El cuadro (3 page)

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Authors: Mercedes Salisachs

Tags: #Intriga

BOOK: El cuadro
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Otras veces, se declaraba feliz: «La maestra me puso la mejor nota por mi dibujo y mamá dice que seré un gran pintor».

Hablar con su padre pronto se convirtió en una costumbre. No lo consideraba un monólogo. Manuel tenía la convicción de que el hombre del cuadro lo escuchaba.

Según discurría, Manuel se daba a sí mismo la réplica. La cuestión era mantener con su padre una conversación jugosa, íntima y muy propia de un padre con un hijo.

En cierta ocasión el niño le preguntó por qué nunca lo veía. Y el padre le contestó que lo buscara. «Si me buscas me encontrarás» —le dijo.

Y Manuel se propuso buscarlo.

4

Inesperadamente un día llegó a la tienda de Elena un hombre de aspecto impecable, bien vestido, bien afeitado mientras esbozaba una sonrisa agradable.

—Elena.

Lo miró ella con cierto temor mientras despachaba a una clienta.

—Un momento, por favor, estoy con usted en cuanto termine con esa señora.

Fue un terminar algo angustioso.

En el fondo lo que Elena deseaba era que el trato con la clienta no terminara, que se quedara mucho rato eligiendo prendas y dudando cuál de ellas era la adecuada.

Había clientas dubitativas que siempre prolongaban sus decisiones. Eran seres flotantes y exentos de seguridad que con excusas torpes solían prolongar las elecciones de las prendas que les proponían porque la duda era la directriz constante en sus formas de vida.

Pero aquella clienta era decidida y casi nunca dudaba sobre lo que precisaba comprar.

Elena trató de dar largas, pero la clienta tenía prisa y tras pagar la mercancía, cogió la bolsa y se fue.

El hombre que aguardaba tras el mostrador inmediatamente trató de abordarla:

—Por fin, dijo. —¿Sabes cuánto tiempo llevo buscándote? Más o menos seis o siete años.

Elena lo miró fijamente pero no le contestó y el hombre continuó hablando:

—Tristana me dijo que ya no trabajabas con ella, que te habías establecido por tu cuenta y que habías tenido un hijo. Pero no quiso hablarme de tu nuevo trabajo, ni tampoco me dio tus señas.

—Yo le rogué que no las diera a nadie.

—Pero, Elena, ¿cómo puedes considerarme nadie? Tú sabes hasta que punto tu historia llegó a interesarme. ¡Cuántas veces estuvimos juntos únicamente hablando! Tu historia me apasionaba mucho más que tu belleza. Cuando te escuchaba, mi calma interior vencía el deseo. Nada me conmovía tanto como el sonido de tu voz; entrar en el dolor de tu vida y contemplar hasta qué punto la tarea que realizabas más que beneficiarte te estaba matando poco a poco.

—Es cierto, pero yo no pretendía que me compadecieras. Al fin y al cabo fuiste tú quien se empeñaba en saber las razones de mi vida.

—Porque oírte era una novedad muy positiva que nunca hasta entonces había experimentado. De pronto comprendí que vuestra profesión, lejos de ser algo degradante, podía ocultar un mundo de impotencias desesperadas que forzosamente exigían lo que de algún modo os obligaba a soportar —y tras un breve silencio continuó hablando—, tu ausencia fue algo más que perder un hábito sin destino, una de esas costumbres que en ocasiones se nos antojan necesarias para nivelar las exigencias del sexo. Hablar contigo era como pasar un examen de conciencia. Algo parecido a introducirse en un palacio bellísimo, pero saqueado y vacío.

Elena lo miraba fijamente pero no hablaba. Durante aquellos siete años más de una vez se había acordado de aquel hombre. Se llamaba Fabián Hibernón, y cuando ella abandonó la empresa de Tristana fue la única persona que, de vez en cuando, se metía en sus insomnios y en sus depresiones.

Era difícil averiguar por qué razón aquel cliente no se parecía a los otros.

Bastaba mirarlo para comprender que se trataba de alguien distinto del resto de los clientes. Jamás hablaba de si mismo. Era ponderado y casi respetuoso. A veces la miraba como si Elena no fuese una mujer sin rumbo y a la deriva de un mar enfurecido que la incitaba a naufragar.

Comprendió pronto que su idiosincrasia no llegaba a encajar en su profesión.

Probablemente fue ese descubrimiento lo que poco a poco iba trocando su voluntad intuitiva en una necesidad entre espiritual y un tanto intelectual.

Acercarse a ella pronto dejó de ser el objeto de un deseo físico.

Pensó también que el ser humano precisaba algo más que el sexo.

Nada era importante si los placeres físicos no se conectaban con cierto toque espiritual.

Al principio fue la belleza de Elena lo que motivó su instinto. El cambio tardó un poco en llegar.

No fue repentino. Iba asomando lentamente como esas lluvias veraniegas que sólo pertenecen a ciertas nubes inofensivas.

