclado entre los escolares, aguardó más de una hora a que acabase de responder.
—Siento que hayas tenido que esperar tanto rato.
—No lo sienta vuestra merced, que me ha sido de provecho escucharos. Tenéis fama de sabio y acabo de averiguar que con razón.
—Los estudiantes eligen a los catedráticos con sus votos y hemos de tenerlos contentos si queremos seguir en el cargo. —Señaló la capa mugrienta de Alonso—. Veo que te han hecho pupilo.
El joven le contó cuanto le había sucedido.
—Ha sido una suerte —respondió el rector—. No se me ocurre acomodo mejor para ti que un colegio mayor, donde pasarás desapercibido entre tantos pupilos. A veces, los estudiantes pueden ser… crueles, pero ya verás que también saben ser leales y generosos.
—Pese a sus chanzas, los golondrinos se han portado bien conmigo.
—En fin, vayamos al asunto que nos interesa. Tengo nuevas que darte: la salida de la expedición se ha retrasado. Te quedarás en Salamanca hasta la primavera, después del deshielo. En esas fechas, muchos comerciantes de esta ciudad viajan a Sevilla por la Vía de la Plata. Te encontraré acomodo con alguno de ellos.
—Pero… no tengo medios para mantenerme.
—Ya he pensado en eso. El padre Xoán me dice en su carta que eres un mancebo con muchas luces y que sabes latín y algo de griego. Te he conseguido una beca de las que dan para estudiantes pobres. Aprovéchala para instruirte.
Alonso puso la rodilla en tierra y le besó la mano.
—Lo haré, señor. ¡Muchas gracias! Dios bendiga a vuestra merced.
Medellín, Extremadura, España. Mes de septiembre del Año del Señor de 1547
A
na abrió la puerta de la sala procurando no hacer ruido. Aunque tenía permiso de su padre, quería evitar que su madre la sorprendiese leyendo. Los libros de caballería estaban en el estante más alto y tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar uno titulado
Tirante el Blanco.
El día anterior había dejado la lectura justo en el momento en que Tirante conocía a Carmesina, la princesa de Constantinopla, y caía rendido de amor por ella.
Salió al patio de la casona, que estaba vacío a esa hora de la siesta, y se sentó sobre un poyete de piedra al que una mata de retama daba algo de sombra. Buscó con ansiedad la página en la que había dejado la lectura la tarde anterior.
—Ana, ¿qué haces aquí leyendo con estos calores?
Era Sara, su vieja aya judía. Aunque hacía cuarenta años que se había visto obligada a bautizarse para evitar que la expulsaran y su nombre oficial era Concepción, todos la seguían llamando Sara.
—Ve al estrado, que hay mucha ropa para zurcir, si no tienes ganas de dormir la siesta.
Ana cerró el libro con un suspiro de contrariedad y volvió a la casa.
Junto a la ventana del estrado había un cesto lleno de camisas, calzas, bragas y jubones.
«¡Esto de remendar no se acaba nunca!», pensó con desesperación.
Los tres hombres jóvenes de su casa no paraban de practicar juegos de esgrima, birlos, chueca, pelota y hasta de cañas, cuando tenían ocasión. Y cuando acababan de zurcir o echar piezas a la ropa del cesto, ya había otro montón esperando.
Afortunadamente estaba sola. La aburrían las conversaciones triviales con las que su madre y el aya distraían la costura. Desde que doña Mencía le había ofrecido viajar a las Indias, había dejado de ser una niña a ojos de su madre. Empezó a tratarla como a una «joven casadera» y la hacía partícipe de todos los chismes de Medellín: «¡Hay que ver cómo lleva Julia la gorguera de bien almidonada! Es porque dispone de unas tenacillas especiales y, claro, no para de presumir. En cambio, su sobrina Enriqueta lleva muy retrasado el ajuar…». «¿Importa eso mucho para encontrar esposo?», preguntó Ana en una ocasión, harta de hablillas. «A los hombres puede que no les importe el ajuar, pero para eso estamos sus madres. Enriqueta anda loca por casarse. ¿Te has fijado en cómo mira de reojo a los mancebos durante la misa?»
«¡Y pensar que durante años había deseado ser mayor!», rumió Ana mientras cogía la primera prenda. Eran unas medias de su hermano Pablo que necesitaban un remiendo en la entrepierna.
Como le ocurría con frecuencia, su imaginación se desató mientras cosía.
La habitación se convirtió en un campo de batalla y ella, en una dama andante que guerreaba a las puertas de Constantinopla para evitar que la ciudad, cayera en manos de los infieles.
Ella, Ana de Rojas, manejaba la espada con una maestría tal que producía admiración en todos los caballeros que participaban en la batalla. Ignoraban que era una mujer. Con unos cuantos mandobles derribó a dos sarracenos que cayeron al suelo heridos de muerte. Desde un montículo, al que subió con su caballo para controlar cómo iba la batalla, divisó a un caballero bizantino de armadura dorada que peleaba bravamente contra cinco adversarios. Acudió en su ayuda. Cuando llegó, el caballero estaba en el suelo, a punto de perecer. Los sarracenos se volvieron contra ella y, gracias a eso, el caballero se pudo poner en pie. Entre los dos, hicieron retroceder a los cinco infieles y a otros siete más que acudieron en su ayuda.