—¿Una cura? —se extrañó Antar—. ¿De qué?
—¿Has oído hablar alguna vez de Julius von Wagner-Jauregg?
—No.
—También ganó el Nobel; por sus trabajos sobre la malaria. Nació el mismo año que Ronnie Ross, pero en Austria. Era psicólogo: tuvo algún que otro encontronazo serio con Freud. Pero el motivo por el que se hizo famoso es que descubrió algo sobre la malaria que Ross ni siquiera podía imaginar.
—¿Qué?
—Descubrió que la malaria inoculada artificialmente podía curar la sífilis; al menos en la fase de demencia paralítica, cuando ataca al cerebro.
—Parece increíble —comentó Antar.
—Sí —convino Murugan—, pero a pesar de eso le dieron el Nobel en 1927. La malaria provocada por medios artificiales fue el tratamiento corriente de la paresia sifilítica hasta los años cuarenta. El caso es que la malaria produce reacciones en el cerebro que aún no comprendemos.
—Pero volviendo a Ross —le interrumpió Antar—. Has dicho que no cogió la malaria hasta bien avanzado su trabajo. Entonces, ¿qué le hizo interesarse por ella?
—El espíritu de su tiempo —contestó Murugan—. La malaria era la fusión fría de su época; los periódicos dominicales se peleaban por sacarla en portada. Y se explica: la malaria probablemente sea la enfermedad más asesina de todos los tiempos. Junto con el resfriado común, es la plaga más extendida del planeta. No se trata de una enfermedad que aparece de pronto en un siglo y se dispara en las estadísticas, como la peste, la viruela o la sífilis. La malaria empezó a propagarse por el planeta desde el big bang o poco después, y siempre se ha mantenido casi al mismo nivel. No hay sitio en la tierra donde la malaria no esté presente: círculo ártico, helada cumbre de montaña, ardiente desierto, lo que tú quieras, ahí está la malaria. Y no se trata de millones de casos; más bien de centenares de millones. Ni siquiera sabemos cuántos, porque está tan extendida que no siempre se incluye en las estadísticas. Y, además, es una maestra del disfraz. Puede imitar los síntomas de más enfermedades de las que te puedas imaginar: lumbago, gripe, hemorragia cerebral, fiebre amarilla. Y aunque se diagnostique certeramente, con quinina no siempre se cura. Con determinadas clases de malaria uno se puede inyectar quinina en vena todo el día y al anochecer encontrarse en la nevera del depósito de cadáveres. Sólo es mortal en una pequeña parte de los casos registrados, pero como se trata de centenares de millones, una pequeña parte equivale a la población de un país de tamaño familiar.
—De manera que cuando Ross empezó, ¿había un nuevo interés por la malaria? —preguntó Antar.
—Ya lo creo —contestó Murugan—. A mediados del siglo
XIX
, la comunidad científica empezó a tomar conciencia de la malaria. Recuerda que en ese siglo la vieja Madre Europa estaba colonizando los últimos territorios desconocidos: África, Asia, Australia, las Américas, e incluso lugares despoblados de su propia geografía. Bosques, desiertos, mares, indígenas belicosos son fáciles de dominar cuando se tiene dinamita y fusiles automáticos; bagatelas, comparados con la malaria. No olvides que no hace mucho casi todos los colonos del Mississippi estaban de baja un día sí y otro no por un ataque de temblores. En los pantanos de los alrededores de Roma la situación era casi igual de mala; o en Argelia, donde los colonos franceses estaban realizando un gran avance. Y eso en un momento en que nuevas ciencias como la bacteriología y la parasitología empezaban a causar sensación en Europa. La malaria se convirtió en uno de los principales objetivos de los programas de investigación. Los gobiernos empezaron a invertir montones de dinero en la materia; en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en todas partes menos en Inglaterra. Pero ¿detuvo eso a Ronnie? No, señor, simplemente se quitó la ropa y se tiró al agua sin pensarlo dos veces.
—¿Quieres decir que el gobierno británico no prestó a Ross apoyo oficial alguno? —inquirió Antar, frunciendo el ceño.
