Urmila se echó a reír.
—¿Qué pasa? —preguntó Murugan.
—De niña solía tener un sueño —dijo Urmila, la risa temblando en su garganta—. Soñaba que un día abría la puerta de casa y me encontraba con un pequeño grupo de dioses y diosas que llamaban al timbre con la punta de los dedos. Abría y les daba la bienvenida con las manos cruzadas y ellos entraban flotando en sus cisnes, ratas, leones y buhos, y mi madre los conducía a la mesita de formica donde comíamos. Se sentaban en nuestras sillas mientras mi madre entraba y salía de la cocina, haciendo té y friendo
luchis
y
shingaras
y nosotros los mirábamos con reverencia, rezando con las manos juntas. Ofrecíamos dulces al cisne y al búho, y Ma Kali nos sonreía con sus ojos ardientes, Ma Shoroshshoti tocaba unas notas en el sitar y Ma Lokhkhi se sentaba con las piernas cruzadas en la posición del loto, con la mano levantada como en las etiquetas de las latas de
ghee
.
Se detuvo frente a la puerta abierta de un taller.
—Probemos en éste —le dijo, conduciéndolo al interior.
Pasaron al taller, tenuemente iluminado, y vieron que la tienda rebosaba de efigies sonrientes de color carne.
Urmila vislumbró una silueta que circulaba entre las figuras inmóviles.
—¿Hay alguien? —preguntó, alzando la voz.
—¿Quién es?
La silueta desapareció tan bruscamente como había aparecido, tras un Ganesh de un metro ochenta que practicaba su danza.
—Sólo queríamos hablar con usted —anunció Urmila.
Un anciano se materializó de pronto ante ella, apartándose de un panteón montado en un pedestal. Llevaba un
dhoti
y una camiseta de hilo, y sus malhumoradas facciones estaban contraídas en un rictus amenazador. Urmila retrocedió y a punto estuvo de clavarse la espada que blandía una serena Ma Durga.
—Cuidado —advirtió el anciano en tono brusco. La observó detenidamente mientras ella se alisaba el húmedo y manchado sari, y añadió—: ¿Qué quieren? Ahora estamos muy ocupados; no tenemos tiempo para charlas.
Urmila se irguió, adoptando inmediatamente su acitud profesional.
—Soy reportera de la revista
Calcutta
—anunció con voz firme y tajante—. Y me gustaría hacerle una pregunta.
—¿Qué pregunta? —inquirió el anciano, frunciendo aún más el ceño—. ¿Por qué? Yo no sé nada. Nosotros no nos metemos en política.
—No se trata de política. —Urmila le entregó el dibujo de Murugan—. ¿Puede decirme qué clase de figura es ésta?
El hombre entornó los ojos, dirigiendo una mirada penetrante a Murugan.
—Nunca en la vida he visto nada parecido —dijo, devolviendo el dibujo—. Conozco todas las imágenes religiosas que existen y jamás he visto ésta.
Urmila se volvió a Murugan para traducirle, pero él la interrumpió.
—Lo he entendido —musitó—. Pero algo me dice que está dispuesto a negar cualquier cosa.
—Entonces, ¿no sabe nada de esta figura? —preguntó Urmila al hombre del
dhoti
—. ¿Está seguro?
—¿Qué acabo de decirle? —replicó el artesano, alzando la voz—. ¿Es que no le dicho ya que «no»? ¿Cuántas veces tengo que repetírselo?
Unos cuantos jóvenes se habían congregado a su alrededor. Urmila les mostró el dibujo, pero el anciano la interrumpió bruscamente.
—¿Qué pueden decirle ellos? —dijo—. No son más que unos crios.
Los condujo bruscamente a la salida, sin dejar de murmurar. Una vez en la puerta, les echó sin contemplaciones.
—Venga, márchense, aquí no tienen nada que hacer.
Los vio marchar y luego desapareció en el interior del taller.
—Bueno —dijo Murugan, quitándose el polvo de las manos—. Me parece que eso es lo único que vamos a sacar de él.
Urmila ya estaba alejándose cuando Murugan hizo que se detuviese bruscamente.
—¡Mira! —exclamó, con un súbito jadeo—. ¡Allí!
Con el dedo señalaba a una niña de seis o siete años que estaba sentada en la acera jugando con una muñeca.
—¿El qué? —preguntó Urmila.
—Mira lo que está poniendo en las manos de la muñeca —le musitó Murugan al oído.
Y ahora, mirando con atención, Urmila observó que la niña intentaba meter un diminuto objeto semicircular en la rígida mano de la ciega muñeca de plástico.
—¿Qué es? No lo sé.
—¿No lo ves? Es un pequeño microscopio, como el que yo vi —dijo Muruga, dándole un codazo y añadiendo—: Ve a hablar con ella, pregúntale de dónde lo ha sacado.
Urmila echó a andar y, al ver su sombra, la niña alzó la cabeza abriendo mucho los ojos con expresión de cautela. Urmila la tranquilizó con una sonrisa y se arrodilló despacio junto a ella.
—Vaya, qué bonito —comentó con voz suave en un bengalí infantil, señalando el pequeño microscopio, ya firmemente alojado en las manos de la muñeca.
