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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (19 page)

BOOK: El corazón del océano
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Una mañana se cruzó con la dama en la galería y se atrevió a preguntarle:

—¿Se ha fijado ya la fecha de partida, señora?

El semblante de la dama se ensombreció.

—Por desgracia, a mi esposo se le han reproducido las fiebres tercianas.

—El aire del mar le devolverá la salud cuando zarpemos.

—Dios te escuche, Ana.

A partir de ese día, las hijas del Adelantado y Ana rezaban con la dueña un rosario todas las tardes para rogar por la salud del enfermo.

Pero don Juan de Sanabria no mejoró. Murió una semana después, apesadumbrado por no haber podido cumplir la misión que el Rey le había encargado.

Toda la sociedad sevillana lamentó su muerte, y también que la expedición se hubiese malogrado.

Al ver las caras demudadas de los que atravesaban el patio de la casa para dar el pésame a la viuda, Ana sintió cierto remordimiento. Pues sentía más pesar por tener que regresar a Medellín que por la muerte del Adelantado. Después de haber saboreado la libertad de Sevilla, nunca podría habituarse a vivir de nuevo en su villa extremeña, donde todos se vigilaban unos a otros.

Por los cuchicheos que oyó en el patio, comprendió que este sentimiento era compartido por muchos de los que se disponían a viajar en la expedición de don Juan, aunque sus razones fueran distintas. Habían malvendido sus haciendas para pagarse un pasaje a las Indias y no podían retornar pobres y fracasados a sus pueblos de origen.

Al entrar en la habitación mortuoria iluminada por la luz vacilante de los velones y oír los gemidos de las plañideras, Ana se reprochó que, ni aun estando el Adelantado de cuerpo presente, las lágrimas acudieran a sus ojos. Tampoco doña Mencía lloraba. Permanecía sentada en silencio, junto a la cabecera de la cama del difunto, con la mirada perdida. En cambio, don Diego, el hijo del Adelantado, escondía la cara entre las manos y apenas podía reprimir sus sollozos. Sus acompañantes, Hernando de I Vejo y algunos amigos, intentaban calmarlo con palmadas en la espalda.

Ana atravesó la estancia procurando no hacer ruido. El olor de la cera y del sudor se mezclaban con un tufo dulzón. Ana se preguntó si sería el olor de la muerte. Solo había visto un cadáver en su vida, el de un viejo lacayo, que había ido a contemplar furtivamente. Pero entonces era una niña y pensaba que el tiempo que le quedaba en la tierra era muy largo, eterno. Ahora sabía que la muerte esperaba agazapada, dispuesta a llevársela en cualquier momento, a cualquier edad. Y sentía miedo. Al llegar a la cama con dosel donde yacía el Adelantado, cerró los ojos. Entonces, percibió los trinos de los pajarillos y el aroma de las flores que llegaba desde el patio. La vida seguía, impasible, indiferente. Miró al Adelantado. Parecía dormido. «Tal vez la muerte no sea tan terrible», pensó.

—Lo siento —susurró.

Doña Mencía levantó los ojos. Llevaba el dolor escrito en la cara. Se mordió los labios para controlar el temblor y dijo tras respirar profundamente:

—Es la voluntad del Señor, Ana. Él me lo dio y Él me lo ha quitado. —Soltó la mano del difunto, que estrechaba entre las suyas, y acarició las mejillas de la muchacha.

Sus manos estaban heladas y Ana se estremeció, pues relacionó aquella frialdad con la del muerto.

—Llévate a mis hijas y consuélalas —musitó.

Su cabello oscuro, algo desgreñado, su palidez, sus ojeras y la dignidad con que trataba de contener su dolor le daban un aspecto egregio, pensó Ana.

Se acercó a las muchachas, que lloraban en un rincón.

—Vuestra madre desea que vengáis conmigo.

La siguieron dócilmente hasta el patio, donde las flores inundaban el recinto de fragancia y color. Indiferente a la muerte, la primavera estallaba en Sevilla.

—Se ha ido para siempre —sollozó María de Sanabria, la mayor de las hijas del Adelantado—; ¡ya nunca viajaremos al Nuevo Mundo!

—Vuestra madre buscará la manera de llevarnos —dijo Ana.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —insistió sin acabar de comprender por qué estaba tan segura.

