—Buenas noches… —musitó al distinguir la silueta de un cuerpo.
—¿Tenéis sarna? —le preguntó el ocupante de la cama.
—No, que yo sepa.
—¿Y bubas?
—Tampoco —contestó Alonso sin atreverse a preguntar qué eran.
—Entonces, buenas noches os dé Dios. ¿Cómo os llamáis?
—Alonso.
—Yo, Valentín. Desnudaos y entrad, que bien podemos seguir hablando en el lecho.
—Sí, será… más cómodo.
Al quitarse las calzas se le cayó a Alonso el bolsillo de los dineros, que rápidamente recogió del suelo y colocó bajo su lado de la almohada.
—Acabo de llegar a Salamanca a estudiar y busco un criado limpio y educado; se me da que vos podríais servirme —dijo Valentín.
—Solo estaré alrededor de un mes en esta ciudad, señor.
—Justo el tiempo que necesito para acomodarme.
—En ese caso, os serviré lo mejor que sepa —respondió Alonso sin ocultar su alegría. No podía creer que tuviera tanta suerte. Acababa de encontrar un trabajo ¡sin moverse de la cama!
—He de advertiros que no podré abonaros vuestro sueldo hasta la próxima semana… Mi padre me ha provisto de una carta de pago, pero el banquero está de viaje y…
—Tengo dineros para alimentarme, no os preocupéis… —se apresuró a contestar Alonso.
—¡Magnífico! Vamos a celebrar el trato con un trago del buen vino de Cebreros que traigo en el equipaje.
—Yo no… bebo.
—Buena costumbre. Pero no rehusaréis un letuario. Los médicos aconsejan dárselo incluso a los niños.
Sacó de su portamantas una vasijilla de barro que contenía una especie de mermelada y le dio una cucharada a Alonso.
—Está hecha con la cascara de una fruta amarga, llamada naranja, que es muy depurativa y se suele acompañar con aguardiente —añadió alargándole una bota.
Alonso bebió un trago por cortesía. Era tan fuerte que casi le quitó la respiración.
—Para que haga efecto en la salud, tenéis que beber, al menos, diez tragos.
—Ya os he dicho que yo… no…
—¡Si vais a ser mi criado, al menos deberíais creerme! —replicó Valentín, irritado.
Alonso bebió los diez tragos.
—Veréis como no hay nada mejor que un letuario para conciliar el sueño —dijo su nuevo amo, dándole una cariñosa palmada en la espalda.
Debía de ser cierto porque, al rato, Alonso se quedó profundamente dormido.
Salamanca. Mes de agosto del Año del Señor de 1547
L
os rayos de sol que penetraban por la claraboya le hicieron imaginar a Alonso que se encontraba de nuevo en su cabaña de Pontedeume. Extendió los brazos para dar caza a los
duendes del polvo
y se percató de su error. Una punzada de dolor lo traspasó. Tenía la corazonada de que jamás regresaría a su casa y, lo que era peor, tampoco volvería a ver a su madre. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Se limpió la cara con la almohada para que su nuevo amo no viera que lloraba. Fue una precaución inútil porque el otro lado de la cama estaba vacío.
Se puso en pie de un salto. Su amo se había levantado. Era imperdonable que se hubiera quedado dormido en su primer día de trabajo; se vistió lo más rápido que pudo, aunque no logró encontrar ni la capa ni las medias, y bajó las escaleras a toda velocidad.
—¿Dónde está el señor Valentín? —le preguntó al tabernero.
—¿Quién…?
—El hidalgo con el que compartí anoche la cama.
—¿Ese zarrapastroso…? Partió antes de que saliera el sol.
—¿Dijo cuándo volvería?
—¿Ese…? ¡Nunca! Tenía toda la pinta de ser un aliviador de sobacos…
—¿Qué…?
—¡Un ladrón!
Alonso regreso a su cuarto a todo correr y rebuscó debajo de la almohada. El bolsillo del dinero había desaparecido, lo mismo que su ropa.
Se dio varios cabezazos contra la pared intentando mitigar con dolor la rabia que sentía por haberse dejado robar como un tonto. ¡Con lo mucho que necesitaba el dinero!
Después del ataque de rabia, rompió a llorar y, cuando se le acabaron las lágrimas, salió de la posada dispuesto a buscar un trabajo con el que poder mantenerse, aunque sin saber cómo hacerlo.
—¿Necesita vuestra señoría un criado? —preguntaba a cuantos estudiantes o hidalgos veía en las calles.
Hacia la hora de la cena, llegó a la conclusión de que la mayoría de los estudiantes de Salamanca tenían el mismo dinero que él: es decir, ninguno.
En una iglesia pidió asilo para pasar la noche y el párroco, apiadado por su juventud y su aspecto asustado, se lo permitió, dejando de lado a otros mendigos que también lo pedían. Aconsejado por el párroco, se dirigió poco después de salir el sol al barrio de los artesanos y entró en el primer taller que le pareció. Pertenecía a un cepillero que fabricaba desde lujosos cepillos con mango dorado para damas ricas a humildes brochas para los artesanos de la zona. Pero no necesitaba ningún aprendiz.
