—¿Palomas? —dijo Urmila con aire distraído, lanzando una mirada de repugnancia a los montoncitos de excremento medio ocultos entre los escombros—. Creí que había dicho que estudiaba la malaria y los mosquitos.
—Bueno, déjeme explicarle. Ronnie Ross no siempre trabajó con los tipos de malaria normales y corrientes. En Calcuta empezó a trabajar con un clase de malaria relacionada con las aves, la
halteridium
; podría decirse que es una versión aviar de la malaria.
—¿De veras? —dijo Urmila, mirando con cautela los árboles que los rodeaban.
—Sí. Y para mantenerle abastecido de material para sus experimentos, sus ayudantes, Lutchman y su cuadrilla, tenían una gran bandada de aves infectadas… ahí mismo. Y la soltaron en septiembre de 1898, unos días después de que Ross acabase su serie de experimentos definitivos.
Cogió una piedra del suelo.
—Permítame que le enseñe algo.
Arrojó la piedra hacia la construcción. Cayó en los escombros y, momentos después, una bandada de palomas se elevó en el aire con un cloqueo de alarma y un frenético batir de alas. Murugan retrocedió y observó los círculos que las aves describían en lo alto.
—No me sorprendería nada que ahí hubiera algunos descendientes de la bandada de Lutchman.
Poniéndose de puntillas, Urmila atisbó sobre la valla el tráfico matinal que fluía por el Periférico Sur delante del hospital. Estaba sorprendida por lo protegido e independiente que era el bungalow, lo alejado que se encontraba tanto del bullicio del hospital como del ruido del tráfico cercano.
—Qué tranquilidad hay aquí —comentó, pasando la mirada de las casetas al Pabellón Ross—. Es difícil creer que pase dos veces al día por este sitio en horas punta.
—Exactamente lo que pensaba Ronnie Ross —dijo Murugan—. La primera vez que vino aquí pensó que había encontrado el laboratorio de sus sueños.
Urmila se apartó de la valla.
—¿Y cómo vino Ross aquí? —preguntó, pasando la mirada por las alisadas hojas que tenía en la mano—. ¿Es que le invitó ese tal D. D. Cunningham?
—No, justamente lo contrario —explicó Murugan—. Cunningham hizo todo lo posible para que Ross no viniese aquí. Ronnie le escribía cartas de súplica cada pocos meses, y Cunningham siempre le respondía lo mismo, breve y sencillamente: no hay tu tía.
—Y, sin embargo, Ronald Ross terminó viniendo, ¿no?
—Exacto. Cunningham se pasó más de un año poniendo obstáculos a Ross, y luego, de buenas a primeras, un día de enero de 1898, cedió. En realidad presentó su dimisión y se marchó a Inglaterra con tal prisa que se olvidó de meter los calzoncillos en la maleta. El 30 de enero el gobierno de la India aprobó definitivamente el traslado de Ronald Ross a Calcuta.
»La versión oficial es que no fue más que pura coincidencia: el viejo Cunningham suspiraba por las casas de campo rodeadas de madreselva de la vieja Inglaterra. Bueno, pues acabó en una pensión de Surrey con vistas a la fábrica de gas municipal. ¿Va a decirme que dejó este garito tan acogedor sólo porque tenía morriña de los panecillos ingleses? Pues permítame que le diga que no me lo trago.
—¿Qué piensa usted, entonces? ¿Por qué cree que se marchó?
—No he resuelto esa cuestión —contestó Murugan—. Pero está claro que hacia mediados de enero de 1898 pasó algo que hizo cambiar de idea a Cunningham. Y tampoco fue algo casual: alguien puso todo su empeño en arreglarlo.
Urmila volvió a examinar los papeles.
—Mire, fíjese en esto —dijo, señalando una línea—. Aquí dice que a Cunningham le dieron seis días de vacaciones a mediados de enero, del 10 al 15. Debió ocurrir por entonces.
