—¿Qué demonios ocurre ahí dentro? —repitió, esta vez más despacio.
Urmila contestó antes que Sonali, con la esperanza de que se marchara.
—Es una ceremonia de entrega de premios —explicó—. A Phulboni, el escritor; para celebrar su ochenta y cinco cumpleaños.
En vez de irse, el desconocido empezó a presentarse, murmurando un nombre que sonaba como Morgan. Sonali le dedicó una sonrisa que fácilmente podía confundirse con una señal de estímulo. Si se quedaba, no se lo podría reprochar.
—¿Phulboni? —repitió Murugan, rascándose la perilla—. ¿El escritor?
—Sí —confirmó Sonali con voz queda—. Nuestro escritor vivo más importante.
—Sonali-
di
—dijo Urmila, dando un codazo a su compañera—, quiero preguntarte una cosa…
El desconocido, como si no la hubiese oído, prosiguió sin tomar aliento:
—Sí, me parece que he oído hablar de él.
Sonali rebuscó en el bolso, sacó un cigarrillo y empezó a manipular un mechero. Urmila se escandalizó un poco: sabía que Sonali fumaba, desde luego, la había visto encender un pitillo en su despacho. Pero ¿allí, en público?
—¡Sonali-
di
! —exclamó en voz baja—. Aquí está todo Calcuta, ¿qué pasa si alguien te ve…?
—No importa, Urmila —repuso con fastidio Sonali, haciendo un gesto hacia el vestíbulo vacío—. No mira nadie.
Encendió el cigarrillo y lanzó el humo hacia lo alto, echando la cabeza atrás.
—Ya recuerdo —dijo de pronto Murugan—. «Phulboni» es un seudónimo, ¿verdad?
—Eso es —dijo Sonali, afirmando con la cabeza—. Su verdadero nombre es Saiyad Murad Husain. Empezó a escribir con seudónimo porque su padre lo amenazó con desheredarle si se hacía escritor.
—Eso es sólo una leyenda —terció Urmila.
—Phulboni sería el primero en decirte —repuso Sonali, riendo— que siempre hay algo de verdad en las leyendas.
De pronto se elevó la voz del escritor, retumbando por los altavoces.
—Equivocados están quienes imaginan que el silencio carece de vida; que es inanimado, que carece de espíritu y de voz. Y no es así: en realidad la Palabra es al silencio lo que la sombra al presagio, lo que el velo a los ojos, lo que la mente a la verdad, lo que el lenguaje a la vida.
—¡Escuche, escuche! —exclamó Sonali, soltando una nube de humo y ladeando la cabeza para oír mejor—. Hoy está verdaderamente enardecido. Últimamente suele ponerse así, sobre todo cuando habla en inglés. Tendría que haberle oído el otro día, en la Alliance Française.
Urmila observó, consternada, que Sonali sonreía de nuevo a Murugan, casi como incitándole. Se disgustó. Sonali siempre hacía cosas así, entablar conversación en los ascensores y pasarse de piso y esas cosas. Por regla general a Urmila no le importaba: le resultaba simpático que a una persona tan famosa como Sonali Das le gustara tanto hablar con desconocidos. Pero aquel día Urmila tenía prisa: debía hacer un reportaje y necesitaba hablar con Sonali.
Por la mañana había ido a ver a Sonali a su despacho del quinto piso para proponerle que fueran juntas a la ceremonia, con la esperanza de charlar con ella en el taxi. Pero inevitablemente acabaron con uno de esos taxistas que parecían incapaces de atravesar Chowringhee de un extremo a otro. Sonali y ella se habían pasado los veinte minutos que duró el trayecto desde Dharmatola, donde se hallaba la sede de la revista, hasta el Rabindra Sadan inclinadas sobre el asiento delantero y dando instrucciones detalladas a cada momento: «Tuerza a la derecha por aquí…, cuidado…, tiene un autobús delante…, allí hay un perro…, enfrente hay una zanja.»
Y ahora, justo cuando estaban a solas, se presentaba aquel hombre de extraño aspecto con la gorra y la perilla.
Urmila pensó en interrumpir con mayor brusquedad, pero luego desistió. Aún no se comportaba con soltura ante Sonali: en realidad no había sido nada fácil ir a su despacho sin cita previa.
Urmila llevaba tres años trabajando en
Calcutta
, desde que estudiaba en la universidad. Se sentía orgullosa de dedicarse a las noticias importantes, de ser la única mujer de la sección de informativos. Ya no tenía reparo alguno en presentarse intempestivamente en la oficina del centro de prensa del ministro del Interior, ni en hacer preguntas comprometidas en las conferencias de prensa del primer ministro. Pero con Sonali Das se volvía insólitamente tímida y cohibida. Sonali era un personaje en la ciudad; la clase de persona de la que se hablaba en revistas de cine y en las columnas de chismes de los periódicos; cuyo nombre se oía habitualmente en labios de tías y primos, pronunciado con la idéntica dosis de censura y admiración, envidia e indignación. Era una de esas personas de las que todo el mundo hablaba sin saber bien por qué.
