El cuento número trece (41 page)

Read El cuento número trece Online

Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
4.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y acepté.

Reencuentro

E
l baño contribuyó al proceso de descongelación, pero no consiguió mitigar el dolor que sentía detrás de los ojos. Descarté la idea de trabajar el resto de la tarde y me metí en la cama, cubriéndome con las mantas hasta las orejas. Dentro seguí tiritando. En un sueño poco profundo tuve extrañas visiones. De Hester y mi padre, de las gemelas y mi madre, visiones donde uno tenía la cara de otro, donde uno era otro disfrazado; incluso mi propia cara me aterrorizaba, porque se distorsionaba y alteraba: unas veces era yo, otras era otra persona. Entonces en el sueño aparecía la brillante cabeza de Aurelius: él mismo, siempre él mismo, solo él mismo, sonriéndome, y los fantasmas se desvanecieron. La oscuridad se cerró sobre mí como agua y me sumergí en las profundidades del sueño.

Desperté con dolor de cabeza, con dolores en las extremidades, las articulaciones y la espalda. Un cansancio que nada tenía que ver con el esfuerzo o la falta de sueño tiraba de mí y me entorpecía el pensamiento. La oscuridad era más intensa. ¿Se me había pasado la hora de mi cita con Aurelius? Esa posibilidad estuvo haciéndome señas pero desde muy lejos, y tuvieron que transcurrir muchos minutos antes de poder incorporarme para mirar el reloj. Durante el sueño un sentimiento indefinido se había formado en mí interior —¿temor?, ¿nostalgia?, ¿excitación?— y había despertado en mí la expectación. ¡El pasado estaba volviendo! Mi hermana se hallaba cerca. Estaba segura de ello. No podía verla, no podía olerla, pero mi oído interno, sintonizado siempre con ella y solo con ella, había captado su vibración, una vibración que me llenaba de una dicha oscura y profunda.

No necesitaba posponer mi cita con Aurelius. Mi hermana me encontraría allá donde yo estuviese. ¿Acaso no era mi gemela? En realidad todavía faltaban treinta minutos para reunirme con Aurelius en la puerta del jardín. Salí con dificultad de la cama y, demasiado cansada y aterida para quitarme el pijama, me puse encima una falda gruesa y un jersey. Abrigada como una niña en una noche en que hay fuegos artificiales, bajé a la cocina. Judith me había dejado un plato de comida, pero no tenía hambre. Me quedé diez minutos sentada ante la mesa, ansiando cerrar los ojos pero resistiéndome a ello por miedo a rendirme al sopor que tiraba de mi cabeza hacia la dura superficie de la mesa.

Cuando faltaban cinco minutos para la hora, abrí la puerta de la cocina y salí al jardín.

Ni una luz en la casa, ni una estrella. Avancé a trompicones en la oscuridad; la tierra blanda bajo los pies y el roce de hojas y ramas me indicaban cuándo me había salido del camino. Sin haberla advertido, una rama me arañó la cara y cerré los ojos para protegerlos. Dentro de mi cabeza sentí una vibración, dolorosa y eufórica a la vez. Enseguida la reconocí; era su canción. Mi hermana estaba en camino.

Llegué al lugar de la cita. La oscuridad tembló. Era Aurelius. Mi mano chocó torpemente con él, luego notó que la sostenían.

—¿Te encuentras bien?

Oí la pregunta, pero muy vagamente.

—¿Tienes fiebre?

Las palabras estaban ahí, pero qué curioso que carecieran de significado.

Me habría gustado hablarle de las maravillosas vibraciones, contarle que mi hermana se estaba acercando, que en cualquier momento aparecería allí, a mi lado. Lo sabía, lo sabía por el calor que despedía la marca en mi costado. Pero el sonido blanco de mi hermana se interponía entre mis palabras y yo, enmudeciéndome.

Aurelius me soltó para quitarse un guante y noté su palma, extrañamente fría, en mi frente.

—Deberías estar en la cama —dijo.

Tiré débilmente de su manga y Aurelius me siguió por el jardín con la misma suavidad que se desliza una estatua sobre ruedas.