XXI
EL CONSEJO DE INDIAS

Sevilla. Mes de marzo del Año del Señor de 1549

L
a intuición de Ana fue acertada: doña Mencía decidió continuar la misión que el Emperador le había confiado a su difunto esposo. Para ello tenía que conseguir que Diego de Sanabria, su hijo, fuese confirmado como Adelantado del Río de la Plata, tal como se especificaba en las capitulaciones.

Ana tuvo constancia de su determinación una semana después de la muerte del Adelantado, cuando doña Mencía la llamó a sus aposentos. Severamente enlutada, escribía afanosamente una carta. Ana le reprochó mentalmente que ni siquiera el duelo fuera capaz de apartarla de su trabajo. Pero cuando levantó la cabeza vio que tenía el rostro afilado, demacrado por el sufrimiento y el cansancio, y sintió pena por ella.

—Ana, te he hecho venir porque quiero que lleves esta solicitud de audiencia al presidente del Consejo de Indias. —Le alargó el papel que acababa de firmar—. No… hables a nadie de esto —vio la pregunta muda en los ojos de Ana y aclaró—: Solo soy una mujer; debo cuidarme de los intrigantes y de los ambiciosos.

—¿Ocurre… algo?

—Ha llegado a mis oídos que un tal Alanís de Paz ha solicitado un nombramiento para viajar al Río de la Plata y usurpar el puesto que le corresponde a mi hijo.

—¿Es eso posible, señora?

La dama asintió.

—Esta tarde, después de la misa, te acercarás a los jardines del Alcázar como si fueras dando un paseo y entregarás la solicitud. Es importante que nadie te vea, Ana. Confío en tu discreción.

Al día siguiente, el marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de Indias, respondió con un aviso de que fuera a verlo ese mismo día.

—Tú me acompañarás, Ana —le dijo mientras se ponía una loba de anascote negra que le llegaba hasta los pies.

Doña Sancha entró en ese momento y se escandalizó al verlas preparándose para salir.

—No me parece decente que una dama de vuestra alcurnia salga a la calle tan solo una semana después de la muerte de su esposo. ¡Esta ciudad está pervirtiendo nuestras costumbres, señora! ¡Y no quiero ni imaginar lo que pasará en el Nuevo Mundo! ¡Ojalá no viva para verlo!

—Si tanto te disgusta ir al Nuevo Mundo, haré los trámites pertinentes para que te quedes en un convento —replicó Mencía secamente. Y salió con Ana, dejando a la dueña sin habla.

Desde que tuvo noticia de que don Juan había regresado a Sevilla, Alonso había estado seis veces en su casa. Pero los servidores le decían que no recibía visitas y querían desviarlo hacia el secretario. La última vez lo llamaron para que acudiese a la puerta a atender a aquel mancebo que preguntaba con tanta insistencia por don Juan. Como quería evitar al secretario, pues desconfiaba de él, Alonso decidió no volver a preguntar por el Adelantado.

Cuando disponía de tiempo, se acercaba a la mansión y aguardaba escondido, por si aparecía. Llevaba un mes sin haber logrado nada.

Un día vio salir a su esposa, acompañada de la joven que le había llamado la atención en el teatro, y las siguió.

Durante el trayecto a los jardines del Alcázar, Ana se volvió varias veces. Un muchacho andrajoso caminaba unos pasos por detrás y se paraba cuando ellas lo hacían.

—Ese mancebo nos está siguiendo —musitó.

Doña Mencía se encaró con el joven.

—¿Qué quieres de nosotras? ¡No llevamos dinero encima!

—Perdone vuestra merced, ¿sois la esposa de Juan de Sanabria, verdad?

—Su viuda.

—Ha muerto… ¡Cielo santo! —exclamó, demudado.

Doña Mencía miró con curiosidad a aquel zarrapastroso que tanto parecía lamentar la muerte de su marido.

Alonso se arrodilló.

—¡Yo soy el responsable de su muerte! ¡Perdonadme, señora! —gimió.

Ana apartó a doña Mencía unos pasos y le dijo al oído:

—Ese mancebo está licenciado, según creo, para ir al Nuncio de Toledo —ante la mirada extrañada de Mencía, aclaró—: El Nuncio de Toledo es una casa de locos. Mi padre recitaba ese verso cuando quería decir que alguien había perdido la cabeza.

—Sí… Ese muchacho no parece muy cuerdo.

La dama se dirigió de nuevo a Alonso.

—¿Qué os hace pensar que sois responsable de la muerte de mi esposo?

