Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
En unos días ya había establecido un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para levantarse. Unos días más y ya había zapatos limpios para estar en el interior de la casa y botas limpias para salir al exterior. No solo eso, sino que los vestidos de seda fueron lavados, remendados, reajustados y guardados para supuestas «ocasiones especiales», y vestidos nuevos de popelín azul marino y verde con fajín y cuello blancos aparecieron para usarlos a diario.
Emmeline prosperaba bajo ese nuevo régimen. Comía bien y a horas regulares, y tenía permitido jugar —bajo estrecha supervisión — con las llaves brillantes de Hester. Incluso llegó a sentir verdadera pasión por los baños. El primer día se resistió, gritó y pateó mientras Hester y el ama la desvestían y la sumergían en la bañera, pero cuando se vio en el espejo después del baño, cuando se vio limpia y con el pelo recogido en una cuidada trenza atada con un lazo verde, abrió la boca y entró en otro de sus trances. Le gustaba estar reluciente. Siempre que se hallaba en presencia de Hester, Emmeline la estudiaba a hurtadillas, a la espera de una sonrisa. Si Hester sonreía —lo cual no era nada infrecuente— Emmeline se quedaba mirándola encantada. Al poco tiempo aprendió a devolverle la sonrisa.
Otros miembros de la casa también mejoraron. El médico examinó los ojos del ama y, pese a sus protestas, fue llevada a un especialista. A su regreso había recuperado la vista. El ama se alegró tanto de ver el nuevo estado de pulcritud de la casa que se olvidó de todos los años vividos en la penumbra y rejuveneció lo suficiente para unirse a Hester en este espléndido nuevo mundo. Ni siquiera John-the-dig, que obedecía las órdenes de Hester a regañadientes y jamás permitía que sus ojos oscuros se cruzaran con los ojos chispeantes y ubicuos de la institutriz, pudo resistirse al efecto positivo de su energía. Sin decir una palabra a nadie, agarró las tijeras de podar y entró en el jardín de las figuras por primera vez desde el trágico incidente y unió sus esfuerzos a los que ya estaba haciendo la naturaleza para reparar la violencia del pasado.
La influencia sobre Charlie fue menos directa. Él la evitaba y así ambos estaban contentos. Hester solo deseaba hacer su trabajo, y su trabajo solo éramos nosotras. Nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, sí, pero nuestro tutor quedaba fuera de su jurisdicción y, por tanto, lo dejaba tranquilo. Ella no era
Jane Eyre
y él no era el señor Rochester. Dado el amor por la limpieza de la nueva institutriz, Charlie optó por retirarse a los antiguos cuartos de los niños del segundo piso, detrás de una puerta firmemente cerrada con llave donde él y sus recuerdos pudieran revolverse bien a gusto en la mugre. Para él, el efecto Hester se limitó a una mejora de la dieta y a una mano más firme sobre sus finanzas, las cuales, bajo el control honrado pero endeble del ama, habían sufrido el saqueo de vendedores y negociantes sin escrúpulos. Charlie no reparaba en ninguna de esas mejoras y de haberlo hecho dudo mucho de que le hubieran importado.
Pero Hester mantenía a las niñas bajo control y fuera de la vista, y si Charlie se hubiera detenido a pensarlo, se lo habría agradecido. Bajo el reinado de Hester no existían motivos para que vecinos hostiles acudieran a quejarse de las gemelas. Bajo el reinado de Hester, Charlie no tenía necesidad de bajar a la cocina a comer un sándwich hecho por el ama, y sobre todo no tenía necesidad de abandonar ni por un minuto el reino imaginario en el que vivía con Isabelle, solo con Isabelle, siempre con Isabelle. Todo lo que cedió en territorio lo ganó en libertad. Nunca oía a Hester, nunca la veía; jamás se le cruzaba por la cabeza. Se ajustaba completamente a su manera de vivir.
Hester había triunfado. Quizá tuviera cara de torta, pero no había nada que la muchacha no pudiera hacer si se lo proponía.
La señorita Winter guardó silencio. Tenía la mirada fija en un rincón de la estancia, donde su pasado se le aparecía con más realismo que el presente y que yo. En los extremos de sus labios y sus ojos parpadeaba una ligera expresión de angustia y pesar. Consciente de la delgadez del hilo que la conectaba con su pasado, me preocupaba romperlo pero también me preocupaba que no siguiera con el relato.
El silencio se alargó.
—¿Y usted? —pregunté con suavidad—. ¿Qué pensaba usted?
—¿Yo? —Pestañeó levemente—. Oh, a mí me caía bien. He ahí el problema.
—¿Problema?
La señorita Winter pestañeó de nuevo, se acomodó en su butaca y se volvió hacia mí con una mirada nueva, afilada. Había cortado el hilo.
