El cuento número trece (5 page)

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Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
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—Pero tu ejemplar...

—Se les escapó. Pertenece a un lote enviado por error a una librería de Dorset, donde un cliente compró un ejemplar antes de que la tienda recibiera la orden de embalarlos y devolverlos. Hace treinta años el cliente cayó en la cuenta de que podía ser valioso y se lo vendió a un coleccionista. El patrimonio del coleccionista se subastó en septiembre y compré el ejemplar con las ganancias del trato de Aviñón.

—¿El trato de Aviñón?

Papá había tardado dos años en negociar el trato de Aviñón. Era uno de sus éxitos más lucrativos.

—Te pusiste los guantes, ¿verdad? —preguntó con timidez.

—¿Por quién me has tomado?

Sonrió antes de proseguir.

—Tanto esfuerzo para nada.

—¿A qué te refieres?

—A la retirada de todos esos libros por el error en el título. La gente sigue llamándolo
Trece cuentos
aun cuando hace medio siglo e se edita como
Cuentos de cambio y desesperación
.

—¿Y por qué?

—Es consecuencia del halo de fama y misterio que la envuelve. Dado lo poco que se sabe de Vida Winter, anécdotas como la historia de la primera edición retirada adquieren una importancia desmesurada. Ha pasado a formar parte de la mitología de Vida Winter. El misterio del cuento número trece. Así la gente tiene algo sobre lo que hacer conjeturas.

Se produjo un breve silencio. Luego, con la mirada un poco perdida y hablando en voz baja para permitirme atender a sus palabras o dejarlas pasar, papá murmuró:

—Y ahora una biografía... Qué sorpresa.

Recordé la carta, mi miedo a que su autora no fuera de fiar. Recordé la insistencia de las palabras del joven: «Cuénteme la verdad». Recordé los
Trece cuentos
que me atraparon desde la primera línea y me mantuvieron cautiva toda la noche. Estaba deseando ser secuestrada de nuevo.

—No sé qué hacer —le dije a mi padre.

—Es diferente de lo que has hecho hasta ahora. Vida Winter está viva. Tendrías que hacer entrevistas en lugar de perderte por los archivos.

Asentí.

—Pero tú quieres conocer a la persona que escribió los
Trece cuentos
.

Asentí de nuevo.

Mi padre descansó las manos en sus rodillas y suspiró. Él conoce el poder de la lectura. La forma en que te atrapa.

—¿Cuándo quiere que vayas?

—El lunes —dije.

—Te llevaré a la estación, ¿vale?

—Gracias. Y...

—¿Sí?

—¿Puedo tomarme unos días libres? Debería leer un poco más antes de presentarme allí.

—Sí —dijo papá con una sonrisa que no logró ocultar su inquietud—. Por supuesto.

A renglón seguido tuvo lugar uno de los períodos más maravillosos de mi vida adulta. Por primera vez tenía en mi mesita de noche una montaña de libros en rústica brillantes, sin estrenar, comprados en una librería normal.
Ni una cosa ni otra
, de Vida Winter;
Dos veces es para siempre
, de Vida Winter;
Obsesiones
, de Vida Winter;
Fuera del arco
, de Vida Winter;
Reglamento de la aflicción
, de Vida Winter;
La niña del cumpleaños
, de Vida Winter, y
La función de marionetas
, de Vida Winter. Las cubiertas, todas ellas del mismo artista, irradiaban fuerza y poder: naranjas y escarlatas, dorados y violetas intensos. También había comprado un ejemplar de
Cuentos de cambio y desesperación
; el título parecía desnudo sin el «Trece» que convierte el ejemplar de mi padre en un libro tan valioso. Ya lo había devuelto al armario.

Como es lógico, siempre esperamos algo especial cuando leemos por primera vez a un autor, y los libros de la señorita Winter producían en mí el mismo estremecimiento que había sentido cuando descubrí los diarios de los Landier, por poner un ejemplo. Pero se trataba de algo más. Siempre he sido lectora; en todas la etapas de mi vida he leído y nunca ha habido un momento en que leer no fuera mi mayor dicha. Y, sin embargo, no puedo decir que lo que he leído de adulta haya tenido el mismo impacto en mí que lo que leí de niña. Hoy día todavía creo en las historias. Aún me olvido de mí misma cuando estoy leyendo un buen libro, pero ya no es lo mismo. Los libros son para mí, ya lo he dicho, lo más importante; lo que no puedo olvidar es que hubo un tiempo en que fueron a la vez más banales y más fundamentales. De niña los libros lo eran todo. Por tanto, siempre existe en mí un anhelo nostálgico por ese gusto perdido por los libros. No espero ver satisfecho mi anhelo algún día. Y, sin embargo, durante este período, esos días en que leía todo el día y la mitad de la noche, en que dormía bajo una colcha cubierta de libros, en que mi sueño era negro y tranquilo, pasaba como un rayo y despertaba para seguir leyendo, recuperé el placer perdido por la lectura compulsiva e ingenua. La señorita Winter me devolvió la virginidad del lector novato y luego, con sus historias, me cautivó.