No recuerdo que llevara las llaves de Judith en mi mano, pero debí de haberlas cogido. Y debimos de recorrer los largos pasillos hasta el apartamento de Emmeline, aunque también ese recuerdo se ha borrado de mi memoria. Sí recuerdo la puerta, pero la imagen que aparece en mi mente es que se abrió despacio y por su propio impulso, lo cual sé que es imposible. Seguro que la abrí con la llave, pero esa porción de realidad se ha perdido y la imagen de la puerta abriéndose sola es la única que permanece en mi memoria.

Mi recuerdo de lo que ocurrió esa noche en los aposentos de Emmeline es fragmentario. Lapsos enteros de tiempo se han desmoronado sobre sí mismos mientras que otros acontecimientos parecen, según mi memoria, haber sucedido una y otra vez. Ante mí aparecen caras y expresiones aterradoramente grandes, y a lo lejos, Emmeline y Aurelius cual diminutas marionetas. Me encontraba poseída, adormilada, aterida y distraída durante todo el episodio por una única y abrumadora obsesión: mi hermana.

Recurriendo a la razón y la lógica he tratado de ordenar de manera coherente las imágenes que mi mente registró de modo incompleto y caprichoso, como suceden los acontecimientos en un sueño.

Aurelius y yo entramos en los aposentos de Emmeline. La gruesa moqueta ahogaba el sonido de nuestras pisadas. Cruzamos una puerta y luego otra, hasta que llegamos a una estancia con una puerta abierta que daba al jardín. De pie en el umbral, de espaldas a nosotros, había una figura de pelo blanco. Estaba tarareando. La-la-la-la-la. El mismo fragmento suelto de una melodía, sin comienzo, sin resolución, que me había perseguido desde mi llegada a la casa. Las notas consiguieron colarse en mi cabeza, donde compitieron con la aguda vibración de mi hermana. Aurelius, a mi lado, estaba esperando a que yo anunciara nuestra presencia a Emmeline, pero yo no podía hablar. El mundo se había reducido a un ululato insoportable en mi cabeza; el tiempo se convirtió en un segundo eterno; estaba muda. Me llevé las manos a los oídos, luchando por atenuar el caos de sonidos. Al ver mi gesto, Aurelius exclamó:

—¡Margaret!

Y al oír una voz desconocida a su espalda, Emmeline se da la vuelta.

Sobresaltada, la angustia se apodera de sus ojos verdes. Su boca sin labio forma una O contrahecha, pero el tarareo no cesa, solo cambia de dirección y se alza en un lamento agudo que siento como un cuchillo en la cabeza.

Aurelius se vuelve conmocionado hacia Emmeline y el rostro destrozado de esa mujer que es su madre lo paraliza. Como unas tijeras, el sonido que sale de su boca corta el aire.

Durante un rato permanezco sorda y ciega. Cuando vuelvo a ver, Emmeline está de cuclillas en el suelo, su lamento ya no es más que un sollozo. Aurelius se arrodilla a su lado. Las manos de ella lo buscan; no sé si su intención es estrecharlo o rechazarlo, pero él le coge una mano y la retiene en la suya.

Mano con mano. Sangre con sangre.

Él es un monolito de desolación.

Dentro de mi cabeza, todavía siento un tormento de sonido blanco, vivo.

Mi hermana... Mi hermana...

El mundo retrocede y me descubro sola en medio de un ruido torturador.

Aun cuando no pueda recordarlo sé lo que sucedió después. Aurelius suelta con ternura a Emmeline al oír pasos en el vestíbulo. Se oye una exclamación cuando Judith se percata de que no tiene las llaves. En el tiempo que tarda en ir a buscar otro juego —probablemente las llaves de Maurice— Aurelius sale como una flecha por la puerta del jardín y desaparece en la noche. Cuando Judith entra finalmente en la habitación, mira a Emmeline, que está en el suelo, y luego, con un grito de alarma, se acerca a mí.

Pero en ese momento yo no soy consciente de nada, pues la luz de mi hermana me abraza, se apodera de mí, me libera de la conciencia.

Al fin.