De improviso, ciertos aspectos de aquellos conocimientos clandestinos fueron ladeándose hacia el terreno de las confidencias.

Para Elena aquellos encuentros comenzaban a convertirse en algo más que en el cumplimiento de un deber.

A menudo se preguntaba «¿Vendrá hoy Fabián?». No quería cuestionarse la razón de su pregunta. Surgía repentinamente como de repente surgen las setas en otoño en los bosques y en las tierras algo alejadas de la civilización.

Sabía que las ilusiones eran globos deshinchados en los ambientes donde ella trabajaba. Por eso no quería fomentarlas.

De pronto un día Elena recordó a Fabián desde un punto de vista diferente:

«No es un cliente», pensó. «Es algo distinto». Tampoco era un amigo, ni un conocido, ni siquiera un familiar. Era algo inesperado, una especie de regalo venido de la lejanía que tenía voz y oídos. Que preguntaba, opinaba y escuchaba las historias de Elena con el interés de alguien muy unido a ella. Pero nunca se planteó que aquella sensación que Fabián le producía podía ser algo similar a lo que todos llamaban amor.

Por ello decidió marcharse de aquel lugar sin dejar rastro. Lo pasado, pasado estaba.

Lo esencial para Elena consistía en paralizar su ayer en todas sus facetas, (Fabián incluido), y comenzar una vida decente junto a su hijo.

No obstante, olvidar no supone arrancar raíces del alma. Las raíces son tercas y casi siempre se adentran en la tierra para rebrotar cuando menos se espera.

—¿Te expliqué alguna vez que además de notario soy escritor?

—Sí. Incluso leí uno de tus libros. Se titulaba
Bancarrota
.

—¿Te gustó?

—Me apasionó.

—¿Qué viste en las páginas del libro?

—Te vi a ti. Descubrí tu talento.

—¿Eso fue todo? —y como Elena no contestaba, Fabián indagó—. ¿No te viste también a ti misma?

—Un poco sí —confesó ella.

Hubo un silencio grande que las palabras de la mirada no interrumpieron, al contrario; era precisamente aquel silencio lo que enriquecía la elocuencia muda.

Se acercó Fabián a ella y cogió su mano.

—Lo cierto es que por fin te he encontrado. Confío en que de ahora en adelante no me rehuyas.

Se lo dijo con aire de hombre desconfiado y al mismo tiempo indefenso. En aquellos momentos no era el cliente de una empresa que exigía un pago, sino un indigente que lo pedía.

Elena no se atrevía a mirarlo. Cabizbaja meditaba, comparaba y sobre todo recordaba. Eran evocaciones que durante siete años, lejos de disminuir se habían conservado y fortalecido a pesar de su empeño en olvidarlas. Las llevaba escondidas en lo más íntimo de sí misma, como se esconden ciertas alhajas que difícilmente pueden reponerse si alguien las roba.

—No quisiera retroceder —dijo ella—. Mi vida ha cambiado; tengo un hijo al que adoro.

—Lo comprendo. Es un niño precioso.

—¿Lo has visto alguna vez?

—Hace pocos días lo descubrí. Tú ibas con él; entraste en una juguetería y cuando salisteis de allí, os seguí. Así supe donde vivíais.

Elena no llegaba a comprender con exactitud lo que aquel hombre esperaba de ella. Todo se volvía confuso. Aunque nada en torno a ellos se parecía a los encuentros de antaño, los recuerdos se empeñaban en borrar la limpieza del presente.

—Quería desconectarme de mi pasado —murmuró ella— y que mi hijo nunca supiera el origen de su nacimiento.

—Comprendo. Pero la realidad humana no hay que medirla por sus hechos sino por las circunstancias que obligan a realizarlos. —Y tras una breve pausa añadió— a veces uno se pregunta «¿Qué somos?» pero no podemos contestarnos. Siempre corremos el riesgo de falsear nuestra verdad. De hecho, siempre somos lo que las circunstancias nos obligan a ser. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Elena?

Asintió ella sin decir palabra. No podía hablar. Algo parecido a una emoción se lo impedía. Sólo miraba. Pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Fabián le prestó su pañuelo.

—Gracias —dijo ella.

—¿Por el pañuelo?

—No; por tu comprensión.

5

Manuel ignoraba la causa, pero sabía que algo en el ambiente casero había cambiado.

Las intuiciones infantiles no se basan en situaciones concretas. Están en el aire; se captan, como se capta el vuelo de un mosquito que no se deja atrapar.

Son únicamente sensaciones que llegan y se van; que desconciertan y sacuden la mente sin saber por qué.

Su madre no parecía la madre de siempre: La rutina ya no era rutina. De improviso había en ella algo que Manuel desconocía. Pero no podía definir lo que era.

El cariño que medraba entre ambos era el mismo pero ciertas formas de la vida cotidiana habían cambiado.

Como tenía por costumbre, Manuel, en la soledad de su cuarto, se enfrentó al cuadro y le preguntó porqué se notaba tan desconcertado.