De vez en cuando mí padre llamaba a la puerta de lo alto de la escalera. Se quedaba mirándome fijamente. Yo debía de tener esa mirada aturdida que te da la lectura apasionada.

—No olvides que debes comer, ¿de acuerdo? —decía mientras me tendía una bolsa con comida o una botella de leche.

Me habría gustado quedarme para siempre en mi buhardilla con esos libros. Pero si quería ir a Yorkshire para conocer a la señorita Winter, debía emprender otra tarea. Abandoné la lectura durante un día para ir a la biblioteca. En la sala de lectura de prensa busqué reseñas de las últimas novelas de la señorita Winter en la sección de libros de los periódicos nacionales. Con cada nuevo libro que salía al mercado la señorita Winter convocaba a varios periodistas en un hotel de Harrogate, donde los recibía uno a uno y les daba, por separado, lo que ella llamaba la historia de su vida. Debía de haber docenas de esas historias, puede que centenares. Encontré unas veinte sin buscar demasiado.

Tras la publicación de
Ni una cosa ni otra
, la señorita Winter se convirtió en la hija secreta de un sacerdote y una maestra; un año después, en el mismo periódico, promocionó
Obsesiones
contando que era la hija clandestina de una cortesana parisina. Para
La función de marionetas
, en diferentes periódicos, fue una huérfana criada en un convento suizo, una golfilla de los barrios pobres del East End y la hermana oprimida de una familia de diez bulliciosos varones. Me gustó especialmente aquella en que, tras ser separada por error de sus padres misioneros escoceses en la India, sobrevivió en las calles de Bombay ganándose la vida como contadora de cuentos. Contaba historias sobre pinos que olían a cilantro fresco, montañas tan bellas como el Taj Mahal,
haggi
más sabrosos que las
pakora
de cualquier puestecillo y gaitas. ¡Oh, el sonido de las gaitas! Tan hermoso que era imposible describirlo. Cuando muchos años después consiguió regresar a Escocia —país del que se había marchado siendo un bebé— se llevó una gran decepción. Los pinos no olían a cilantro. La nieve era fría. Los
haggi
no sabían a nada. En cuanto a las gaitas...

Irónica y sentimental, trágica y mordaz, cómica y pícara, cada una de esas historias era una obra maestra en miniatura. Para otra clase de escritor podrían ser el mayor logro de su carrera; para Vida Winter eran simples historias de usar y tirar. Creo que nadie se habría confundido creyendo que era verdad.

La víspera de mi partida era domingo y pasé la tarde en casa de mis padres. Su casa nunca cambia: una sola exhalación lobuna podría reducirla a escombros.

Mi madre, tensa, esbozaba una sonrisa con la boca pequeña y hablaba animadamente mientras nosotros bebíamos té. El jardín de los vecinos, las obras en la ciudad, un perfume nuevo que le había provocado un sarpullido. Una conversación ligera, insustancial, generada para mantener el silencio a raya; el silencio donde moraban sus demonios. Su actuación era buena: nada que revelara que a duras penas soportaba salir de casa, que el más mínimo acontecimiento inesperado le provocaba migraña, que no podía leer un libro por temor a las emociones que pudiera despertarle.

Papá y yo esperamos a que mamá se marchara a preparar otra tetera para hablar de la señorita Winter.

—No es su verdadero nombre —le dije—. Si lo fuera sería más fácil investigar sobre ella. Toda la gente que lo ha intentado ha desistido por falta de datos. Nadie conoce el más mínimo detalle sobre Vida Winter.

—Qué extraño.

—Es como si no procediera de ningún lugar, como si no hubiera existido antes de convertirse en escritora, como si se hubiera inventado a sí misma cuando escribió su primer libro.

—Conocemos el nombre que eligió como pseudónimo. Seguro que eso ya dice algo —dijo mi padre.

—Vida. Del latín
vita
. Aunque no puedo evitar pensar también en francés.

Vide en francés significa «vacío». El vacío. La nada. Pero en casa de mis padres no pronunciamos palabras como esa, de modo que dejé que papá llegara solo a esa conclusión.

—Efectivamente. —Asintió con la cabeza—. ¿Y qué me dices de Winter?

Winter
. «Invierno» en inglés. Miré por la ventana en busca de inspiración. Detrás del fantasma de mi hermana se extendían oscuras ramas desnudas sobre el cielo crepuscular y los arriates eran tierra negra y pelada. El cristal no nos aislaba del frío; pese a la estufa de gas, la estancia parecía inundada de una cruda desesperación. ¿Qué representaba el invierno para mí? Solo una cosa: muerte.

Se produjo un silencio. Cuando fue necesario decir algo para no cargar el último intercambio de palabras con un peso intolerable, dije:

—Es un nombre punzante. V y W. Vida Winter. Muy punzante.

Mi madre regresó y siguió hablando mientras colocaba las tazas en los platillos al servir el té. Su voz se movía por su parcela de vida estrechamente controlada con la misma desenvoltura que si midiera tres hectáreas.