En parte, su celebridad se debía a su difunta madre, famosa actriz de teatro en los años cuarenta y cincuenta. Pero también Sonali había interpretado un par de películas en Bombay antes de cumplir los veinte. La primera causó sensación, porque no era la historia de siempre con canciones y bailes. Y justo cuando parecía destinada a una gran carrera, se marchó de Bombay y volvió a Calcuta. Pocos años después publicó un pequeño y maravilloso libro de memorias, divertido pero también nostálgico, incluso triste. Trataba principalmente de su madre, pero en parte también de su propia infancia: de los amigos de su madre en el mundo literario, de los viejos estudios de Tollygunge y Bombay, de cuando acompañaba a su madre en las tournées con la compañía
jatra
que atravesaba todo el país representando melodramas históricos. Un joven director experimental hizo una versión dramática del libro; esa obra, a su vez, se llevó al cine y fue muy aclamada por la crítica y los círculos cinematográficos. A partir de entonces, Sonali Das se hizo famosa para siempre, aunque nunca hizo nada más; o al menos no hasta que aceptó trabajar en
Calcutta
, a petición especial del dueño, para ocuparse del suplemento femenino.
A Urmila le intrigó la incorporación de Sonali a la revista, pero ni por un momento imaginó que se harían amigas. Y un día se encontró con ella en el ascensor. La reconoció al momento, aunque sólo la había visto en persona una vez, años atrás. Había cambiado mucho, pero Urmila consideró que aquellos cambios le sentaban perfectamente: el mechón blanco del pelo, por ejemplo; hacía bien exhibiéndolo. Le iba a las mil maravillas, le daba distinción.
Tras la primera y rápida ojeada, Urmila mantuvo cuidadosamente la vista en la puerta del ascensor, resuelta a no mirarla. Pero antes de que se diera cuenta, Sonali se puso a hablar con ella. Momentos después estaban sentadas en la mugrienta cafetería de la revista, charlando y bebiendo té.
Aquella mañana, cuando luchaba por mantener el equilibrio en un autobús atestado, a Urmila se le había roto la correa del reloj. Se sintió ridicula al mencionarlo: ¿qué interés podía tener en la rotura de una correa de reloj una persona como Sonali Das? Pero, lejos de mostrar aburrimiento, Sonali resultó de gran utilidad: le habló de un puesto cerca del cine Metro donde podían arreglarle la correa por un par de rupias. Urmila se quedó asombrada de que pudiera saber algo así.
Y ahora, con la misma indiscriminada amabilidad, Sonali decía al desconocido de la perilla que el vicepresidente había viajado expresamente desde Delhi para entregar el premio a Phulboni.
Urmila comprendió que la única manera de librarse del desconocido era entrar en la sala.
—Venga, Sonali
-di
—dijo, tirándola del brazo—. Vámonos o nos lo perderemos todo.
Sonali dio una última y profunda calada al cigarrillo y metió la chispeante colilla en un cenicero lleno de arena.
—Creo que tenemos que irnos —dijo, dedicando a Murugan una destellante sonrisa—. Mi amiga tiene trabajo que hacer.
Urmila fue hasta la puerta y la abrió de un empujón. La sala estaba atestada: oleadas de cabezas ondeaban hacia el escenario brillantemente iluminado, donde un hombre alto de pelo blanco estaba de pie frente a un atril, vestido con una sencilla camisa blanca y unos pantalones anticuados, de cintura alta y un descolorido verde militar. Los focos que le iluminaban desde arriba arrojaban largas sombras sobre su huesudo rostro, pero a nadie podían escapársele los ojos oscuros y brillantes bajo la prominente frente. Urmila se quedó quieta: había oído hablar mucho de él y conocía su obra bastante bien, pero nunca le había visto en persona.
Dio un paso titubeante por el oscuro pasillo. Distraídamente observó que el vicepresidente cabeceaba soñoliento en el escenario, a espaldas de Phulboni.
El escritor se inclinaba hacia adelante, apoyado en el borde del atril, y hablaba en tono bajo, con voz áspera.
—El silencio de la ciudad —decía— ha sido mi sustento a lo largo de mi vida de escritor: me ha mantenido vivo en la esperanza de que a mí también me reclamaría cuando se me secara la tinta. Durante más años de los que alcanzo a recordar, he vagado por la oscuridad de las calles, buscando la invisible presencia que reina sobre ese silencio, intentando que me aceptara, rogando que me llevara al otro lado antes de que se me acabara el tiempo. Sé que ha llegado el momento de la travesía, y por eso estoy aquí ahora, delante de vosotros: para rogar, para suplicar a la dueña de ese silencio, a la más secreta de las diosas, que me conceda lo que durante tanto tiempo me ha negado: que se aparezca ante mí…
Urmila miró hacia la puerta por encima del hombro. Vio que Murugan había entrado y estaba a su lado, tratando de avanzar por el pasillo. Se acercó un acomodador, linterna en mano. Echó un vistazo a la tarjeta de prensa de Sonali y luego a la de Urmila y les hizo un gesto para que pasaran. Caminando por el oscuro pasillo, Urmila volvió a mirar atrás. Sintió alivio al ver que el acomodador sacaba sin contemplaciones a Murugan de la sala.