—Exacto. Y mire la fecha de la lista de reservas del ferrocarril: el 10 de enero de 1898 un tal C. C. Dunn cogió un tren para Madrás.
—¿Y quién era?
—Nadie —dijo Murugan—. Sólo un nombre. Creo que alguien intenta transmitir el mensaje de que D. D. Cunningham viajó aquel día a Madrás con una falsa identidad.
—¿Madrás? —repitió Urmila, mirando los papeles con el ceño fruncido—. ¿Por qué Madrás? ¿Qué podía pasar allí? Supongo que no hay manera de saberlo, teniendo en cuenta que ocurrió hace tanto tiempo, ¿no?
—Eso habría que pensar. Porque no se puede consultar lo que pasó en Madrás en 1898 en los números atrasados de la revista
Time
, ¿verdad? Pero da la casualidad de que sé que un individuo llamado C. C. Dunn estaba en Madrás por aquella época. Sólo que nunca le había relacionado con D. D. Cunningham. Hasta esta mañana, cuando le he quitado de las manos esos papeles. Eran el eslabón perdido, ¿comprende?, con ellos todo cuadra.
—¿Y cómo se enteró de lo de ese C. C… quienquiera que fuese?
—Porque alguien quería que me enterase —dijo Murugan—. Es una larga historia. ¿Está segura de que que quiere oírla?
Urmila asintió vigorosamente con la cabeza.
—Hace unos años —empezó Murugan— yo intentaba actualizar el archivo sobre la malaria en la empresa donde trabajo. Llevaba tres meses con los expedientes del norte de África y de Oriente Medio cuando me encontré con un extraño informe de una pequeña epidemia, sumamente localizada, en el norte de Egipto, a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de Alejandría. En cosa de días desapareció toda la población de una pequeña aldea. No se repitió ni se declararon nuevas epidemias. La aldea estaba poblada por una familia de emigrantes procedentes del sur: cristianos coptos. No se relacionaban mucho con sus vecinos y estaban muy lejos de la aldea más cercana. Cuando los descubrieron, sus cadáveres se encontraban en avanzado estado de descomposición.
—¿Qué clase de epidemia?
—Nadie lo sabe. No se practicaron autopsias. En realidad, la única razón por la que nos enteramos de ello fue porque un funcionario de sanidad británico escribió un breve informe al respecto. Fue en 1950, poco después de la guerra, y en principio los británicos seguían administrando la zona. Al parecer, ese funcionario era una persona seria y competente: se pasó toda la carrera en Egipto. Cuando llegó a la aldea ya habían enterrado los cadáveres. Pero registró dos tipos de testimonios incidentales sobre los síntomas de los fallecidos: ganglios inflamados en la garganta y múltiples perforaciones diminutas en la piel, como picaduras de mosquitos. Pensaba que podía ser una variedad excepcionalmente virulenta de malaria, pero no tenía forma de confirmar su intuición. La gente de los pueblos vecinos dijo que podría haber un superviviente: en el recuento de los cadáveres se echó en falta un chico de catorce años. Decían que en la época de la epidemia lo habían visto en la estación de ferrocarril de una ciudad cercana. El funcionario de sanidad pensó que podría ser portador del virus y trató de encontrarlo. Creía que un reconocimiento del muchacho podría dar una clave de lo ocurrido. Pero no lo encontraron.
—¿Así que no tenían ni idea de lo que había ocurrido?
—En el fondo no. El funcionario de sanidad reconoció que no sabía qué demonios había pasado. Añadía que la única vez que había oído hablar de síntomas parecidos había sido veinte años antes o más, en Luxor. Le habían contado que lord Carnarvon, entusiasta de la arqueología, había muerto de la picadura de un mosquito que le produjo fiebre con inflamación de ganglios en la garganta. Incluso citaba unas palabras de una carta de su hija, escrita poco antes de que su excelencia mordiera el polvo: «Ya sabe lo de la picadura de mosquito que tiene [su padre] en la mejilla y que empezó a molestarle en Luxor, pues bien, ayer empezaron a salirle de repente ganglios en el cuello y por la noche le dio mucha fiebre y todavía no se le ha quitado hoy.»
