—Aclárame una cosa, por favor —pidió Antar—. ¿Estás sugiriendo que la llegada de Abdul Kadir al hospital el 17 de mayo no fue una simple coincidencia?
—Pues es un poco raro —repuso Murugan—. Fíjate en esto: Ross sabe que nadie más se acercará a él aunque duplique o triplique su tarifa de una rupia por pinchazo. El 17 de julio escribe a Doc Manson: «Los del bazar no vienen aunque les ofrezca lo que para ellos es una cantidad enorme. Les doy dos y tres rupias por un solo pinchazo en el dedo y mucho más si encuentro semicírculos; piensan que es brujería.» Pero Ronnie nunca se para a preguntarse: ¿Por qué está aquí ese Abdul Kadir, si no viene nadie más? ¿Cómo es que él no lo considera brujería? ¿Por qué es tan especial? ¿De dónde viene? ¿Qué hace aquí? ¿Cuál es su historia? No se trata de ninguna terapia profunda: sólo de una curiosidad normal y corriente. Pero Ronnie reserva toda su curiosidad para el ciclo vital del parásito de la malaria; el de su anfitrión le importa un comino.
—¿Qué estás sugiriendo, entonces? —le interrumpió bruscamente Antar.
—Todavía no sugiero nada —repuso Murugan—. Sólo te estoy exponiendo los hechos y la cronología.
—De acuerdo —se contentó Antar—. Sigue.
—Muy bien. Rebobinemos a la semana siguiente a la llegada de Abdul Kadir: 25 de mayo de 1895. Doc Manson cree que Ronnie se está desviando del rumbo, así que le escribe para recordarle su teoría: que «la bestia que hay en el mosquito… pasa al hombre a través del polvo de mosquito». Quiere que Ronnie haga un cóctel con mosquitos muertos y se lo haga beber a alguien.
»Ronnie saca la coctelera y se pone a mezclar. El problema es que no tiene a nadie a quien dárselo: no encuentra a nadie lo bastante tonto para prestarse voluntario. La historia de siempre: Ronnie en su laboratorio de Begumpett, todo compuesto y sin novia.
»¿Y adivinas qué pasa? Vuelve a tener suerte. O quizá no es sólo suerte; a lo mejor dejó la carta encima del escritorio y alguien la leyó. Puede ser. De todas formas el 25 de mayo de 1895, exactamente a las ocho de la tarde, un individuo llamado Lutchman aparece en la vida de Ronnie. Se ofrece voluntario para beber el cóctel. Ronnie descorcha y sirve el margarita de mosquitos.
»El tal Lutchman es “un joven de aspecto saludable”, observa Ronnie: justo el conejillo de Indias que anda buscando. Explica el experimento a Lutchman y le da la mezcla de mosquitos muertos. Lutchman hace como si no supiera ya de qué se trata y se lo bebe de un trago. Ronnie está un poco nervioso pero no lo deja traslucir. Lo único que sabe de Lutchman es que es un
dhooley-bearer
: en otras palabras, el gobierno británico le paga por quitar mierda a punta de pala. Ronnie sabe que a Su Majestad Imperial no le gustaría mucho ese experimentillo suyo si llegara a enterarse de eso en su castillo del Puente de Londres o donde fuese. Después trata de que no trascienda escribiendo a Doc Manson: “No menciones a Lutchman en el Colegio de Médicos, por amor de Dios…, es un empleado del gobierno. ¡Sería un crimen inocular fiebre a un servidor del gobierno!”
»A la mañana siguiente, Lutchman tiene fiebre: 37,6 a las ocho (“Parece enfermo”, observa Ronnie). Ya es hora de que Doc Manson salga pitando de la bañera; a lo mejor la malaria se transmite verdaderamente a través del polvo de mosquito. Ronnie se pone loco de contento; está a punto de llamar a su agente. Pero entonces viene el chasco. El joven Lutchman no sólo parece sano; lo
está
. Es alérgico al polvo de mosquito, eso es todo. Al día siguiente se encuentra tan bien que podría correr el maratón de Begumpett: ni rastro de malaria en su sangre. Con eso se acaba la teoría del polvo de mosquito. Ronnie ya puede dedicarse de nuevo a Abdul Kadir: le han desviado al llegar al cruce.