—No, señor, el Imperio hizo todo lo posible por estorbarle. Además, en lo que se refería a la malaria los británicos no tenían futuro: los trabajos de primera línea se realizaban en Francia y en las colonias francesas, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos; en todas partes menos donde estaban ellos. Pero ¿crees que a Ross le importaba eso? Hay que reconocérselo, tenía cojones, el muy cabrón. Ahí lo tienes: está en una edad en la que la mayoría de los científicos empiezan a pensar en cobrar la pensión; no tiene ni pajolera idea de la malaria (ni de nada); está en el quinto infierno, en un sitio donde ni siquiera saben lo que es un laboratorio; no ha puesto las manos en un microscopio desde que salió de la Facultad de Medicina; trabaja en ese servicio insignificante, el Cuerpo Médico de la India, que recibe unos cuantos ejemplares de
Lancet
y nada más, ni siquiera las
Actividades de la Sociedad Real de Medicina Tropical
, por no mencionar el
Boletín de la Universidad Johns Hopkins
ni los
Anales
del Instituto Pasteur. Pero a nuestro Ronnie le importa un carajo: se levanta de la cama un día soleado en Secunderabad o donde sea y, con su curioso acento inglés, se dice a sí mismo: «Santo cielo, no sé qué voy a hacer hoy, me parece que voy a ponerme a resolver el enigma científico del siglo, para matar un poco el tiempo.» Dejemos aparte a todos esos espléndidos bateadores que han salido al campo. Olvidémonos de Laveran, de Robert Koch, el alemán, que acaba de armar un escándalo con su numerito del tifus; omitamos a los dos rusos, Danilevski y Romanovski, que llevaban dando vueltas con el microbio desde que el joven Ronald se cagaba en la cuna; no contemos a los italianos, que tenían toda una puñetera fábrica de pasta trabajando en la malaria; no hagamos caso de W. G. MacCallum, de Baltimore, que está patinando al borde de un verdadero descubrimiento en las infecciones hematozoicas de las aves; pasemos por alto a Bignami, Celli, Golgi, Marchiafava, Kennan, Nott, Canalis, Beauperthuy; ignoremos al gobierno italiano, al gobierno francés, al gobierno estadounidense, que han invertido un acojonante montón de dinero en investigar la malaria; olvidémonos de todos ellos. Ni siquiera ven venir a Ronnie hasta que empieza a pulverizar todos los cronos.
—¿Así, sin más? —dudó Antar.
—Eso es. Al menos así empezó. ¿Y sabes una cosa? Lo consiguió; ganó a toda la pandilla de italianos; adelantó a los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Alemania y Rusia; a todos dejó atrás. O en cualquier caso ésa es la historia oficial: el joven Ronnie, el genio solitario, atraviesa velozmente la pista y se lleva la Copa del Mundo.
—Me parece que no estás de acuerdo con eso —comentó Antar.
—Tú lo has dicho, Ant. Esa historia no me la trago.
—¿Por qué no?
Apareció un camarero y les sirvió unos tazones de sopa. Frotándose las manos, Murugan inclinó la cabeza hacia la nube con olor a limón que ascendía de la sopa.
—Me parece —insistió Antar— que tienes tu propia versión de cómo hizo sus descubrimientos Ronald Ross, ¿no es así?
—Ésa es, desde luego, una manera de expresarlo.
—Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia?
—Te diré una cosa, Ant —repuso Murugan, cogiendo la cuchara—. Algún día te leeré tres volúmenes enteros, cuando hagamos un crucero alrededor del mundo: tú invitas, yo hablo.
—De acuerdo —dijo Antar, riendo—. ¿Qué tal un par de páginas, de aperitivo?
Con los palillos, Murugan se llevó a la boca una larga y goteante coleta de tallarines. La ingirió con un ruidoso sorbido y se recostó en la silla, dándose toques en la perilla con una servilleta de papel. Hubo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo en voz queda y sin apasionamiento.
—¿Puedo hacerte una pregunta filosófica, Ant?
Antar se removió en el asiento.
—Adelante —accedió—, aunque debo decirte que no soy aficionado a las grandes cuestiones.
—Dime, Ant —empezó Murugan, clavándole su penetrante mirada en el rostro—. Dime: ¿te parece natural que uno quiera pasar la página, que tenga curiosidad por saber qué pasa después?
—Bueno —repuso Antar, incómodo—. No estoy seguro de lo que quieres decir.
—Permíteme decirlo de esta manera, entonces. ¿Crees que todo lo que puede saberse debería saberse?
—Pues claro —contestó Antar—. No veo por qué no.
—Muy bien —dijo Murugan, metiendo la cuchara en el tazón—. Pasaré unas páginas para ti, pero recuerda que me lo has pedido. Allá tú.
Al salir del auditorio, Urmila pensó que había llegado el momento de tener a Sonali para ella sola.
—¿Tienes unos minutos? —empezó a decir, pero Sonali ya se encaminaba hacia la calle.
Urmila la alcanzó en la entrada, justo cuando en la sala estalló un aplauso, señalando el final del discurso de Phulboni.
—Siento tener que marcharme tan pronto —dijo Sonali—. Me habría gustado quedarme hasta el final, pero son las ocho pasadas y ya tengo que irme a casa.
—Ah —repuso Urmila, haciendo un leve esfuerzo por ocultar su decepción—. ¿Tienes que marcharte ahora mismo?
Sonali hizo una pausa.
—Sí. Espero a alguien. ¿Por qué?
—Es que quería hablar contigo —explicó Urmila.
—¿De qué?
—De él —dijo Urmila, moviendo la cabeza hacia el auditorio—. De Phulboni.
—¿De qué se trata?
—Tengo que escribir un artículo sobre él. Y hay un par de cosas que me tienen intrigada. Me han dicho que tú eras la persona indicada para hablar de ello.
—¿Yo? —Sonali se quedó sorprendida—. No sé si podré decirte mucho.
Permaneció un momento indecisa. Luego, tras una mirada al reloj, dijo:
—Bueno, ¿por qué no me acompañas a casa? Podemos hablar hasta que venga mi invitado.