—No entiendo —dijo Urmila—. Estamos hablando de algo que tuvo que suceder en Madrás en 1898. ¿Cómo es que acabamos en Egipto, cincuenta años después?
—Eso es justamente lo que trato de explicar —prosiguió Murugan—. Ocurrió lo siguiente: tras descubrir el informe del funcionario de sanidad, me puse a hacer preguntas por ahí para ver si alguien tenía alguna pista. Incluso mandé varias consultas a algunos foros de la Red Universal. Un día, al entrar en la Red, me encontré con que me esperaba un extenso mensaje: un documento de páginas y más páginas. No había remitente ni nada: lo habían mandado anónimamente. Pronto descubrí que quien lo envió se había tomado muchas molestias para que yo no averiguase su nombre: lo habían enviado y reenviado por tantos caminos distintos que ni siquiera encontré forma de rastrearlo.
—¿Y qué decía el mensaje? —quiso saber Urmila.
—Era un fragmento de un libro escrito por un psicolingüista checo. Trataba sobre una dama de la alta sociedad húngara que se distinguió por su afición a la arqueología y sus excéntricas actividades: una tal condesa de Pongrácz. Al final de su vida se trasladó a Egipto. Se la vio por última vez en 1950: se dirigía a realizar unas excavaciones cerca de la aldea donde sobrevino la epidemia. Nadie sabe qué le pasó.
—Sigo sin ver la relación con Madrás en enero de 1898 —insistió Urmila.
—Estaba a punto de llegar a eso —dijo Murugan—. En su juventud, la Pongrácz era una especie de prototipo de la jet-set de los años sesenta: viajaba por todo el mundo, se relacionaba con gurús y esas cosas. Y en enero de 1898 tenía diecinueve años y se encontraba en los comienzos de su larga carrera. ¿Y dónde cree que estaba?
—¿Dónde?
—En la India. En Madrás, para ser exactos. Y ahora supondrá usted que si una seguidora de gurús se encontraba en esa parte del mundo en aquella época, buscaría a Mme Blavatsky y la Sociedad Teosófica igual que un misil se dirige al calor. Pero se equivocará. La condesa de Pongrácz era una verdadera sibarita en lo que se refería a gurús, y no le gustaban los platos preparados. El gurú que escogió era la principal rival de Mme Blavatsky, un espécimen finlandés llamado Mme Liisa Salminen, que dirigía un pequeño grupo llamado Sociedad Espiritista. La condesa era la principal discípula de Mme Salminen, y anotaba todas las experiencias de su gurú.
La noche del 12 de enero de 1898, dicen las notas de la
Grófné Pongrácz
, se reunió un grupo selecto de espiritistas, según era su costumbre, en una casa alquilada por la Sociedad para celebrar su sesión semanal de espiritismo con Mme Salminen. Varias fuentes independientes atestiguan que, en general, tales sesiones se oficiaban con solemnidad y un alto grado de control. Solían empezar con una pequeña recepción en la que Mme Salminen servía tazas de té chino a sus discípulos. Pero en esa ocasión la solemnidad de la reunión se vio bruscamente interrumpida por una intrusión tan inesperada como inconcebible. En Madrás había muchos que ansiaban la invitación de sumarse al círculo íntimo de Mme Salminen. Se sabía de algunos que habían llegado a considerables extremos para infiltrarse en el grupo. De manera que no fue el simple hecho de que apareciese un huésped sin invitación lo que sorprendió a los espiritistas, sino más bien que el individuo de que se trataba no fuese ni por lo más remoto la clase de persona que pudiera desear asociarse a dicho grupo. Todo lo contrario. Cabe observar que, en general, espiritistas, teósofos y compañeros de viaje consideraban a civiles y militares británicos con un desprecio no disimulado, sentimiento recíproco en muy amplia medida. Tal era su repulsión mutua que, en los cuarteles del Fort St George de Madrás, cuando un soldado de caballería sentenciaba que «preferiría ser espiritista», la frase solía considerarse equivalente, en una asociación connotativa, a manifestaciones como «preferiría estar muerto».
