La señora Aratounian echó la cabeza atrás para observarle a través de la mitad inferior de las gafas.
—Me parece que no se ha presentado usted.
—Me llamo Murugan. Pero puede llamarme Morgan.
—Será mejor que entre, señor Morgan —dijo la señora Aratounian, aspirando aire por la nariz—. Lo tengo todo ocupado, pero le enseñaré la habitación de reserva. Ya decidirá si quiere quedarse o no.
Condujo a Murugan por un anticuado salón, atestado de mesitas llenas de tapetes, fotografías con marcos de plata y figuritas de porcelana. Abriendo una puerta, le introdujo en una amplia y luminosa habitación de techo muy alto. En medio del suelo de mármol había una cama con mosquitera, desamparada como una balsa a la deriva. Justo encima, colgado de un gancho metálico, pendía un ventilador de pala larga y forma abombada.
Al fondo del dormitorio había un pequeño balcón. Cruzando el cuarto, Murugan salió, se apoyó en la balaustrada y miró a uno y otro lado de la calle: desde el cementerio bordeado de árboles de Loudon hasta el tráfico de la calle Rawdon, a su derecha. Haciendo pantalla con las manos, atisbó en diagonal hacia el número tres de la calle Robinson. Entrevió una enorme y anticuada mansión colonial, circundada por altos muros y rodeada de palmeras ornamentales. Observó que la parte delantera de la casa estaba cubierta de andamios de bambú y que en el camino de entrada había desordenados montones de ladrillos y cemento.
Murugan agitó el puño: la ubicación era tan buena como había imaginado.
—Me la quedo —anunció a la señora Murugan.
Arrojó el equipaje sobre la cama, se dio una ducha y salió a buscar el monumento de Ross.
Eso había sido unas horas antes, pero ahora la calle Robinson tenía un aspecto completamente diferente. Estaba atestada de coches, de arriba abajo: no los habituales Ambassador y Marutis, sino grandes y caros vehículos japoneses y alemanes. Los coches vomitaban hombres con
dhotis
y
kurtas
almidonados y mujeres enjoyadas con saris deslumbrantes. Se estaba celebrando una boda en los jardines de un gran edificio de apartamentos. La música resonaba estrepitosamente bajo el toldo a cuadros de un vívido
pandal
. Sobre la entrada, en un arco brillantemente iluminado, había una leyenda escrita con flores: «Neerah se casa con Nilima». Había luces en todas partes menos en la casa del número tres, que en contraste parecía sumida en un pozo de oscuridad, aunque estaba junto al edificio donde se celebraba la boda.
De camino a la pensión, Murugan se detuvo frente a la puerta del número tres. Lo único que alcanzaba a ver de la mansión eran los altos muros, llenos de pintadas y carteles pegados; el resplandor de las luces circundantes parecía adensar las sombras en torno al recinto. Al acercarse a las puertas de hierro, vio que estaban cerradas con una pesada cadena. Llamó con fuerza a la verja, por si dentro había un vigilante que le dejara pasar. No hubo respuesta. Retrocediendo, Murugan alzó la vista a la silueta de la mansión que se perfilaba en el vacío: de cerca era mucho más imponente de lo que parecía.
De pronto hubo un corte de energía y las luces se apagaron en toda la calle. Siguió un instante de absoluta calma; todo pareció callarse, salvo el chicharreo de las cigarras de los árboles cercanos y el bramido de conchas marinas a lo lejos. En aquel momento Murugan oyó el suave campanilleo de platillos metálicos, que sonaba en algún sitio de la casa. Alzó la vista hacia las ventanas cerradas con postigos, y vio un oscilante rectángulo anaranjado que se materializaba en la oscuridad.
Dio un respingo, asustado, y volvió a mirar. No era más que el tenue resplandor de una chimenea, que se filtraba por los mellados bordes de una ventana podrida. Entonces, con un ruido estrepitoso, se encendió un generador en el edificio de al lado, donde se celebraba la boda, y la interrumpida canción de una película rechinó unas octavas mientras un tocadiscos volvía despacio a la vida.
Murugan estaba ahora seguro de que la mansión no estaba vacía: por lo que se oía, allá dentro se estaba celebrando alguna especie de ceremonia. Se acercó a la verja y sacudió las cadenas. Para su sorpresa, se cayeron del portón; se habían olvidado de poner el candado.
Murugan empujó la puerta y entró. Estaba oscuro, pero en la cadena del llavero llevaba una pequeña linterna. La sacó, la encendió y enfocó delante de él. El rayo de luz descubrió montones de ladrillos y cemento, apilados en el camino de entrada. Había un porche de columnas al final del curvo camino, cubierto con un entramado de bambú. Más allá, Murugan vio una puerta que conducía al interior de la casa, oscura como boca de lobo.
Al avanzar por el camino de entrada se le metieron fragmentos de gravilla y cemento en las sandalias de goma. Se los quitó sacudiendo los pies y subió al porche. Conducía a un amplio vestíbulo. Enfocó a la oscuridad con la linterna. La línea de luz se deslizó por montones de colchones y mosquiteras, ordenadamente colocados en los rincones.