—Creo que es suficiente por hoy. Puede irse.
C
on la historia de Hester regresé rápidamente a mi rutina. Por las mañanas escuchaba a la señorita Winter relatar su historia sin apenas anotar ya nada en la libreta. Más tarde, en mi habitación, con mis pliegos de folios, mis doce lápices rojos y mi fiel sacapuntas, transcribía lo que había memorizado. Mientras las palabras brotaban de la punta del lápiz sobre el papel, la voz de la señorita Winter resonaba en mis oídos; más tarde, cuando leía en voz alta lo que había escrito, notaba cómo mi rostro se distorsionaba hasta adoptar sus expresiones. Mi mano izquierda subía y caía, emulando los enfáticos gestos de la señorita Winter, mientras la derecha descansaba, como impedida, en mi regazo. Las palabras se transformaban en imágenes dentro de mi cabeza. La aseada y pulcra Hester, envuelta en un brillo plateado, en una aureola que crecía constantemente, abarcando primero su cuarto, luego la casa, después a los habitantes. El ama, transformada de lenta figura en la penumbra en una mujer de ojos vivos y brillantes que todo lo miraban. Y Emmeline, una vagabunda sucia y desnutrida que se dejaba convertir, bajo el hechizo del aura de Hester, en una muchacha limpia, cariñosa y regordeta. Hester proyectaba su luz incluso en el jardín de las figuras, donde se posaba sobre las ramas destrozadas de los tejos y hacía crecer nuevos brotes. También aparecía Charlie, naturalmente, deambulando en la oscuridad fuera de aquel círculo, dejándose oír sin dejarse ver. Y John-the-dig, el jardinero de nombre extraño, rumiando en la periferia, reacio a ser absorbido por la luz. Y Adeline, la misteriosa y sombría Adeline.
Para todos mis proyectos biográficos construyo una caja de vidas. Una caja con fichas que contienen los detalles —nombre, ocupación, fechas, lugar de residencia y cualquier otro dato en apariencia pertinente— de todas las personas que han sido importantes en la vida del sujeto en cuestión. Nunca sé qué pensar realmente de mis cajas. Según mi estado de ánimo las veo como un monumento que reconforta a los muertos («¡Mirad! —me los imagino diciendo mientras me observan por el cristal—. ¡Nos está anotando en sus fichas! ¡Y pensar que llevamos muertos doscientos años!») o, cuando el cristal está muy oscuro y me siento encallada y sola a este lado del mismo, las veo como pequeñas lápidas de cartón frías e inanimadas, tan muertas las cajas como el cementerio. El elenco de personajes de la señorita Winter era muy reducido y, mientras los barajaba en mis manos, su falta de solidez me dejó consternada. Me estaban narrando una historia, pero todavía estaba muy lejos de poseer toda la información que necesitaba.
Cogí una ficha en blanco y me puse a escribir.
Hester Barrow
Institutriz
Casa de Angelfield
Nacida: ?
Fallecida: ?
Me detuve. Reflexioné. Calculé con los dedos. En aquel entonces las niñas tenían trece años. Y Hester no era una mujer mayor. No podía serlo, con todo ese brío. ¿Cuántos años tenía por tanto la institutriz? ¿Treinta? ¿Y si no superaba los veinticinco? Apenas doce años mayor que las niñas... Me pregunté si sería eso posible. La señorita Winter, septuagenaria, se estaba muriendo, pero eso no significaba que una persona mayor que ella tuviera que estar muerta. ¿Qué probabilidades había de que estuviera viva?
Solo podía hacer una cosa.
Añadí otra nota a la ficha y la subrayé.
ENCUÉNTRALA
¿Fue el hecho de haber decidido buscar a Hester lo que hizo que esa noche apareciera en mis sueños?
Una figura anodina con una bata perfectamente anudada, de pie en el descansillo de la escalera, meneando la cabeza y apretando los labios mientras contemplaba las paredes tiznadas, las tablas partidas del suelo y la hiedra culebreando por la escalera de piedra. En medio de todo ese caos, cuánta lucidez desprendía su entorno inmediato, cuánta paz. Atraída como una palomilla, me acercaba a ella, pero al entrar en su círculo mágico no ocurría nada. Seguía sumida en la oscuridad. Los ojos de Hester iban de un lado a otro, absorbiéndolo todo, hasta que finalmente se detenían en una figura situada detrás de mí. Mi gemela, o eso entendí en el sueño. Pero cuando sus ojos se posaron en mí, no me vieron.
Me desperté con una familiar sacudida caliente en mi costado y repasé las imágenes del sueño para tratar de comprender la causa de mi pánico. No había nada aterrador en Hester; nada desconcertante en el suave barrido de sus ojos por mi cara. Lo que me hacía temblar en la cama no era lo que vi en el sueño, sino lo que yo era en él. Si Hester no me vio, tenía que ser porque yo era un fantasma. Y si era un fantasma, significaba que estaba muerta. No había otra explicación.