Mi mente empezó a vagar. Sobre la repisa de la chimenea descansaba el único objeto de la habitación que podía considerarse decorativo: una fotografía. De vez en cuando mi madre dice que la guardará en un cajón para protegerla del polvo. Pero a mi padre le gusta verla y dado que rara vez le lleva la contraria, mi madre cede en esto. Es la fotografía de una joven pareja de recién casados. Papá está igual: discretamente atractivo, de ojos oscuros y pensativos, los años no pasan para él. La mujer resulta casi irreconocible. Una sonrisa espontánea, risa en los ojos, ternura en la mirada que dirige a mi padre. Parece feliz.

Las tragedias lo cambian todo.

Yo nací y la mujer recién casada de la foto desapareció.

Miré por la ventana el jardín muerto. Contra la luz menguante, mi sombra rondaba en el cristal mirando la habitación muerta. ¿Qué pensará de nosotros?, me pregunté. ¿Qué opinará de nuestros esfuerzos por convencernos de que eso era vida y que la estábamos viviendo de verdad?

La llegada

S
alí de casa un día de invierno como cualquier otro y durante kilómetros mi tren viajó bajo un cielo blanco y translúcido. Después cambié de tren y las nubes se agruparon. A medida que avanzaba hacia el norte se iban tornando más cargadas y oscuras, cada vez más hinchadas. Esperaba oír en cualquier momento el primer repiqueteo de gotas en el cristal, pero no llovió.

En Harrogate, el chófer de la señorita Winter, un hombre moreno con barba, no tenía ningunas ganas de darme conversación. Me alegré, pues su silencio me permitió estudiar el paisaje, totalmente nuevo para mí, que se desplegó ante mis ojos en cuanto dejamos atrás la ciudad. Nunca había estado en el norte. Mis investigaciones me habían llevado a Londres, y en una o dos ocasiones había cruzado el canal de la Mancha para visitar bibliotecas y archivos de París. Conocía el condado de Yorkshire exclusivamente por las novelas que, para colmo, eran de otro siglo. En cuanto salimos de la ciudad casi desaparecieron los signos del mundo moderno, así que sentí que estaba adentrándome en el pasado al mismo tiempo que me internaba en la campiña. Con sus iglesias, sus tabernas y sus casitas de piedra los pueblos me resultaban pintorescos, y cuanto más nos alejábamos menor era su tamaño y mayor la distancia entre ellos, hasta que la continuidad de los campos pelados propios del invierno solo se vio interrumpida por alguna que otra granja apartada. Finalmente también las granjas quedaron atrás y anocheció. Los faros del coche iluminaban franjas de un paisaje incoloro e indefinido: sin cercas, sin muros, sin setos, sin edificios. Tan solo una carretera desprovista de arcén y, a cada lado, borrosas ondulaciones de oscuridad.

—¿Estamos en los páramos? —pregunté.

—Sí —contestó el chófer, y me arrimé un poco más a la ventanilla, pero únicamente pude distinguir el cielo cargado de agua ejerciendo una presión claustrofóbica sobre la tierra, sobre la carretera, sobre el coche. Unos metros más allá se extinguía hasta la luz de nuestros faros.

En un cruce sin señales abandonamos la carretera y avanzamos dando tumbos a lo largo de tres kilómetros de camino pedregoso. Después de parar dos veces para que el chófer abriera y cerrara una verja, seguimos dando botes y sacudidas durante otro kilómetro.

La casa de la señorita Winter descansaba entre dos suaves lomas que se alzaban en la oscuridad, casi dos colinas que parecían confluir y que solo después de salvar la última curva del camino desvelaban la presencia de un valle y una casa. Bajo el cielo, que para entonces irradiaba tonos en morado, añil y pólvora, la casa descansaba agazapada, larga, baja y muy oscura. El chófer me abrió la portezuela del coche y al salir comprobé que ya había bajado mi maleta y se disponía a marcharse, dejándome sola frente a un porche sin luz. Las ventanas quedaban ocultas detrás de postigos de listones y no se veía rastro alguno de presencia humana. Cerrado en sí mismo, el lugar parecía rechazar las visitas.

Llamé a la puerta. El timbre sonó extrañamente sordo atravesando la humedad del aire. Mientras aguardaba contemplé el cielo. El frío trepaba por las suelas de mis zapatos. Llamé de nuevo. Tampoco me respondieron.

A punto de llamar por tercera vez, me sobresalté cuando, sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta.

La mujer que me miraba desde el umbral sonrió con profesionalidad y se disculpó por haberme hecho esperar. A primera vista parecía una mujer muy normal. Su cabello, corto y cuidado, era tan paliducho como su piel, y era difícil definir el color de sus ojos, entre azul gris y verde. No obstante, su aspecto anodino no se debía tanto a la ausencia de colorido como a la falta de expresión. Me figuré que con una pizca de emoción en ellos sus ojos podrían haber irradiado vida y mientras su mirada escrutadora rivalizaba con la mía, creí sentir que mantenía esa inexpresividad haciendo un gran esfuerzo deliberado.

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