Hizo bocina con las manos y gritó:
—¿Hay alguien?
Su voz se perdió entre el ensordecedor estruendo del generador cercano. Miró alrededor, siguiendo las inestables sombras que se deslizaban por la cavernosa oscuridad del vestíbulo. Entonces sus oídos percibieron un ruido, un sordo golpeteo, como un tambor. Parecía sonar en el interior de la casa, pero era difícil estar seguro por el generador y los estrepitosos altavoces.
Estaba a punto de adentrarse más en el vestíbulo cuando en la puerta apareció la luz de otra linterna.
—¿Quién está ahí?
¿Kaun hai?
¿Qué hace usted aquí? —oyó que gritaba una voz airada.
Giró en redondo y su linterna alumbró a un hombre con un gorro nepalí que corría hacia él haciendo gestos coléricos con una porra de
chowkidar
.
Murugan le saludó alzando dos dedos, afectando una tranquilidad que no sentía.
—Pues echando un vistazo —contestó.
El vigilante nepalí agitó la porra ante las narices de Murugan, le hizo dar la vuelta y empezó a empujarle hacia los escalones del porche.
—Sólo estaba mirando —protestó Murugan mansamente—. No he tocado nada.
El vigilante empezó a lanzar una larga perorata; Murugan sólo entendía fragmentos aislados: le decía que estaba prohibida la entrada, que dentro había obras.
En medio del camino de entrada, el vigilante alzó el brazo y señaló iracundo a un ancho cartel de hojalata. Estaba clavado al tronco de un árbol, junto al camino. A Murugan le extrañó no haberlo visto al entrar. Decía:
Emplazamiento del Hotel Robinson: propiedad particular; prohibido el paso; propietario y constructor, Romen Haldar, S. L.
Murugan se soltó de un tirón y se acercó a verlo mejor. El vigilante se pegó a sus talones, alzando la voz cada vez más. Murugan se volvió de pronto hacia él.
—¿Quién es ése? —inquirió—. ¿Quién es Romen Haldar?
El vigilante no hizo caso de la pregunta. Le cogió del codo, tiró de él y empezó a empujarle hacia el portón. Murugan vislumbró la empuñadura de un
kukri
envainado, que sobresalía por encima de sus pantalones.
Cuando el vigilante abría la puerta, Murugan se volvió a echar una última mirada, enfocando la linterna por el jardín salpicado de escombros. Iluminó una cuerda con ropa tendida, colgada entre los troncos de dos palmeras. Colgada entre los
dhotis
, saris y ropa interior había una camiseta estampada con palmeras y una playa.
Luego el vigilante le dio un empujón y cerró de golpe la verja.
Antar sirvió a Murugan otra taza del té verde y caliente que daban en el restaurante.
—¿Tienes alguna hipótesis sobre quién era Lutchman en realidad?
—Tengo algunas pistas —explicó Murugan—. Demasiadas, quizá. En mi opinión andaba por todas partes, con nombres distintos y cambiando de identidad. Sospecho que era la punta de lanza del cerebro que fraguó el plan, quienquiera que fuese.
—Ya veo —dijo Antar—. Pero ¿sabes algo de él aparte de lo que dice Ross?
—A decir verdad, sí. Le mencionan en un diario.
—¿En un diario? —repitió Antar—. ¿De quién?
—El caso es —repuso Murugan— que tenemos noticia de un individuo que en cierta ocasión pasó un fin de semana en la casa donde vivía Ron, en Secunderabad. Lutchman también formaba parte de la casa; en realidad, para Ron era casi de la familia.
—Sigue.
—Recuerda —continuó Murugan— que cuando Ross empieza a trabajar sobre la malaria ya es un hombre felizmente casado y con dos hijos. Pero también es oficial del ejército, y está sujeto a las condiciones de la vida militar. Lo que significa que mientras él se asa de calor en Secunderabad, su mujer y sus hijos viven en la montaña, con un ejército paralelo de mujeres de militares ingleses.
»En sus
Memorias
, Ron dedica exactamente dos líneas a su vida extracientífíca en Secunderabad: “El 23 [de abril de 1895] salí para Secunderabad… y allí viví en un bungalow
en garçon
, con el capitán Thomas, ayudante de Estado Mayor, y el teniente Hole, dos personas estupendas. Teníamos nuestro comedor, y estaba el Secunderabad Club, donde jugábamos al golf y al tenis; pero no quise tener caballos, pues estaba a la espera de que en cualquier momento me destinaran a un servicio especial contra la malaria.”
»No hay que esforzarse mucho para imaginarse el ambiente donde vivía Ross en Secunderabad; directamente sacado de uno de esos seriales de la BBC: gran bungalow colonial, paredes blancas, techos de un kilómetro de alto, interiores frescos y oscuros, elefantes aparcados en el camino de entrada, criados con turbante haciendo reverencias a los
sahibs
, sirvientes narcotizados removiendo el aire con abanicos de hojas de palma, caballos de polo, raquetas de tenis, fajines, los dichosos
paratha
.