Todo el mundo tiene una historia

L
a angustia, afilada como las miradas verdes de la señorita Winter, me despierta bruscamente. ¿Qué nombre habré estado pronunciando en sueños? ¿Quién me desvistió y me metió en la cama? ¿Qué leyó en la marca de mi piel? ¿Qué ha sido de Aurelius? ¿Y qué le he hecho a Emmeline? Cuando mi conciencia emerge lentamente del sueño, lo que más me atormenta es su rostro consternado.

Cuando despierto no sé qué día ni qué hora es. Judith está a mi lado; nota que me muevo y me sostiene un vaso en los labios. Bebo.

Antes de poder hablar, me vence nuevamente el sueño.

La segunda vez que desperté, la señorita Winter se hallaba junto a mi cama con un libro en las manos. Su silla estaba forrada de cojines de terciopelo, como siempre, pero con los mechones de pelo blanco enmarcándole el rostro desnudo parecía una niña traviesa que ha trepado al trono de la reina para gastarle una broma.

Al oír movimiento, levantó la cabeza de su lectura.

—El doctor Clifton ha estado aquí. Tenía mucha fiebre.

No dije nada.

—No sabíamos que era su cumpleaños —prosiguió—. No pudimos encontrar una tarjeta. En esta casa no somos muy dados a celebrar los cumpleaños, pero le trajimos unas flores de torvisco del jardín.

En el jarrón había una ramas oscuras, sin hojas pero recubiertas de delicadas flores moradas que llenaban el aire con su perfume dulce y embriagador.

—¿Cómo supo que era mi cumpleaños?

—Usted nos lo dijo mientras dormía. ¿Cuándo piensa contarme su historia, Margaret?

—¿Yo? Yo no tengo historia —dije.

—Por supuesto que sí. Todo el mundo tiene una historia.

—Yo no. —Negué con la cabeza.

En mi cabeza podía escuchar el eco vago de palabras que quizá había pronunciado mientras dormía.

La señorita Winter colocó la cinta entre las páginas y cerró el libro.

—Todo el mundo tiene una historia. Es como la familia. Quizá no la conozca, quizá la haya perdido, pero así y todo existe. Puede alejarse de ella o darle la espalda, pero no puede decir que no tiene. Lo mismo sucede con las historias. De modo que —concluyó— todo el mundo tiene una historia. ¿Cuándo piensa contarme la suya?

—No voy a contársela.

La señorita Winter ladeó la cabeza y aguardó a que yo prosiguiera.

—Nunca le he contado a nadie mi historia, si es que la tengo, claro. Y no veo razones para cambiar ahora.

—Ya veo —dijo con suavidad, asintiendo con la cabeza como si lo comprendiera—. No es asunto mío, desde luego. —Volvió la mano sobre su regazo y contempló fijamente su palma herida—. Usted es libre de no hablar si así lo desea. Pero el silencio no es el entorno natural para las historias; las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren, y luego te persiguen. —Se volvió de nuevo hacia mí—. Créame, Margaret, lo sé.

Dormía muchas horas y cada vez que despertaba encontraba junto a mi cama una comida de convaleciente preparada por Judith. Daba uno o dos bocados, no más. Cuando Judith regresaba para recoger la Bandeja, apenas conseguía ocultar su decepción al ver la comida casi intacta, pero nunca decía nada. Yo no tenía dolores —ni jaquecas, ni escalofríos, ni náuseas—, a menos que cuente el profundo cansancio y el remordimiento que sentía como una losa sobre mi cabeza y mi corazón. ¿Qué le había hecho a Emmeline? ¿Y a Aurelius? En mis horas de vigilia me atormentaba el recuerdo de aquella noche, en sueños me perseguía la culpa.

—¿Cómo está Emmeline? —le preguntaba a Judith—. ¿Está bien?

Sus respuestas eran indirectas: ¿por qué me preocupaba por la señorita Emmeline cuando yo estaba tan pachucha? Hacía mucho tiempo que la señorita Emmeline no estaba bien. La señorita Emmeline ya era muy mayor.

Su renuencia a explicarse con claridad me dijo todo lo que necesitaba saber. Emmeline no estaba bien, y yo tenía la culpa.