Con una señal de seguridad del código Dakala, Antar envió un mensaje a la sede central del Consejo para comunicarles que había encontrado la tarjeta de identidad de un empleado de Alerta Vital desaparecido desde el 21 de agosto de 1995. Luego se recostó en la silla y se puso a recorrer el expediente que Ava había extraído de los archivos del Consejo. Querían que lo devolviese en una hora más o menos, y él tenía que leerlo por si a la oficina central se le ocurría encargarle algún trabajo de seguimiento. Por su aspecto, calculaba que tardaría unos veinte minutos, lo que le dejaría el tiempo justo para dar el paseo hasta Penn Station antes de la cita para cenar con Tara.
En unos minutos descubrió que el expediente consistía sobre todo en reseñas y recortes de periódicos que se habían publicado en el momento de la «desaparición» de L. Murugan. En su mayor parte, se limitaban a reproducir las habladurías que habían circulado por la oficina. En aquella época, recordó Antar, todo el mundo suponía que la «desaparición» era un eufemismo para no decir suicidio.
Algunos recortes se referían a la búsqueda, evidentemente no muy metódica, que la policía india emprendió inmediatamente después de la «desaparición»: no era difícil comprender que ellos, al igual que los colegas de Murugan en Alerta Vital, habían decidido utilizar esa palabra como un eufemismo.
Fue el último documento del expediente lo que llamó la atención de Antar. Se trataba de un artículo procedente de una fuente inesperada, el boletín interno de Alerta Vital. Tenía ese tono de recordatorio, sobriamente respetuoso, de una necrológica, aunque el autor tenía la cautela de aludir a Murugan como «desaparecido» y no como «difunto». Empezaba con la habitual nota anecdótica, refiriéndose a él como «Morgan», «el nombre con el que le conocían sus amigos». Le describía como «un gallito vanidoso»; hablaba, no sin afecto, de su combatividad, de que no podía resistirse a la discusión, de su verborrea; de las muchas aportaciones que había realizado como archivero principal de Alerta Vital. Mencionaba su infancia «universal», que había pasado deambulando por las capitales del mundo con su padre, un tecnócrata, y se refería brevemente a su afición a las películas hollywoodienses de serie B y a las antiguas series americanas: «el único punto firme, como para tantos otros, de una existencia itinerante, cosmopolita».
Cuando estudiaba en la Universidad de Siracusa, proseguía el artículo, descubrió la gran pasión de su vida: la historia médica de la malaria. Pasó varios años enseñando en una pequeña universidad al norte de Nueva York, y en esa época cultivó un creciente interés por un aspecto muy concreto de su especialidad: la historia de los orígenes de la investigación sobre la malaria. Después, ya trabajando en Alerta Vital, había aprovechado cada momento libre para proseguir esa vía de investigación, con frecuencia en detrimento de su propia carrera. En aquellos años no publicó casi nada, pero afirmó muchas veces, con su habitual desparpajo, que disfrutaba de la afortunada situación de ser el primero en su ámbito gracias a ser el único que lo cultivaba.
A ese tema dedicó sus trabajos de investigación Ronald Ross, el poeta, novelista y científico británico.
Nacido en la India en 1857, Ross recibió el Premio Nobel en 1902 por su trabajo sobre el ciclo vital del parásito de la malaria. En la época se había dado ampliamente por supuesto que aquel descubrimiento trascendental conduciría a la erradicación de la que posiblemente era la enfermedad más antigua y extendida del mundo: expectativa que, lamentablemente, se vio frustrada de un modo lastimoso, tal como Alerta Vital descubrió a sus propias expensas. Era sabido que, en sus infrecuentes momentos de seriedad, Murugan admitía que su interés por aquel tema un tanto oscuro había tenido un origen biográfico. La última fase crucial de los trabajos de Ronald Ross se había realizado en Calcuta, en el verano de 1898. Murugan había nacido en esa ciudad, aunque se marchó de allí a una edad muy temprana.
Ese vínculo biográfico posiblemente tuvo algo que ver con el carácter obsesivo que revestía el interés de Murugan por la malaria. En 1987 comunicó a algunos amigos que finalmente había escrito un resumen de sus investigaciones en un artículo titulado «Algunas discrepancias sistemáticas en la descripción del Plasmodium B de Ronald Ross». Aunque algunos de sus colegas manifestaron interés, ninguno llegó a ver ese artículo. Murugan recibió unos informes preliminares tan negativos en la prensa especializada a la que lo remitió, que decidió revisarlo antes de ponerlo en circulación.
Pero resultó que el artículo revisado no corrió mejor suerte que el original. El nuevo trabajo llevaba el desafortunado título de «Una interpretación alternativa de la investigación sobre la malaria a finales del siglo
XIX
: ¿existe una historia secreta?» Recibió una crítica aún más hostil que la primera versión, y sólo sirvió para que tildaran a Murugan de excéntrico y chiflado.