Se apartó bruscamente a un lado, quitándose de en medio. Pero en su precipitación chocó con la mano de Sonali. El tiesto cayó al suelo y se rompió con un estruendo horrible, salpicándolo todo de hojas, pétalos y tierra.
Horrorizada, Urmila se dejó caer de rodillas. Se puso a limpiar la tierra y la cerámica esparcidas, mirando al suelo, sin atreverse a levantar la vista. Estaba al borde de las lágrimas.
Entonces unas manos muy grandes aparecieron ante ella en el suelo, ocupando todo su campo visual. Estaban cubiertas de vello grueso y rizado, y los nudillos tan grandes como las nueces. Pese a su aturdimiento, Urmila observó que una mano estaba parcialmente paralizada, con el pulgar rígidamente torcido hacia la palma. Luego las manos empezaron a ayudarla, recogiendo la tierra torpemente.
Urmila alzó la cabeza y se encontró frente al hombre que había entrado detrás de Sonali. Tenía los ojos fijos en ella, no con enfado, sino midiéndola con la mirada. Algo en su expresión la asustó y bajó la vista.
De pronto se encontró con que Sonali la rodeaba con los brazos, ayudándola a levantarse.
—Pobrecilla —le decía a la señora Aratounian—. No es culpa suya: yo lo pagaré.
Urmila recibió una tremenda reprimenda en el camino de vuelta al colegio en la furgoneta. Pero sus profesores no tardaron mucho en desentenderse de ella para ponerse a chismorrear sobre Sonali Das y el hombre que la acompañaba.
Para su sorpresa, Urmila descubrió que conocía su nombre: Romen Haldar. Había oído hablar de él en casa: vivía en una enorme mansión cerca de su calle. Sabía que era un acaudalado constructor y agente inmobiliario, y que tenía mucha influencia en un club importante. Su hermano menor, que soñaba con jugar en primera división, hablaba de él a menudo.
Ahora, al recordar el incidente, se echó a reír.
—Fue hace años —explicó a Sonali—. Te tiré de la mano una maceta de flores: crisantemos.
—No me acuerdo —confesó Sonali.
—Pues claro que no. Pero te portaste muy bien. Y la señora Aratounian también. Después de aquello nos hicimos muy amigas.
—Así que conoces bien a la señora Aratounian, ¿no? —preguntó Sonali.
—Voy a visitarla de vez en cuando a su piso de la calle Robinson. Siempre ha sido muy amable conmigo. Pese a ser tan brusca, a su manera es una persona muy interesante. Además, se está tan bien en su piso, con todas esas plantas y las butacas y sofás tan cómodos. Es agradable escaparse de la revista de cuando en cuando. Paso a verla siempre que puedo.
—Me han dicho que se ha jubilado y ha vendido los viveros —dijo Sonali—. Debe de haber ganado una fortuna, con el barrio en el que estaban.
—Pues no sé —dijo Urmila—. Nunca le he preguntado. Pero en realidad creo que tiene dificultades para llegar a fin de mes, ahora que está jubilada. Siempre tiene pequeños proyectos para ganar algo más de dinero. «Me he pasado la vida en el comercio», ya sabes cómo habla, «y tan seguro como que dos y dos son cuatro que no voy a quedarme quieta.»
—¿Qué proyectos son ésos? —preguntó Sonali, riendo.
—El último es que va a admitir huéspedes de pago y convertir su piso en una pensión para hombres de negocios.
—¡No! —exclamó Sonali, incrédula.
—Sí —prosiguió Urmila—. Incluso ha puesto una placa en la puerta. Lo malo es que nadie la ve hasta que sube las escaleras, así que no tiene ningún huésped todavía.
—¿Cómo se le ocurrió eso?
—Se lo pregunté, y me dijo que se le ocurrió porque un constructor está reformando una casa vieja en la acera de enfrente de su calle para convertirla en un hotel. Me dijo: «El muy tunante ha tenido la desfachatez de poner un cartel en el césped. Más feo que un dolor. “Emplazamiento del Hotel Robinson”. Si lo hace él, ¿por qué no puedo hacerlo yo?»