—Un momento, un momento —le interrumpió Antar—. Aclárame una cosa. ¿Estás afirmando que enviaron a Lutchman al laboratorio de Ross específicamente para rebatir la teoría de Manson?
—Yo no afirmo nada —sentenció Murugan—. Sólo expongo los hechos tal como son. Y los hechos son los siguientes: Ronnie lleva trabajando alrededor de un mes en el microbio de la malaria cuando de pronto aparecen Abdul Kadir y Lutchman. Ronnie no ha mantenido en secreto lo que hace: ha hecho correr la voz de que necesita pacientes afectados de malaria. Si alguien se había fijado en él, sólo digamos eso, si alguien lo vigilaba, si alguien estaba buscando un investigador para que realizase determinados experimentos, en ese momento es cuando habría aprovechado la oportunidad. Así que ese alguien, que le tiene estrechamente vigilado, que quizá lee los apuntes que Ronnie escribe en el laboratorio y sus cartas a Doc Manson, ese alguien decide: Vale, ya es hora de sacar a otro jugador. Lo primero que tienen que hacer es asegurarse de que Ronnie no tenga ningún paciente. Así que esparcen el rumor sobre la brujería; se extiende por el bazar y Ronnie se convierte en el coco de Begumpett.
»A mediados de mayo saben que Ronnie empieza a desesperarse, no tiene pacientes, no tiene parásitos, no tiene nada. Nadie asiste a sus fiestas y no sabe por qué. Entonces es cuando le mandan a Abdul Kadir, que tiene unos parásitos de tamaño industrial; cuando Ronnie por fin empieza a atar cabos, se quedan tranquilos; están contentos, todo va sobre ruedas, le están llevando exactamente a donde querían que fuese. Y entonces Ronnie recibe la carta de Manson, su jefe; de pronto todo va a descarrilar. Ronnie se aparta de la vía, con esas monsergas del polvo de mosquito. Se ponen frenéticos: saben que por ahí no se va a ningún sitio; tienen que encontrar la manera de que vuelva al buen camino. ¿Y qué hacen? Le mandan a Lutchman.
—Pero ¿por qué a Lutchman?
—Deja que te lo explique. Los que escogieron a Lutchman sabían muy bien lo que hacían. En primer lugar, sabían lo suficiente de microscopía como para asegurarse de que en su sangre no había ningún parásito de la malaria. En eso fueron más listos que Ronnie. Se imaginaron lo que pasaría si Ronnie obtenía un resultado positivo después de dar a Lutchman la infusión de mosquitos. Establecería una relación entre los parásitos y la teoría de Doc Manson y, ¡zas!, todo se iría al garete. Ronnie podría pasarse meses, o años, correteando por Begumpett, haciendo beber mosquitos muertos al Diecinueve de Caballería.
»Así que se ponen manos a la obra y le envían a alguien que no tiene parásitos. Recuerda que están en un sitio donde los índices de malaria entre la población general son tan altos que se escapan a las estadísticas. No es fácil encontrar gente que no tenga rastro alguno de parásitos en la sangre. Pero esos tíos rebuscan entre sus partidarios, encuentran a alguien con las condiciones adecuadas y luego lo envían a Begumpett. Da resultado: Ronnie vuelve al camino trazado y justo a tiempo. Y, mejor aún, han colocado a Lutchman exactamente donde querían, donde puede intervenir según les convenga a ellos.
—Pero ¿no habría notado Ross algo tan evidente? —objetó Antar.
—¿Ronnie? —rió Murugan—. Ronnie no se habría enterado aunque Lutchman lo hubiera llevado escrito en una camiseta. Si a su puerta llama algo que no sea un parásito, Ronnie no está en casa. Según Ronnie, por aquella época andaba escaso de ayudantes, así que decidió contratar a Lutchman como criado y chico de los recados. Lo único que Ron llegó a saber de él es que se llamaba “Lutchman” y que era un
dhooley-bearer
.