Me levanté y fui al cuarto de baño a enjuagarme el miedo. A fin de evitar el espejo, me miré las manos en el agua, pero lo que vi me llenó de espanto. Al mismo tiempo que mis manos existían aquí, sabía que existían también en el otro lado, donde estaban muertas. Y los ojos que las veían, mis ojos, estaban también muertos en ese otro lugar. Y mi mente, que estaba teniendo esos pensamientos, ¿no estaba igualmente muerta? Un profundo terror se apoderó de mí. ¿Qué clase de criatura anormal era yo? ¿Qué abominación de la naturaleza es esa que divide a una persona en dos cuerpos antes de su nacimiento y luego aniquila uno de ellos? ¿Y qué queda entonces de mí? Medio muerta, desterrada al mundo de los vivos de día mientras que de noche mi alma se pega a su gemela en un limbo umbrío.
Encendí la chimenea, preparé una taza de chocolate y me tapé con la bata y unas mantas para escribir una carta a mi padre. ¿Cómo iba la librería, cómo estaba mamá, cómo estaba él, qué pasos había que dar, me preguntaba, cuando se quería encontrar a alguien? Los detectives privados, ¿existían en la realidad o solo en las novelas? Le conté lo poco que sabía acerca de Hester. ¿Era posible emprender una investigación con tan pocos datos? ¿Estaría dispuesto un detective privado a aceptar la clase de trabajo que yo tenía en mente? De no ser así, ¿quién podría hacerlo?
Leí la carta. Dinámica y razonable, no delataba mi miedo. Estaba amaneciendo. El temblor había cesado. Judith no tardaría en llegar con el desayuno.
N
o había nada que la nueva institutriz no pudiera hacer si se lo proponía. Por lo menos eso pareció al principio.
Pero transcurrido un tiempo comenzaron los problemas. El primero fue su discusión con el ama. Hester, tras haber limpiado, ordenado y cerrado con llave algunas habitaciones, se sorprendió un día al encontrárselas nuevamente abiertas. Llamó al ama.
—¿Qué necesidad hay de mantener abiertas las habitaciones que no se utilizan? —preguntó—. Ya ve lo que sucede entonces: las niñas entran cuando les place y crean caos donde antes había orden. Eso nos genera a usted y a mí un trabajo innecesario.
El ama se mostró totalmente de acuerdo y Hester se marchó de la entrevista bastante satisfecha; pero una semana después volvió a encontrar abiertas puertas que hubieran debido estar cerradas y con expresión ceñuda llamó de nuevo al ama. Esa vez no aceptaría promesas vagas, esa vez estaba decidida a llegar al fondo del asunto.
—Es por el aire —explicó el ama—. Sí el aire no corre la humedad se apodera de las casas.
Con palabras sencillas, Hester le dio al ama una sucinta conferencia sobre la circulación del aire y la humedad y la despachó convencida de que aquella vez sí había resuelto el problema.
Una semana después advirtió que las puertas volvían a estar abiertas. En aquella ocasión, en lugar de llamar al ama, reflexionó. Aquel problema de las puertas era más complejo de lo que parecía a simple vista, así que decidió estudiar al ama, descubrir por medio de la observación qué se ocultaba detrás de esas puertas abiertas.
El segundo problema tenía que ver con John-the-dig. A Hester no le había pasado inadvertida su desconfianza, pero no dejó que eso la desanimara. Ella era una extraña en la casa y a ella le correspondía demostrar que estaba allí por el bien de todos y no para causar problemas. Sabía que con el tiempo se lo ganaría. No obstante, aunque parecía que el hombre se iba acostumbrando a su presencia, su desconfianza estaba tardando más de la cuenta en diluirse. Y un día esa desconfianza estalló en algo más. Hester le había abordado para hablarle de algo bastante banal. En nuestro jardín había visto —o eso aseguraba ella— a un niño del pueblo que en ese momento hubiera debido estar en el colegio.
—¿Quién es? —quiso saber—. ¿Quiénes son sus padres?
—Eso no es asunto mío —contestó John con una hosquedad que la dejó atónita.
—No digo que sea suyo —repuso Hester con calma—, pero ese niño debería estar en el colegio. Estoy segura de que en eso coincidirá conmigo. Si me dice quién es, hablaré con sus padres y con su maestra.
John-the-dig se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse, pero ella no era una mujer que se rendía con facilidad. Rauda como el rayo, se le plantó delante y repitió la pregunta. ¿Por qué no iba a hacerlo? Era una pregunta absolutamente razonable y la estaba formulando con educación. ¿Qué razones tenía ese hombre para negarse a cooperar?