Y de pronto Urmila se tapó la boca abierta con la mano, inmovilizándose con una expresión consternada.
Sonriendo, Sonali sacó un cigarrillo del bolso.
—Se refería a Romen, supongo —dijo en tono seco, abriendo el mechero con un chasquido—. Romen me enseñó el otro día esa casa de la calle Robinson. Está muy orgulloso de ella; en realidad va a reconstruirla enteramente.
Aspiró sobre la llama y dejó escapar volutas de humo entre los labios fruncidos.
Urmila empezó a mascullar apresuradas disculpas.
—No te preocupes —rió Sonali—. En realidad no me importa lo que la gente diga de Romen. Tenías que oír a los chistosos de su club. Claro que el Wicket Club de Calcuta es el último lugar del mundo donde aún hay bromistas, y para eso están, para gastar bromas. Deberías oírlos cuando se meten con Romen.
Dio a Urmila una alentadora palmadita en el brazo.
—¿Conoces a Romen? —le preguntó.
—No —repuso Urmila, sacudiendo la cabeza—. Sólo le vi aquella vez en los viveros, contigo.
—Creo que te caería bien. Ha tenido una vida agitada, ¿sabes?
—¿Ah, sí? —repuso Urmila en tono evasivo. Recordaba haber oído que Romen Haldar había empezado de la nada; que había llegado a la estación Sealdah de Calcuta sin un céntimo en el bolsillo.
—Ya verás —dijo Sonali, asintiendo con la cabeza—. Es completamente distinto de lo que la gente piensa. Esta noche le conocerás: es a él a quien espero. Me dijo que vendría a casa a última hora de la tarde.
El taxi se detuvo frente a una sólida puerta metálica de dos hojas. Sonali hurgó en el bolso, buscando dinero para pagar al taxista.
De una caseta salió un
chowkidar
. Observó detenidamente el taxi antes de permitirle la entrada en el selecto complejo residencial. En la urbanización había cuatro bloques de viviendas, a cierta distancia unos de otros y colocados en ángulo, de modo que cada terraza tuviese buenas vistas sobre el parque de Alipore.
Mientras el taxi avanzaba a buen ritmo por el complejo, Sonali echó un vistazo a una zona de estacionamiento. Urmila siguió su mirada hasta un discreto cartel que colgaba sobre un sitio vacío. Decía:
Reservado R. Haldar
.
—Romen no ha llegado todavía —anunció Sonali, suspirando—. Podemos hablar hasta que llegue.
Murugan garabateó una fecha en una coloreada servilleta del restaurante y la colocó delante de Antar.
—Así es la cosa —dijo—. Estamos en mayo de 1895, en el hospital militar de Secunderabad. Hace tanto calor que sale vaho del suelo, ni ventiladores, ni electricidad, una habitación llena de frascos, todos ordenadamente colocados en estanterías, un escritorio con una silla de respaldo recto, un solo microscopio con portaobjetos desparramados por ahí, un individuo, en uniforme, inclinado sobre el microscopio y un enjambre de ordenanzas zumbando a su alrededor. Ése es Ronnie, y los demás son el coro, o al menos eso piensa Ronnie. «Haced esto», dice Ronnie, y ellos lo hacen. «Haced lo otro», y ellos se pegan por hacerlo. Así se ha criado, a eso es a lo que está acostumbrado. Casi no sabe cómo se llaman, ni siquiera conoce sus caras: no lo considera necesario. En cuanto a quiénes son, de dónde vienen y esas cosas, no importa, no le interesa. Podrían ser amiguetes, podrían ser primos, o compañeros de celda; a Ronnie le daría lo mismo.
—Espera un momento —le interrumpió Antar—. ¿Mayo de 1895? Entonces Ronald Ross está al principio de su investigación, ¿no?
—Eso es —confirmó Murugan—. Ronnie acaba de volver de vacaciones de Inglaterra. Cuando estaba allí conoció a Patrick Manson, en Londres.
—¿Patrick Manson? —Antar enarcó una ceja—. ¿Te refieres al Manson de la elefantiasis?