A la inversa, la afirmación de «preferiría ser teniente coronel» podría juzgarse como una declaración de preferencias igualmente firme por parte de los espiritistas y sus allegados. Sin embargo, por la breve pero vívida descripción de la condesa, parece que el intruso era precisamente un militar. A su inimitable manera magiar, le describe como un inglés corpulento, de facciones rubicundas y cincuenta y tantos años, con cabello ralo y bigotes de húsar. El intruso se encontraba en un evidente estado de extrema agitación emocional, pues observaron que se retorcía las manos y se tiraba del bigote, y que tenía los ojos inflamados e inyectados en sangre, como si no hubiera dormido en varios días. Pero algo en su porte contradecía su estado de excitación: la condesa, por ejemplo, lo tomó inmediatamente por un oficial de rango entre medio y alto, posiblemente de un regimiento de infantería. Figúrese su sorpresa, entonces, cuando el intruso no mencionó ni rango ni regimiento al presentarse. Ella lo tomó como un desaire, como una ofensa a sus dotes de observación: y vale la pena recordar que la condesa de Pongrácz pregonaba un linaje guerrero que se remontaba nada menos que al mismísimo Atila, y lo que es más, estaba acostumbrada a que le reservaran un lugar de honor tanto en los círculos cortesanos de la Buda Imperial como en las tabernas del marcial Pest. Era imposible que se equivocara al reconocer los atributos de un militar.
Las sospechas de los espiritistas se incrementaron cuando el intruso mostró ciertas dificultades para recordar su propio nombre, terminando por presentarse (y no sin cierta vacilación) como C. C. Dunn. En cuanto se efectuó esa breve presentación, sin embargo, el supuesto señor Dunn se inclinó sobre la imponente cabeza de Mme Salminen y empezó a hablar en un murmullo. Daba la casualidad de que la condesa estaba cerca y entonces, sin parecer que prestaba la menor atención, se las arregló para aguzar el oído en aquella dirección. Pero aunque indudablemente experta en ese raro y aristocrático arte, apenas logró distinguir algunas sílabas inconexas: «Gran distancia… la veo a usted… sueños… visiones… muerte… le imploro… locura… aniquilación.»
La condesa, como muchos de los presentes, esperaba al menos que Mme Salminen despidiera al desconocido con una fórmula rápida y eficaz, como había hecho antes con tantos otros. Pero menospreciaban a la formidable finlandesa. Mme Salminen sentía un interés especial por las personas que mostraban signos de extrema emoción: tenía el convencimiento de que la pasión violenta, sí estaba adecuadamente canalizada, podía crear las condiciones para lo que ella denominaba «ruptura psíquica». Así, lejos de despedir al turbado señor Dunn, le dio una cálida acogida y le invitó a unirse al grupo cuando se retiraron a la mesa para la sesión de espiritismo.
Cabe destacar ahora que las descripciones que la condesa de Pongrácz hacía de las sesiones de espiritismo no siempre eran del todo coherentes. A veces garabateaba sus impresiones inmediatamente después de la sesión, cuando se encontraba en un estado de considerable agitación. En tales ocasiones, el impecable alto alemán en que redactaba su exposición daba muestras de tensión; a veces, su asediado sentido de la sintaxis se rendía completamente y, en vez de frases completas, escribía secuencias de sílabas visiblemente inconexas. Exhaustivos análisis informáticos han demostrado que esas agrupaciones fonéticas se derivaban de una mezcla de dialectos centroeuropeos tales como el esloveno y algunas inhabituales variantes del fino-ugrio (todos ellos aprendidos, sin duda, en los recintos de la numerosa servidumbre bajo las escaleras del Kastély Pongrácz).