—Es mío —dijo la niña en tono defensivo, cerrando el puño sobre la mano de la muñeca.
—Sí, claro que es tuyo —dijo Urmila—. Te lo ha regalado tu padre, ¿verdad?
La niña asintió, moviendo la cabeza despacio de arriba abajo.
—Mi padre está ahí dentro —dijo, dirigiendo la mirada hacia el taller—. Ha hecho muchos.
—¿Ah, sí? —dijo Urmila, asintiendo para animarla.
—Los ha hecho para la gran
puja
de esta noche —explicó la niña.
—¿De veras? —sonrió Urmila—. No sabía que hubiera una
puja
esta noche.
—Pues la hay —aseguró la niña, moviendo vigorosamente la cabeza—. Hoy es el último día de la
puja
de Mangala-
bibi
.
Baba
dice que esta noche Mangala-
bibi
va a entrar en otro cuerpo.
—¿En el de quién?
—Pues en el que ella ha escogido, naturalmente. Nadie sabe de quién.
—Pregúntale sobre Lutchman —susurró Murugan al oído de Urmila.
Pero antes de que Urmila pudiera decir una palabra más, un hombre salió repentinamente del taller. Cogiendo en brazos a la niña, se la llevó dentro. Luego volvió a aparecer el anciano del
dhoti
, blandiendo un palo.
—¿Por qué siguen aquí? —gritó a Urmila—. ¿Por qué hablaban con la niña? ¿Es que la quieren secuestrar? Ahora mismo llamo a la policía.
—No se moleste —replicó Urmila, poniéndose en pie—. Ya nos vamos.
Le dio unos golpecitos en el brazo a Murugan y echó a andar a paso vivo por el callejón.
El sueño se iba apoderando de Antar cuando Ava empezó a emitir llamadas urgentes. No eran muy fuertes y, antes de oírlas, Antar las sintió en el vientre, vibrando a través del suelo.
Antar se dirigió con cautela al cuarto de estar y distinguió el dibujo de un paquete en las profundidades de la ventana donde Ava despachaba el correo. Era una carpeta del terminal particular del vicesecretario general de Recursos Humanos del Consejo. Empezaba agradeciéndole el tiempo y el esfuerzo que ya había dedicado al asunto L. Murugan. A continuación, en un lenguaje cortés pero tajante, le informaba de que como ya era «conocedor de los detalles», se había decidido que iniciara una nueva investigación en la materia. Se le autorizaba así para establecer línea directa con el representante del Consejo en Calcuta, a fin de llevar a cabo las consultas necesarias (seguía una larga serie de códigos y habilitaciones de seguridad).
Antar pasó unos minutos preparando una serie de órdenes para conectar a Ava con Calcuta. Cuando terminó, fue a la cocina y se echó agua en la cara.
El apartamento de Tara seguía a oscuras, salvo por la luz en el cuarto de estar que ella siempre dejaba encendida, día y noche. Se estaba secando la cara cuando algo que surgió por el patio empezó a golpetear furiosamente en la ventana. Antar retrocedió, llevándose los brazos a la cara: era una paloma que aleteaba contra el cristal. Por un instante, fijó en él sus ojillos redondos y brillantes y luego se marchó.
Antar llenó un vaso de agua y se lo llevó al cuarto de estar. Luego inició el proceso de transmisión de las órdenes.
La serie tardó exactamente 5,65 segundos en llegar al terminal particular del director de la oficina de Calcuta del Consejo. Chocó contra una barrera y empezó a agitarse de un lado para otro, como un pez en una esclusa, enviando frenéticas señales a su lugar de origen: no había nadie en la oficina y la única persona conectada era el propio director. Y el director se encontraba en su domicilio, con los controles de intimidad activados en su sistema de seguridad. Ava sería incapaz de entrar a no ser con un Mando de Prioridad Absoluta.
Antar miró el código en la lista de habilitaciones de seguridad y tecleó el mando. Ava tardó sólo un instante en abrirse paso y, al poco, una proyección holográfica de tamaño medio del director apareció en el cuarto de estar de Antar. Era un peruano alto y barrigudo y estaba dándose una ducha. Tenía los ojos cerrados y canturreaba en voz baja mientras se restregaba los cojones.
Resistiendo la tentación de gritar «¡Bu!», Antar se aclaró la garganta con un leve carraspeo.
El director abrió un ojo muy despacio, mirando incrédulo a su alrededor. Cuando entendió lo que pasaba, se tapó los genitales con las manos. Se puso a gritar, emitiendo desde un inaudible jadeo hasta un chillido agudo. Se puso a gatas y empezó a arrastrarse frenéticamente, empapando el suelo de agua y jabón. Antar supuso que buscaba una toalla, pero no veía el resto del baño. Para él, en su cuarto de estar, el director tenía un aspecto agitadamente inmóvil, como si anduviese a gatas por una cinta transportadora.
El director se puso en pie de un salto, cogió una toalla y se la enrolló en la cintura.