»Durante los treinta y cuatro meses siguientes, toda la época en que Ron trabaja sobre la malaria, Lutchman se pega a él como un desodorante de bola. A partir de mayo de 1895 hasta julio de 1898, cuando Ron realiza su descubrimiento definitivo en Calcuta, Lutchman no le pierde casi ni un momento de vista. Hace muy bien el papel de equipaje. “Salí de Secunderabad con el ‘equipo’ más reducido posible”, dice Ronnie, “el microscopio y mi fiel Lutchman.”
»Las cosas llegan a un punto que hasta Ron no puede menos de notar que Lutchman piensa por él, estableciendo nexos bastante importantes para su trabajo. En abril de 1897, Ron se toma un descanso en la sierra de Nilgiri. Se lleva a Lutchman a Ootacamund: “un trozo de Inglatera situado en las ovaladas cumbres de la sierra de Nilgiri”, dice Ron. Pero baja a un valle, al cafetal de Westbury, en busca de parásitos de malaria, y allí, por primera vez en su vida, atrapa la enfermedad.
»Mientras se recupera, Lutchman logra meterle en la cabeza una idea de importancia decisiva: que el vector de la malaria podría ser una especie particular de mosquito. “¿Ah, sí?”, dice Ron; la sugerencia de Lutchman le parece una chorrada: ha obtenido muchos resultados negativos, pero nunca se le ha ocurrido que se debieran a diferencias de familia entre mosquitos.
»“Oye una cosa, Lutch”, dice Ron, “la próxima vez que quiera tu ayuda te la pediré.” Pero una vez que Lutchman planta su semillita, algo empieza a removerse en el barro: una idea empieza a cobrar cuerpo en la imaginación de Ron.
»Empieza a observar atentamente todas las distintas especies de mosquitos que caen en sus manos. El problema es que no tiene ni pajolera idea de mosquitos: nunca ha oído la palabra anofeles. Y acaba persiguiendo culícidos, estegomías, yendo en todas direcciones menos hacia adelante. Pero Lutchman interviene de nuevo. El 15 de agosto de 1897 se reúne en conciliábulo con el resto del equipo y decide que hay que hacer algo, y rápido.
»Según lo cuenta Ronnie: “A la mañana siguiente, 16 de agosto, cuando volví al hospital después de desayunar, el asistente (lamento haber olvidado su nombre) me señaló un pequeño mosquito plantado en la pared con el aguijón sacado.” Ronnie lo mata con una bocanada de humo de tabaco y lo abre con el bisturí: nada. Pero por fin está bien encarrilado: Lutchman hace que persiga el verdadero vector de la malaria. Ron todavía no sabe que se llaman anofeles: los denomina “mosquitos de alas moteadas”.
»Al día siguiente Lutchman se cerciora de que Ronnie reciba más de lo mismo: le envía un tarro de anofeles con el mismo asistente. “Y efectivamente”, dice Ronnie, “allí estaban: alrededor de una docena de individuos grandes, marrones, con delicados cuerpos en forma de huso y alas salpicadas de manchas, tratando ansiosamente de escapar por la gasa que tapaba el frasco que el Ángel del Destino había dado a mi humilde asistente: mosquitos de alas moteadas…” ¡Y una mierda el Ángel del Destino! A Ronnie siempre se le aparece algún personaje del cielo, pero no ve lo que tiene delante de las narices.
»El 20 de agosto de 1897 Ronnie hace su primer gran descubrimiento: ve el depósito de zigotos del
Plasmodium
en el tracto digestivo del
Anopheles stephensii
. “Eureka”, exclama en su diario, “el problema está resuelto.”
»“¡Fiúú!”, suspira Lutchman, enjugándose el sudor de la frente. “Creí que nunca lo conseguiría.”