—Al mismo —dijo Murugan—. Manson es uno de los grandes de todas las épocas; ha vivido tanto tiempo en China que es capaz de desollar a una pitón con los palillos; es el tipo que escribió el libro sobre la filaria, el microbio que causa la elefantiasis. Ahora ha vuelto a Inglaterra, donde se ha convertido en el capitoste de la investigación bacteriológica de Su Majestad. El doctor Manson quiere ganar el premio por la malaria; para Gran Bretaña, según dice, para el Imperio: que se jodan los alemanes, los franchutes, los italianos y los yanquis. Será escocés, pero a la hora del partido aplaude por la Reina y por la Patria: no hay que convencerle de que ningún escocés ha visto jamás algo tan bonito como la carretera de Londres; él ya está convencido.
—Si recuerdo bien —dijo Antar—, Manson demostró que el mosquito era el vector de la filaria. ¿Estoy en lo cierto?
—Exacto —corroboró Murugan—. Ahora tiene la corazonada de que el mosquito tiene también algo que ver con el origen de la malaria. No tiene tiempo para ocuparse personalmente del trabajo, de modo que está buscando a alguien que lo haga por amor a la Reina y al Imperio. ¿Y adivinas quién aparece? Ronnie Ross. El problema es que en esos momentos Ronnie no es exactamente un favorito de la competición. En realidad, el mayor descubrimiento del siglo en la investigación sobre la malaria se ha producido recientemente, pero se ha adelantado a Ronnie. Allá por la década de 1840, un tipo llamado Meckel descubrió gránulos microscópicos de pigmento negro en los órganos de pacientes de malaria: puntos negros; unos redondos, otros en forma de media luna, incrustados en pequeños volúmenes de protoplasma. Durante cuarenta años nadie se explica qué son esas cosas. El descubrimiento se produce en 1880. Alphonse Laveran, médico militar francés destinado en Argelia, sale a almorzar y deja que se vaya preparando una platina bajo el microscopio. Vuelve de comer el
merguez
asado a la parrilla de leña y ¿sabes qué? Uno de esos gránulos en forma de media luna se está moviendo. Ve que empieza a retorcerse, convirtiéndose en un pulpo diminuto, alargando tentáculos, sacudiendo toda la célula.
»Así que Laveran ata cabos: Oye, esto se mueve, es un microbio. Pone un fax a la Academia de Medicina de París; les dice que ha encontrado la causa de la malaria y que es un bicho, un protozoo, un parásito. Pero París no se lo traga. Allí manda Pasteur, y ha recibido un montón de dinero para investigar de forma inteligente la bacteria. El animálculo protozoaico de Laveran no convence a nadie: como si hubiera dicho que había encontrado al yeti. Algunas de las más grandes figuras de la medicina se dedican a refutar el “laveranismo”. Los únicos prosélitos son los italianos: se convierten en laveranitas entusiastas. En 1886 Camillo Golgi demuestra que el parásito de Laveran se cría en los glóbulos rojos, devorando a su anfitrión y cagando pigmento negro; que el pigmento se concentra en el medio mientras el microbio se va dividiendo; demostró que la recurrencia de las fiebres palúdicas está vinculada a esa forma de reproducción asexual.
»Y cuando la fiesta se va ambientando, a Ronnie le toca bailar con la más fea. Porque se ha puesto en el bando contrario a Laveran. Cree que el microbio de Laveran no existe: se ha pasado los últimos meses tratando de vislumbrarlo y no lo ha conseguido. Incluso ha publicado un artículo en el que intenta probar que Laveran sufre alucinaciones. La primera vez que ve el microbio es en el laboratorio de Manson. Se convierte, y Manson le manda rápidamente de vuelta a la India a buscar el vector.
—Así que —le interrumpió Antar— fue Manson el primero que estableció la relación entre la malaria y los mosquitos, ¿no?
—No era exactamente una idea nueva —contestó Murugan—. La mayoría de los pueblos que se enfrentaban con la malaria sabían que existía alguna relación.
—Pero —insistió Antar— ¿no decías que fue Manson quien dio la idea a Ross?