»Él lo llama bungalow, pero no te creas: el sitio tiene varias docenas de habitaciones y cinco mil metros cuadrados de jardín. Luego están las dependencias de los criados, bastante alejadas de la casa, donde apenas se les ve: una larga fila de cuartos bajos, muy pequeños, aunque en algunos viven seis o siete personas y hasta familias enteras. Ahí es donde Lutchman establece su residencia, exactamente un mes después de que Ross llegue a Secunderabad. Pero Lutchman ocupa un lugar muy alto en la jerarquía: ha sido personalmente elegido por el gran doctor
sahib
. Se le da una habitación para él solo. Mete allí todas sus cosas y se instala cómodamente.
»Para Ron, toda ese montaje del bungalow es pura rutina; apenas repara en ello: los días pasan como si nada. Si no viviera así en Secunderabad, haría lo mismo en cualquier otro sitio. Hay miles de oficiales del ejército británico que viven exactamente igual en cualquier parte del mundo: en Sudáfrica, Malasia, Singapur, Kenia, donde quieras. La mayoría son unos gilipollas que te creerían si les dijeses que Julio César se llamaba Plasmodium de segundo nombre. La única diferencia es que en ese particular bungalow de Secunderabad hay un tío que se dedica a la ciencia de altos vuelos y que está tan enfrascado en lo que hace que apenas se da cuenta de lo que pasa a su alrededor; y pasa mucho, ocurren muchas cosas a su alrededor, sólo que como es un genio de cojones el muy capullo ni se entera.
»Y entonces llega un día ese otro tío a pasar el fin de semana. Se llama J. W. Grigson; acaba de salir de Cambridge y se ha metido en un grupo llamado Panorama Lingüístico de la India. Se va a pasar veinte años viajando para escribir un libro titulado
Estudio comparativo de las estructuras fonéticas de las lenguas y dialectos de la India oriental
. No será un éxito de ventas, pero en su ámbito se convertirá en el equivalente de la
Guía del consumidor
. El tal Grigson es todo un personaje: morirá a los cuarenta y tantos años al norte de Birmania, tratando de solucionar un litigio tribal.
»Y adonquiera que va, Grigson toma notas. Vaya que si toma notas: lleva un diario, todo lo registra. Cuando el Ypsilanti College compró en 1990 sus archivos, tuvieron que alquilar un camión de ocho ejes para meter todos los papeles. No hay nada de lo que no tome nota, nada en absoluto. Porque no sólo le apasionan las lenguas, también le chifla la anatomía. Cada vez que encuentra algo que se mueve, intenta comprobar si puede abrirse de patas. De modo que Grigson va a pasar unos días al bungalow donde Ron está viviendo en su destino militar. Resulta que fue al colegio con uno de los compañeros de Ron, el teniente Hole. No se pueden ni ver, pero sus mamás les han dicho que se porten bien. Así que cuando el teniente se entera de que Grigson llega a la ciudad, le pregunta si necesita un sitio donde alojarse; cree que así ganará algunos puntos sin mucho esfuerzo. Grigson se dice: Pues claro, ¿qué puedo perder? Y se instala durante unas noches en la habitación de invitados.
»Grigson no tarda mucho en percatarse de que el tal Lutchman no es trigo limpio; hay algo que no cuadra, no sabe exactamente qué. Sólo cruzan palabras como: “¿Quiere una taza de té, señor?” y “Vale, Lutch, sírveme”, pero a Grigson no se le escapa nada. Hay algo en la forma de hablar de Lutchman que le pica la curiosidad: empieza a hacerse preguntas sobre ese tío.
»Hace un pequeño experimento: en vez de llamarle “camarero”, “oye”, “mozo”, o cualquier cosa, de pronto le llama “Lutchman”.
»Observa en su diario que se produce una mínima pausa antes de que Lutchman responda: sólo esa milésima de segundo que transcurre cuando alguien contesta por un nombre que no es el suyo verdadero. Ahora Grigson está seguro de que no se llama así: se ha cambiado el nombre para parecer de la zona. Grigson sabe que es un nombre de lo más corriente, salvo que lo que en un sitio es “Lutchman”, en otro Laakhan, en otro Lokhkhon y en otro Lakshman, depende de la región de procedencia.
»Esa noche pregunta a Ron: “¿Cuál es la historia de ese Lutchman? ¿Es de por aquí?” Ron acaba de pasar ocho horas seguidas mirando tripas de mosquitos. No está de humor para charlas. Dice: “Nunca se lo he preguntado. Supongo que es de por aquí.”
»“¿Ah, sí?”, dice Grigson. “Pues por la forma que tiene de pronunciar las labiales sordas y las dentales retroflejas, parece de mucho más al norte.”
»“No me digas”, bosteza Ron: se está preguntando de dónde ha salido ese cantamañanas. “¡Bueno! Me parece que voy a ver si juego un partido de tenis.” Y sale de la casa gritando: “¿Juega alguien al tenis?”