Probó en el siguiente taller. Del techo colgaban infinidad de pieles curtidas: de vaca, de cordero, de perro, de lobo, de cabrito o de conejo y junto a la ventana, que también hacía las veces de mostrador, una mujer cosía guantes ayudada por dos niñas. En las paredes había estantes llenos de guaníes de todas clases y tamaños.
Algunos eran dignos de un príncipe, como los de piel de cabrito que la mayor de las niñas perfumaba con almizcle. Imaginó su suavidad. Él nunca podría calzarse unos guantes así. Como decía su abuela: «Hasta en los mocos hay linajes: unos son sorbidos y otros guardados entre encajes». Al fondo del taller, un hombre y tres muchachos cortaban pieles para hacer fundas de espadas y puñales.
—¿Necesitan vuestras mercedes un aprendiz? —preguntó Alonso humildemente.
La mujer levantó la vista y respondió, con sonrisa cansada:
—Somos muchos de familia; nos apañamos entre nosotros.
Le dijo que quizá pudiera encontrar trabajo en el barrio de los tintoreros, situado río abajo, y Alonso se dirigió hacia allí lo más aprisa que pudo. Nada más llegar, le llamó la atención un hombre de pelo ensortijado, labios gruesos y piel verde con el que se cruzó. Había oído decir que existían hombres de piel negra, pero aquel la tenía verde. Todo él, desde el pelo a los zapatos, era del mismo color: ¡verde! Encontró la explicación a este misterio poco más adelante, al ver encastradas en el suelo unas enormes barricas llenas de tinte de distintos colores. Metidos en el líquido, niños y mujeres teñían largas madejas de lana o telas ayudándose de manos y pies. Y ellos mismos se quedaban impregnados.
Alonso se acercó a la puerta de un taller o almacén, el más grande que encontró. Un hombre cargado con una enorme madeja de lana salió en ese momento. Ordenó a unos niños de pelo rizado que metieran la madeja en la cuba de tinte. Se parecía al primer hombre que vio, aunque este estaba teñido de color añil.
—¿Tenéis trabajo para mí, señor?
—
¿Ires libre?
—Sí.
—
Iste no is un tribajo para hombre libres…, mancibo.
—Señaló sus carrillos con los dedos índices de cada mano.
Alonso se dio cuenta de que tenía ambas mejillas tatuadas: una, con la letra «s»; y la otra, con el dibujo de un clavo.
«Es-clavo» leyó Alonso para sí. Sintió una gran desazón. ¡Lo habían marcado, como a las vacas o a los caballos de su aldea! Los niños y las mujeres que trabajaban en las cubas de tinte llevaban también el mismo tatuaje en las mejillas.
La ciudad, pese a su belleza, se le hizo áspera y despiadada.
—Tengo hambre… y estoy acostumbrado a trabajar duro; en mi aldea era siervo de… un conde.
—
No is lo mismo…
—No hay tanta diferencia entre un siervo y un esclavo —intentó explicarle.
—
Hombres libris no pueden tribajar aquí
—al ver la desesperación del muchacho, añadió—:
Ispira
.
Entró en el almacén y volvió un minuto después con una cebolla y un mendrugo de pan escondidos bajo el sobaco y se los metió a Alonso, con disimulo, entre los pliegues del jubón.
—
Toma. Para que ti deseyunes, mincebo. Que pior lo tenéis los libres pobres que los esclavos que trabajamos
—dijo con la sonrisa más franca y espléndida que Alonso había visto nunca. Al contraer las mejillas, el clavo y la «s» desaparecieron entre los pliegues de su piel. Se avergonzó de haber comparado su situación con la de aquel hombre, tan generoso pese a ser tan humilde.
—Muchas gracias por vuestra generosidad.
—
Que il Siñor os ampare.
Recorrió otros muchos talleres con igual resultado. Era mayor para ser aprendiz y no sobraba el trabajo en Salamanca. A última hora de la tarde, el mendrugo de pan y la cebolla estaban más que digeridos y sentía un hambre espantosa. Después de darle muchas vueltas, venció el pudor que sentía y se acercó a una iglesia a pedir caridad a los fieles que salían de misa. Escarmentado por lo sucedido el día anterior, miró que no hubiera ningún mendigo antes de sentarse en la escalinata a esperar que acabara la misa. Apenas acabó, tres pordioseros salieron vociferando del atrio de la iglesia, donde seguramente esperaban agazapados.
—¡Largo de aquí! ¡Ladrón desvergonzado!
—No soy un ladrón… solo…
—¡A nosotros no nos engañas, bellaco! ¡El ladrón conoce al ladrón como el lobo al lobo!
—Solo pretendo pedir caridad para comer.
—¿Y te has creído que puedes robarnos el sitio?
Entre los tres lo arrastraron hasta el borde de los escalones y, antes de que tuviera tiempo de salir corriendo, uno le hizo la zancadilla y otro le dio una patada para que cayera de bruces por las escaleras del templo. Luego lo llevaron a un rincón de la plaza para apartarlo de los fieles que comenzaban a salir.