—Tenía que haberle entregado una carta que quizá lo hubiera salvado.

—¿Qué carta…?

Alonso miró a Ana y guardó silencio.

—Espérame aquí mientras hablo a solas con este mancebo, Ana.

Pasó al interior del Alcázar, seguida del muchacho, y se sentó en un banco medio oculto por un jazmín.

—Dame esa carta que querías entregarle.

—La perdí durante la arriada.

—Así que he de confiar en tu palabra.

Alonso enrojeció.

—Os juro que digo la verdad.

—¿Sabes al menos qué decía?

—Hablaba de una conspiración para impedir que vuestro esposo tomase posesión del cargo de Adelantado.

—¿Una conspiración? ¿De quién?

—De nobles gallegos conchabados con portugueses.

Mencía se mordió el labio inferior, mientras meditaba si era posible que aquel muchacho pudiera estar al tanto de tales secretos.

—¿Sabes los nombres de los conspiradores?

Alonso negó con la cabeza.

—En la carta había una lista donde figuraban todos.

La dama reflexionó durante unos segundos con la mirada perdida en el jardín perfumado.

—¿Por qué no entregaste la carta a mi esposo?

—El día que lo intenté se marchaba a Sanlúcar y me dijo que se la diera a su secretario. Pero yo no quise…

—¿Te refieres a don Pedro?

—Sí… Me llamó por mi nombre y…

—Mi esposo le tenía confianza.

—Creo que no es de fiar. En cualquier caso, me encomendaron entregar la carta a don Juan y a nadie más. Por eso decidí esperar a que volviese.

—Falleció de fiebres tercianas al poco de regresar.

—¿No lo envenenaron?

—Creo que no.

—¿Seguro…?

La dama vaciló un instante.

—Nada es seguro. ¿Cómo te llamas?

—Alonso.

—Bien, cuéntame con calma cómo y por qué te fue confiada esa carta.

Alonso le refirió todo lo sucedido desde aquella aciaga noche de San Juan en que tuvo que huir de su casa. La dama, que había escuchado en silencio, caviló una vez más.

—Creo que lo más prudente será que no refiramos a nadie esta conversación —dijo.

—Yo soy el más interesado en que así sea, pues mi familia me persigue. Precisamente el prior de Caaveiro le rogaba a vuestro esposo que me llevara al Nuevo Mundo para ponerme lejos de su alcance.

—Y yo cumpliré su encargo, si logro sacar adelante la empresa.

—¡Gracias, señora!

—Si lo que me has contado es cierto, hemos de tomar precauciones. No vuelvas a verme hasta que la expedición esté lista. Entonces, ven a pedirme trabajo. Conseguiré que te enrolen como grumete en mi barco.

—¡Dios bendiga a vuestra merced!

Doña Mencía se despidió del muchacho y salió a buscar a Ana. Aunque la joven la interrogó con la mirada, no le contó lo que había hablado con Alonso.

El marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de Indias, las recibió con mucha cortesía en las dependencias de la Casa de Contratación. Tras hacerlas sentar, les ofreció unos pestiños de miel, acompañados de un exquisito vino dulce.

—Sé a lo que habéis venido, señora. —Era un hombre directo, poco amigo de rodeos, que miraba a su interlocutora a los ojos.

—¿Es cierto que ese tal Alanís de Paz ha solicitado el nombramiento de gobernador del Río de la Plata?

—Sí.

—En la cédula otorgada por el Rey a mi esposo, que Dios tenga en su seno, se dice que el Adelantazgo es por dos vidas, y a Diego, como su heredero, le corresponde ese título.

—Señora, vuestro hijastro, don Diego de Sanabria, todavía no ha cumplido dieciocho años; es demasiado joven para tanta responsabilidad. —Se levantó y paseó inquieto por la estancia—. Las noticias que llegan de Asunción son inquietantes. ¿Con qué autoridad puede un joven imberbe como vuestro hijo oponerse a Irala?

—Lo haré yo en su nombre.

Lo dijo con tanta firmeza, que el marqués la miró sorprendido.

—Aprecio vuestro valor, señora.

—Si solamente se tratase de mí, volvería a Medellín a llorar mi desgracia. Pero me acompañan muchas familias que han vendido sus bienes para financiarse el viaje y para ellas la vuelta atrás es imposible. Le prometí a mi esposo en su lecho de muerte que las llevaría al Nuevo Mundo y cumpliré esa promesa.

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