En su mente no cabían explicaciones. Sólo respuestas que el cuadro le daba. Eran coloquios mentales que, según el niño, siempre tenían contestaciones muy sabias. .

—Mamá sale de noche pero no me deja solo. Ha contratado a una «canguro» para que me cuide.

Y el cuadro le decía que no se preocupara porque la «canguro» era muy buena.

Lo difícil era comprender la razón de aquel cambio.

La madre parecía otra persona. A veces la oía cantar mientras se duchaba. Otras hablaba por teléfono y sonreía como si la voz que escuchaba la llenara de felicidad.

En cierta ocasión llegó un señor a su casa y le dio un beso.

Parecía amable, atento y dispuesto a complacerle a él y a su madre.

Traía regalos. Lo cogía en brazos y jugaba con él a darle volteretas. La madre reía, y el hombre continuaba entreteniéndole como si fuera su mejor amigo.

Al cabo de un tiempo el hombre le preguntó a Manuel:

—¿Te gustaría que yo fuese tu padre?

El niño frunció el entrecejo y sin pensarlo dos veces le contesto:

—No.

El hombre se quedó perplejo.

—¿Por qué? ¿No te gusto?

—Sí me gustas, pero yo tengo otro padre.

Elena lo miró extrañada. No entendía la reacción de su hijo. Hacía mucho tiempo que aquel dilema no se mencionaba, ni se planteaba como un enigma indescifrable.

Pero el hombre no quiso hurgar en la mentalidad del niño y se limitó a cambiar de conversación.

A pesar de todo Manuel sentía una extraña predilección por aquel amigo de su madre.

Gracias a él, la atmósfera de siempre se había despejado de rutinas. Todo era más diáfano y alegre. Pero eso no era un motivo que justificara su paternidad.

Su verdadero padre seguía siendo para el niño una verdad escondida.

Desde siempre supo que la faz de su padre era la del cuadro y que tarde o temprano acabaría por encontrarlo.

Cierto día, mientras contemplaba el rostro de aquel hombre, le planteó el problema.

—Mamá se empeña en asegurarme que Fabián es mi padre, pero yo sé que no es verdad.

La respuesta del cuadro no tardó en darle la razón.

—Fabián no es tu padre. Tu padre soy yo. Por eso tu madre ha colgado en tu habitación mi retrato.

—Pero yo quiero verte.

—Me encontrarás si me buscas.

Y el niño le respondió:

—Te buscaré.

* * *

Un día Manuel escuchó la conversación que Elena mantuvo con una vecina mientras hablaban por teléfono.

Eran buenas amigas y con frecuencia se explayaban en confidencias amables.

Pero aquel día la confidencia para Manuel fue algo más que una revelación: Fue una sorpresa, una especie de «susto» alegre, algo inesperado y de difícil comprensión.

—Es notario y escritor —le decía a la amiga— goza de buena posición y lleva bastantes años viudo.

Luego, bajando la voz como si temiera que alguien la oyera, continuó hablando.

—Quiere casarse conmigo.

La palabra casarse era un poco vaga para Manuel. Sabía que las bodas entre un hombre y una mujer eran sagradas pero no sabía por qué.

Aquella misma noche se lo preguntó al cuadro.

—Eso de casarse. ¿Qué es?

Pero el cuadro no contestaba y la mente de Manuel se hacía un lío tremendo.

Cuando los cerebros se desplazan más allá del tiempo y del espacio, las mentes corren el peligro de embotarse y de oscurecerse, por eso algunos conceptos se extravían en confusiones.

No obstante, Manuel continuó insistiendo. Aunque sabía que las respuestas que le daban tenían su propia voz, no se arredraba porque estaba convencido de que su padre hablaba cuando le apetecía metiéndose en la mente del hijo.

Además, también los silencios eran elocuentes. Más de una vez el hombre del cuadro le había dicho: «Cuando crezcas y seas mayor, lo sabrás todo».

—¿Y cuándo seré mayor?

—Cuando sepas discernir el bien del mal, y tus sentimientos no se dejen llevar por los instintos y tus ímpetus no se vuelvan agresivos y el amor no se ciña únicamente a las apariencias sino a los sentimientos, a la bondad y a la inteligencia.

—¿Y cómo sabré quién es inteligente y bueno?

—Cuando aprendas a sufrir con el que sufre, y perdonar al que te desprecia y rechazar las actitudes y declaraciones de los soberbios. Nadie que se envanezca de sí mismo y desprecie a quien puede hacerle sombra es inteligente.

—No entiendo muy claramente lo que me dices. Espero que cuando te encuentre me lo expliques otra vez.

—Tenlo por seguro.

—¿Tardaré en encontrarte?

—No. Pronto nos veremos.

—¿Cuándo es pronto?

—Depende de ti. Búscame —insistió el cuadro—, si me buscas te prometo que nos veremos cara a cara y siempre estaré contigo.

* * *

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