Alonso sentía un dolor intenso, insoportable, en la nariz, y la boca le sabía a sangre. Quiso ponerse en pie, pero todo le empezó a dar vueltas y tuvo que esperar un rato con los ojos cerrados, antes de intentarlo de nuevo. Por fin se incorporó y, tambaleándose, caminó hacia una fuente de caños que había en el centro de la plaza para limpiarse la sangre y llenarse el estómago aunque solo fuera con agua.
—¡Ea, ea, que el que bien bebe, bien lo mea!
Era Andrés Alcázar, el estudiante que había conocido el día anterior en la biblioteca.
—¡Menuda cogorza llevas, Alonso! ¡Y vaya porrazo! ¿Tan ciego vas que te tropiezas con las paredes? ¿No eres un poco joven para emborracharte de esa forma?
Alonso negó con la cabeza. Le costaba hablar.
—No he be… bido. Me… apalearon —susurró.
Andrés olisqueó su aliento para averiguar si era verdad.
—¡Alabado sea Dios! ¿Qué te han hecho?
—Me tiraron por las escaleras.
—Has tenido suerte de que estudie medicina. —Le palpó los brazos, las piernas y el vientre—. No parece que tengas nada roto; son solo magulladuras. —Mojó su pañuelo en la fuente y le limpió la sangre de la cara—. La nariz se te hinchará un poco, pero no está rota…
Alonso se tambaleó.
—¿Te mareas?
—Me han robado… y no he comido. —Estalló en sollozos de rabia y desesperación.
—Vamos, vamos, que no es para tanto. Casi la mitad de los cuatro mil estudiantes de esta ciudad pasan hambre, ¡y no lloran! Apóyate en mí y vamos a buscar la cena, que el ánimo mejora mucho con el estómago lleno.
Condujo a Alonso hasta la puerta de un convento donde una larga fila de desharrapados esperaba con un tazón en la mano. Cuando les iba a llegar el turno, Andrés sacó de debajo del sayo un par de cuencos y dos cucharas de madera.
—Hay que llevar siempre el instrumental preparado, por lo que pueda pasar —susurró.
La sopa boba, un revuelto de potaje con más tronco de col que hojas, le supo deliciosa a Alonso. Al ver el ansia con que la sorbía, Andrés le alargó su cuenco.
—Tómate también la mía, que yo ya he comido.
—¿De verdad?
—Sí.
El sol se estaba yendo.
—¿Tienes donde dormir?
—No.
—Acabo de ser nombrado bachiller de pupilos de mi colegio y, como tal, tengo licencia para alojar a los bobos que me plazca. Los estudiantes veteranos llamamos bobos a los novatos —aclaró.
—¿Queréis decir que puedo alojarme en vuestro colegio?
—Sí, en los dormitorios que costea la universidad para los escolares pobres.
—Yo… no soy estudiante.
—¿Y quién va a enterarse si tú no lo dices?
—No sé cómo agradeceros…
—Bah. Para eso estamos. ¿Qué más te preocupa?
—Me robaron. Necesito dinero.
—¡Y quién no! ¿Sabes, por ventura, tocar algún instrumento?
—En las fiestas de mi aldea tocaba las vieiras, unas conchas…
—¿Conchas…? Sí que es un instrumento raro… Aunque conocí a un tuno que tocaba el peine.
—¿Un tuno…?
—Se me olvida que no eres de aquí. Un tuno es un estudiante pobre que canta o toca un instrumento para ganarse la vida. Ya lo decía Alfonso X el Sabio en
Las partidas:
«Esos escolares que troban e tañen instrumentos para haber mantenencia». Los llaman tunos porque se gastan casi todo el dinero que consiguen en juergas y picardías.
Alonso se animó.
—¿Si me alojo en vuestro colegio podré leer
Las partidas
y sacar libros de la biblioteca de la universidad?
—¿Sabes leer…? ¡Qué instruido! ¿Te gustaría asistir a las clases de la universidad como mi gorrón?
—¿Os burláis de mí?
—No. Los gorrones son los criados que asisten a las clases de balde. El nombre les viene de la gorra que llevan. Muchos de los mejores doctores y catedráticos que ha dado esta universidad fueron gorrones.
—Gracias, Andrés, me gustaría mucho, pero necesito conseguir dinero para mantenerme.
—Pues, mira, los tunos de mi colegio andan buscando músicos. Pero… no sé si recomendarte; eres muy joven para mezclarte con esos picaros.
—¿Por qué?
—Cómo te lo explicaría yo… ¿Te has fijado en esas cintas de colores que llevan colgadas de la capa?
—Sí.
—Cada cinta es el regalo de una… enamorada. A más cintas, más conquistas… Y a más conquistas, ¡más ruina!
—¿Es que sus damas les cobran las cintas?
—En cierto modo, sí. Algunas, porque son profesionales serias y no trabajan de balde. Y las que no cobran les piden joyas, guantes, pañuelos bordados, salserillas de perfume, mudas, refrescos, golosinas… o que las inviten a los juegos de cañas, a las comedias.. . En fin, lo que ganan con la música… pues…