»Ron le pregunta más tarde: “Oye, Lutch, ¿de dónde sacaste esa información sobre las especies de mosquitos?” Lutchman se hace el tonto: “Bueno, unos aldeanos de la sierra me lo insinuaron una mañana mientras dejaban pastar las cabras.” ¿Y sabes una cosa? Ron se lo traga. Cree que a Lutchman se le ocurrió esa brillante idea mientras retozaba en las montañas con unos alegres nativos.
»Lo que me fascina de esta historia es la gracia que tiene. Ahí tenemos a Ronnie, ¿no? Cree que está haciendo experimentos sobre el parásito de la malaria. Y resulta que el experimento sobre el parásito de la malaria es
él
. Pero Ronnie no se entera; nunca en la vida.
En Chowringhee el taxi empezó a ir muy despacio. Cada vez que se volvía a mirar, Murugan estaba seguro de ver al chico de la camiseta estampada en medio del tráfico, corriendo entre los coches. Pero cuando el taxi torció hacia la avenida del Teatro ya no había rastro de él. Los puños de Murugan empezaron a abrirse.
A medio camino de la avenida del Teatro, Murugan vio en la acera un vendedor de sandalias de goma y paró el taxi. Tardó varios minutos en escoger unas, pero al ponérselas se sintió mucho mejor. Subió de un salto al taxi y, con un gesto, ordenó al conductor que siguiera, impaciente por volver a la pensión de la calle Robinson.
La pensión era algo por lo que debía felicitarse. Estaba en la calle en que Ronald Ross había vivido en la época que pasó en Calcuta. Ross se había alojado en la pensión «sólo para europeos» del número tres; la Pensión Robinson, donde se hospedaba Murugan, estaba en el cuarto piso del número veintidós.
La había encontrado por pura casualidad en una sobada lista mecanografiada del servicio de información turística del aeropuerto. La mujer que atendía el mostrador había tratado de dirigirle a hoteles de cinco estrellas, como el Grand y el Taj. Manifestó cierta vacilación cuando él se decidió por la Pensión Robinson. Hacía poco que la habían incluido en la lista, le explicó; no podía responder de ella, no conocía a nadie que hubiese estado. Sería mejor que fuese a un hotel.
—Pero ahí es precisamente donde quiero ir —repuso Murugan—. A la calle Robinson.
No tenía idea de cómo podía ser, desde luego, y se alegró al ver que la calle era frondosa y relativamente tranquila, flanqueada por amplios edificios modernos de pisos y viejas mansiones coloniales. El número veintidós era una de las construcciones más antiguas, un sólido edificio de cuatro pisos lleno de elegantes balcones con columnas: probablemente una de las casas más señoriales de la calle, con su fachada dórica ya deteriorada y descolorida, el yeso de los muros ennegrecido por el moho.
Subió al cuarto piso en un ascensor semejante a una jaula que subía traqueteando por el hueco de una serpenteante escalinata de madera de teca. Cuando el artefacto se detuvo, Murugan salió al rellano pisando con cautela las astilladas tablas del entarimado. Un rayo de sol que entraba por el agujero de un vitral iluminaba un pequeño letrero al lado de una puerta alta que había a su derecha. Decía:
Pensión Robinson
. Debajo había una placa con el nombre de
N. Aratounian
.
Arrastrando tras él la maleta de cuero, Murugan se dirigió a la puerta y llamó al timbre. Varios minutos después oyó pasos al otro lado. Luego la puerta se abrió y se encontró ante una mujer mayor de cara cenicienta, con una bata deshilachada y zapatillas de goma.
—Hola —dijo Murugan, tendiéndole la mano—. ¿Tiene alguna habitación libre?
Sin hacer caso de su mano, la mujer le miró de arriba abajo, frunciendo el ceño tras sus bifocales de montura dorada.
—¿Qué desea usted? —inquirió en tono brusco.
—Una habitación —contestó Murugan, dando unos golpecitos con el dedo en el cartel de la puerta—. Esto es una pensión, ¿no?