—Podría decirse que Manson le indicó la dirección. Salvo que lo mandó por un camino lateral. Tenía la estrafalaria hipótesis de que el microbio de la malaria se transmitía del mosquito al hombre por el agua potable. Su plan consistía en que Ronnie le desbrozara el terreno para estructurar esa teoría suya.
—¿Y Ross tenía fe en ella?
—Y que lo digas.
—¿Y qué pasó entonces?
—Bueno, volvemos a 1895, ¿vale? Ross está impaciente por empezar con la teoría de Doc Manson sobre la secreción de mosquito. Desembarca en Madrás y coge un tren para unirse a su regimiento, el Diecinueve de Infantería de Madrás. Están apostados en un barrio de Secunderabad llamado Begumpett. De camino, Ronnie mete la aguja a todo bicho viviente. Cuando llega a Begumpett empieza a ofrecer dinero por muestras de sangre contaminada de malaria; ¡dinero de verdad, una rupia por pinchazo! No olvides que estamos en 1895; con una rupia, una familia de cuatro personas puede comprar suficiente arroz para un mes. Hay tanta malaria en ese sitio, que los mosquitos hacen turno doble y no dan abasto. Y ahí está Ronnie, dispuesto a pagar buen dinero por unas cuantas gotas de sangre palúdica y sin encontrar un solo cliente. Se ha esparcido el rumor de que ese extraño médico que se ha presentado en la ciudad se pone cachondo metiendo en la cama a tíos desnudos con mosquitos. No hay nadie que se acerque a él; en cuanto le ven, cambian de acera. Ronnie parece de pronto el protagonista de un anuncio contra el mal aliento: siempre que sale a la calle principal, Begumpett está vacía.
»Y entonces su suerte cambia de repente. El 17 de mayo de 1895, justo cuando la situación empieza a parecer verdaderamente desesperada, encuentra su primer caso perfecto de malaria: un paciente llamado Abdul Kadir. Ronnie mete la quinta: desnuda a Abdel Kadir, lo mete en la cama, le cuelga una mosquitera húmeda y suelta dentro una probeta llena de mosquitos. A la mañana siguiente recoge la cosecha y su laboratorio se convierte de pronto en el acontecimiento de Begumpett. Hasta entonces sólo ha observado dos de las formas flageladas del parásito. El 18 de mayo aplasta uno de los mosquitos de Abdul Kadir (el mosquito número dieciocho) y halla sesenta parásitos en un solo campo. Se pone tan entusiasmado que vuelve a su escritorio danto volteretas. Ha encontrado un “caso maravilloso”, escribe a Doc Manson. Ése es sólo el principio. El 26 de junio de 1895 Ronnie ve por primera vez, en la sangre de Abdul Kadir, la transformación del parásito en un segmento esférico. Durante los dos meses siguientes, la sangre de Abdul Kadir le guía por todas las fases críticas de su investigación.
—¿Y puede un solo caso ser tan concluyente? —inquirió Antar.
—Así lo creía Ronnie. Estaba convencido de que Abdul Kadir era decisivo para su trabajo. Ya había visto una buena cantidad de muestras de sangre, pero ninguna de ellas le había revelado nada parecido a la de Abdul Kadir. Cabría pensar que un microbio como el parásito de la malaria no se metería dentro de cualquier enchufado, pero a lo mejor no es así. Quizá se manifiesta con mayor claridad en determinados casos. Eso es lo que pensaba Ronnie, en todo caso. Se obsesionó con Abdul Kadir y su sangre. Los días en que los parásitos de Abdul Kadir remitían, Ronnie se subía por las paredes. «¡Qué lástima, el caso maravilloso que la fortuna me ha enviado se está
agotando
!», escribió el 22 de mayo a Doc Manson. El gilipollas tenía una vanidad tan grande que creía que la Fortuna le había tomado bajo su protección. Estaba enteramente convencido de que Abdul Kadir era un caso especial. Pero nunca se paró a pensar por qué se había presentado aquel tío en su casa justo cuando más le necesitaba. Creía que era la suerte, simplemente.