—Hijo de puta, so cabrón —tradujo Ava en un árabe jubilosamente popular cuando el director empezó a gritar a Antar—. ¡No puede hacer esto! ¡Le pediré cuentas y se lo haré pagar! Lo meterán en la cárcel, ya verá…
Antar intentó darle explicaciones, pero el director no quería escuchar. De manera que Antar inundó el baño con una señal de alarma hasta que el director se calló y fue a buscar su ropa.
Mientras se vestía, siguió refunfuñando.
—Usted no sabe cómo son aquí las cosas —masculló, poniéndose los pantalones—. Tengo que ocuparme de toda la oficina yo solo.
—¿Hay mucho trabajo? —preguntó Antar, tratando de congraciarse con él.
—¡Mucho trabajo! —exclamó el director con una risa sarcástica—. Ése es el problema; que ya no hay trabajo en absoluto, ahora que el río ya no fluye por la ciudad. Tengo que inventarme trabajo para la oficina. No hago más que hacer propuestas, pero la gente de aquí no quiere que el Consejo toque nada: nunca he visto nada igual. El año pasado sólo nos permitieron empezar un proyecto. ¿Y sabe cuál era?
—¿Cuál? —dijo Antar.
—¡Un asilo! —exclamó el director alzando las manos—. Un asilo para necesitados, así es como lo describimos. Aquí hay una gran fortificación llamada Fort William. La construyeron los británicos en el siglo
XVIII
. El Consejo se la apropió, pero luego no supo qué hacer con ella. En lo único en que se pusieron de acuerdo fue en la idea del refugio. Así que eso es lo que hago ahora, dirigir un asilo.
Había terminado de vestirse y estaba sentado frente a su terminal, mirando los archivos.
—Muy bien, ¿por qué preguntaba usted? —dijo, volviendo la cabeza—. ¿Un carné de identidad en un inventario? Es fácil; sólo hay un sitio de donde puede haber venido. —Dio unos rápidos toques al teclado y lo confirmó—: Sí, eso pensaba. Era un inventario que llegó del Asilo Fort William.
—Siga —dijo Antar.
—Bueno, según parece, lo encontraron en la Sección de Estados Mentales Alternativos… —guiñó el ojo a Antar, por encima del hombro—. Así es como los veteranos llamábamos a los manicomios. Aquí dice que ha entrado en el sistema esta mañana. Lo encontraron cuando registraban a un interno. Cuando ingresan a alguien siempre llevan a cabo un registro en el sujeto desnudo.
Echando una ojeada al listado, dirigió a Antar una sonrisa maliciosa.
—Por lo que veo, diría que el individuo que está buscando se encuentra en un estado mental de lo más alernativo que pueda haber.
—¿Quién es?
—No dio su nombre —dijo el director.
—¿Dónde lo encontraron?
El director volvió a mirar el expediente.
—Aquí dice que se entregó personalmente en una estación llamada Sealdah.
—¿Cuándo puedo hablar con él? —preguntó Antar.
—¿Quiere hablar con él? —gruñó el director—. ¿Se da cuenta de que tendré que traerlo aquí? Ésta es la única instalación de comunicaciones segura del Consejo, y precisamente la tengo en casa. ¿Qué ocurrirá si experimenta un estado mental alternativo mientras está aquí? ¿Y si me destroza la casa? ¿Y si me rompe el terminal?
—Yo me encargaré de que le hagan un seguro —prometió Antar—. Sólo ocúpese de que esté ahí: lo antes posible.
Cortó al director antes de que pudiera protestar.
Luego volvió a la cama con paso vacilante.
Al pasar por los puestos callejeros de la avenida Shyama Prasad Mukherjee, Urmila sintió el aroma de buñuelos de pescado y
dhakai parotha
que emanaba de las puertas del resturante Dilkhusha.
—Me muero si no como enseguida —comentó a Murugan.
No perdió tiempo en hacerle entrar en el restaurante. Tras conducirlo a un reservado con cortinas, se sentó en un banco y le hizo señas para que se sentase enfrente. Casi inmediatamente apareció un camarero con dos arrugadas cartas en la mano. Urmila pidió para los dos y, en cuanto se marchó el camarero, cerró las cortinas.
—Dime, ¿quién es ese Lachman del que no paras de hablar? —preguntó a Murugan, inclinándose sobre la mesa.
—Lutchman, querrás decir —corrigió él—. Así es como lo habría pronunciado Ronnie Ross; así lo escribía, en cualquier caso.
—Pero debía llamarse Lachman —observó Urmila—. Ross probablemente lo escribiría a la inglesa.
—Es lo mismo. Quién sabe cómo le llamaría su madre. Nosotros no estábamos allí. De todas formas, Lutchman era el joven que se presentó ante Ronnie Ross a las ocho de la tarde del 25 de mayo de 1895, ofreciéndose como cobaya. Acabó pasándose los tres años siguientes sirviendo en todo a Ron, desde hacerle las rebanadas de pan para el desayuno a contarle las platinas. Cada vez que Ron se equivocaba de camino, allí estaba Lutchman para cortarle el paso y mostrarle la dirección que debía seguir. Decía que era ordenanza de oficio, un
dhooley
, pero sospecho que llevaba a Ron por donde quería.