Sin esperar respuesta, salió a la acera y llamó a un taxi. Ignorando sus protestas, hizo entrar a Urmila y subió tras ella.
—Alipore —ordenó al taxista, bajando luego la ventanilla mientras el taxi pasaba ante la fresca oscuridad del hipódromo.
Poco antes del puente de Alipore, se encontraron con un atasco y el taxi se detuvo con un chirrido de neumáticos. Sonali se volvió hacia Urmila.
—¿Qué es lo que querías preguntarme? —le dijo, con la voz estremecida por el traqueteo del taxi parado.
—Es sobre algunos de los primeros relatos de Phulboni —explicó Urmila.
—Pero ¿por qué a mí? —inquirió Sonali, enarcando las cejas—. Figúrate. ¿Quién te ha dicho que hablaras conmigo?
Urmila titubeó.
—Alguien que conozco —dijo al fin.
—¿Quién? —insistió Sonali.
—Tú también la conoces —dijo Urmila—. O al menos la conocías. De todas formas, habla mucho de ti.
—¿Quién es? Me tienes intrigada.
—La señora Aratounian —reveló Urmila con una cálida sonrisa.
—¿La señora Aratounian? —exclamó Sonali—. ¿Te refieres a la señora Aratounian de los Viveros Dutton de la calle Russell?
—Sí, la misma. ¿Te acuerdas de ella?
Sonali asintió con la cabeza, pero lo cierto era que hacía años que no veía a aquella señora y apenas recordaba a una mujer pulcra, algo autoritaria, con falda negra y gafas de montura dorada. Siempre le había recordado a las monjas irlandesas del internado: tenía la misma voz resonante y los mismos modales bruscos. Procedía de una familia armenia que había vivido en Calcuta durante generaciones, recordó Sonali: siempre habían sido los dueños de los Viveros Dutton.
—¡Santo Dios, Dutton! —exclamó—. Hace años de la última vez que estuve allí.
—Pero ¿sabes una cosa? —dijo Urmila atropelladamente—. La primera vez que te vi fue en Dutton.
—¿En Dutton? —Sonali le dirigió una mirada de incredulidad—. Vaya, creía que no nos conocimos hasta que empecé a trabajar en
Calcutta
.
—En realidad no llegamos a conocernos. —Urmila se sentía ahora molesta; deseaba no haberlo mencionado.
Había sido años atrás: Urmila estaba en el último curso de bachillerato y aquella mañana se encontraba en los Viveros Dutton porque era la delegada estudiantil del Comité de Parques y Jardines. La habían llevado los profesores del Comité en la furgoneta del colegio.
Estaba nerviosa: la señora Aratounian la asustaba con su voz pétrea y su mirada penetrante como un taladro. La última que estuvo en los viveros había alargado la mano para tocar una rosa, cuando notó una mirada que se clavaba en ella. Con un sentimiento de culpabilidad, giró en redondo, retirando bruscamente la mano, y, efectivamente, allí estaba la señora Aratounian, vigilándola desde el fondo de la estancia.
—Es una planta, no un perro —le dijo, con un centelleo de sus bifocales de montura dorada—. Y tiene espinas porque no le gusta que le pasen la mano.
Urmila se sintió tan miserable que deseó desaparecer, borrarse como una mancha de tiza.
En aquella otra ocasión la visita empezó bien. La señora Aratounian hizo lo posible por mostrarse amable. Señaló a un anaquel de macetas con crisantemos y dijo:
—Escoge uno, cariño, y te dejaré quedarte con él. Sólo por esta vez.
Urmila estaba echando un vistazo a los crisantemos cuando hubo una súbita conmoción en la puerta. Se volvió y vio entrar a Sonali Das.
Los viveros estaban llenos de gente, era la época del año en que todo el mundo compra semillas y plantas. La entrada de Sonali causó sensación: acababa de publicar el libro y su fotografía estaba en todas partes. Llevaba un sari de gasa verde y blanco, y unas enormes gafas de sol colocadas sobre la cabeza que le daban todo el aspecto de una estrella de cine.
Urmila acababa de ver una de sus películas: la miró con la boca abierta, encogiéndose sobre los crisantemos, mortificada ante la idea de que la vieran con aquel mugriento uniforme escolar y las escuálidas trenzas.
Mientras Sonali hablaba con la señora Aratounian, se unió a ella un hombre alto, fuerte, de facciones duras e imponentes. La mandíbula y las cejas sobresalían en un contorno afilado, bajo una cabeza casi enteramente calva. Era evidente que habían venido juntos.
Parecía mayor para ella, decidió Urmila, pero su aire rufianesco resultaba atractivo. Se preguntó quién sería.
Entonces el hombre dijo algo a la señora Aratounian. Para absoluto espanto de Urmila, la señora Aratounian se volvió y señaló en su dirección, a los crisantemos. Durante un breve instante, Urmila titubeó. Cuando se recobró, ya era demasiado tarde. Estaban justo delante de ella y Sonali se estiraba para alcanzar un tiesto.