En cuanto a Aurelius, lo único que podía hacer era escribirle. Cuando tuve fuerzas le pedí a Judith que me trajera papel y pluma, y recostada en una almohada redacté el borrador de una carta. Insatisfecha con el resultado, escribí otro, y otro. Nunca había sentido esa dificultad con las palabras. Cuando mi colcha quedó cubierta de suficientes versiones descartadas como para desesperarme, elegí una al azar y la pasé a limpio.

Querido Aurelius:

¿Estás bien? Siento muchísimo lo ocurrido. Nunca fue mi intención hacer daño a nadie. Perdí la cabeza, ¿verdad? ¿Cuándo podré verte? ¿Seguimos siendo amigos?

MARGARET

Eso tendría que servir.

Me examinó el doctor Clifton. Escuchó mi corazón y me acribilló a preguntas.

—¿Insomnio? ¿Sueño irregular? ¿Pesadillas?

Asentí tres veces.

—Lo suponía. —Cogió un termómetro y me ordenó que me lo pusiera debajo de la lengua, luego se levantó y caminó hasta la ventana. De espaldas a mí, preguntó—: ¿Y qué lee?

No podía responder con el termómetro en la boca.


Cumbres Borrascosas
. ¿Lo ha leído?

—Hummm.

—¿Y
Jane Eyre
?

—Hummm.

—¿
Sentido y sensibilidad
?

—Hummm.

Se volvió y me miró con el semblante grave.

—Y supongo que ha leído esos libros más de una vez.

Asentí con la cabeza y él frunció el entrecejo.

—¿Leído y releído? ¿Muchas veces?

Asentí de nuevo y su ceño todavía se marcó más.

—¿Desde la infancia?

Sus preguntas me tenían perpleja, pero intimidada por la gravedad de su mirada, asentí una vez más.

Bajo sus cejas oscuras, afiló los ojos hasta reducirlos a dos ranuras. Pude imaginarme a sus aterrados pacientes poniéndose bien simplemente para quitárselo de encima.

Se inclinó sobre mí para leer el termómetro.

De cerca la gente cambia. Una ceja oscura sigue siendo una ceja oscura, pero puedes ver cada pelo por separado, su disposición, lo pegados que están unos de otros. Los últimos pelos de la ceja del doctor Clifton, más finos, casi invisibles, se perdían en dirección a la sien, señalando la espiral de la oreja. La piel de la barba estaba llena de agujeritos muy pegados entre sí. Y otra vez ese bombeo casi imperceptible de las fosas nasales, esa vibración en la comisura de sus labios. Siempre lo había interpretado como una muestra de severidad, una señal de que el doctor Clifton tenía una pobre opinión de mí; pero en aquel momento, viéndolo a tan solo unos centímetros de distancia, se me ocurrió que, después de todo, quizá no fuera desaprobación. ¿Era posible, me dije, que el doctor Clifton estuviera secretamente riéndose de mí?

Me retiró el termómetro de la boca, cruzó los brazos y emitió su diagnóstico.

—Padece una dolencia que afecta a las damiselas con una imaginación romántica. Los síntomas son, entre otros, desvanecimiento, fatiga, pérdida del apetito y ánimo decaído. Aunque la crisis pueda atribuirse al hecho de vagar bajo una lluvia gélida sin el debido impermeable, seguramente la verdadera causa se halle en un trauma emocional. No obstante, a diferencia de las heroínas de sus novelas favoritas, su constitución no se ha visto debilitada por las privaciones propias de siglos anteriores mucho más severos; ni tuberculosis, ni polio en la infancia ni condiciones de vida antihigiénicas. Sobrevivirá.

Other books

Grounded by Kate Klise
KNOX: Volume 2 by Cassia Leo
Climbing Up to Glory by Wilbert L. Jenkins
Hemlock Bay by Catherine Coulter
Rules of Honour by Matt Hilton
A Dead Hand by Paul Theroux
Coyote Wind by Peter Bowen
Tiempo de odio by Andrzej Sapkowski
Freeglader by Paul Stewart, Chris Riddell