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Authors: Diane Setterfield

El cuento número trece (37 page)

BOOK: El cuento número trece
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—¿Entramos? —propuse, y él aceptó encantado.

El señor Drake no había conseguido dar con Hester. Yo, en cambio, había encontrado a Emmeline.

El eterno crepúsculo

E
n mi estudio transcribía, en el jardín deambulaba, en mi dormitorio acariciaba al gato y mantenía mis pesadillas a raya permaneciendo despierta. La noche de intensa luna en que había visto a Emmeline en el jardín me parecía ahora un sueño, pues el cielo se había encapotado de nuevo y volvíamos a estar inmersos en aquel interminable crepúsculo. Las muertes del ama y John-the-dig daban al relato de la señorita Winter un giro escalofriante. ¿Era Emmeline —la inquietante figura en el jardín— la persona que había estado jugando con la escalera? No me quedaba más remedio que esperar y dejar que la historia se fuese desvelando por sí misma. Entretanto, con el transcurso de diciembre, la sombra que rondaba en mi ventana iba ganando intensidad. Su proximidad me repelía, su lejanía me rompía el corazón, verla me provocaba esa familiar combinación de miedo y anhelo.

Llegué a la biblioteca antes que la señorita Winter —no sé si era por la mañana, por la tarde o por la noche, pues entonces todos los momentos eran iguales— y esperé frente a la ventana. Mi pálida hermana apretó sus dedos contra los míos, me atrapó en su mirada implorante, empañó el cristal con su aliento frío. Solo tenía que romper el cristal para reunirme con ella.

—¿Qué está mirando? —preguntó la voz de la señorita Winter a mi espalda.

Me volví despacio.

—Siéntese —me ladró. Y luego añadió—: Judith, echa otro leño al fuego, ¿quieres? Y tráele a esta muchacha algo de comer.

Tomé asiento.

Judith me sirvió chocolate caliente y tostadas.

La señorita Winter prosiguió con su historia mientras yo daba pequeños sorbos al chocolate.

—Te ayudaré —dijo.

Pero ¿qué podía hacer él? No era más que un muchacho.

Me lo quité de encima. Lo envié a buscar al doctor Maudsley y en su ausencia preparé té fuerte y dulce y me bebí una tetera entera. Pensé con frialdad y rapidez. Cuando llegué al poso, el aguijón de las lágrimas ya había dado marcha atrás. Era hora de actuar.

Cuando el muchacho regresó con el médico yo ya estaba preparada. En cuanto lo oí acercarse a la casa doblé la esquina para recibirlos.

—¡Emmeline, mi pobre niña! —exclamó el médico al tiempo que se acercaba extendiendo una mano compasiva, como si se dispusiera a abrazarme.

Di un paso atrás y él frenó en seco.

—¿Emmeline? —En sus ojos brilló la duda. ¿Adeline? Imposible. No podía ser. El nombre murió en sus labios—. Perdona —balbució. Pero seguía sin saber.

No le ayudé a salir de su confusión. En lugar de eso, rompí a llorar.

No eran lágrimas auténticas. Mis lágrimas auténticas —y tenía muchas, créame— las tenía guardadas. En algún momento, esa noche o mañana u otro día, no sabía exactamente cuándo, estaría sola y podría llorar durante horas. Por John, por mí. Lloraría a voz en cuello, aullaría como hacía de niña, cuando solo John era capaz de calmarme acariciándome el pelo con unas manos que olían a tabaco y jardín. Serían lágrimas calientes y feas, y cuando se me terminaran —si se me terminaban— mis ojos estarían tan hinchados que tendría que mirar por dos rendijas coloradas.

Pero esas eran lágrimas privadas, no para aquel hombre. Las lágrimas que vertí para él eran falsas. Lágrimas que hacían resaltar el verde de mis ojos como hacen los brillantes con las esmeraldas. Y funcionaron. Si deslumbras a un hombre con unos ojos verdes, lo tendrás tan hipnotizado que no notará que detrás de esos ojos hay alguien espiándole.

—Me temo que no puedo hacer nada por el señor Digence —dijo el médico, levantándose después de examinar el cuerpo.

Era extraño escuchar el verdadero apellido de John.

—¿Cómo ocurrió? —El médico contempló la balaustrada donde John había estado trabajando y luego se inclinó sobre la escalera—. ¿Falló el seguro?

Yo podía contemplar el cadáver sin apenas emocionarme.

—¿Es posible que resbalara —me pregunté en voz alta—, que se agarrara a la escalera en el momento de caer y la arrastrara consigo?

—¿Nadie lo vio caer?

—Nuestras habitaciones dan al otro lado de la casa y el muchacho se encontraba en el huerto.

El muchacho estaba un poco alejado de nosotros, desviando su mirada del cadáver.

—Humm. Si no recuerdo mal, el señor Digence no tenía familia.

—Siempre llevó una vida muy solitaria.

—Ya. ¿Y dónde está tu tío? ¿Por qué no ha salido a recibirme?

Ignoraba lo que John le había contado al médico sobre nuestra situación. No tenía más remedio que improvisar sobre la marcha.

Con un sollozo en la voz, le conté que mi tío se había ido.

—¿Que se ha ido? —El médico frunció el entrecejo.

El muchacho no reaccionó. De momento mis palabras no le habían sorprendido. Se estaba mirando los pies para evitar mirar el cadáver y tuve tiempo de pensar que era un gallina antes de decir:

—Mi tío estará fuera unos días.

—¿Cuántos días?

—¡Oh! Veamos, ¿cuándo se fue exactamente...? —Arrugué la frente e hice ver que contaba los días. Luego, posando los ojos en el cadáver, dejé que las rodillas me flaquearan.

El médico y el muchacho corrieron a mi lado y me sostuvieron cada uno por un codo.

—Tranquila. Luego, querida, luego.

Les permití que me llevaran a la cocina.

—¡No sé qué debo hacer! —dije cuando doblábamos la esquina.

—¿Sobre qué?

—Sobre el entierro.

—No te preocupes por eso. Hablaré con la funeraria y el párroco se ocupará del resto.

—¿Con qué dinero?

—Tu tío lo arreglará a su regreso. Por cierto, ¿dónde está?

—¿Y si tarda en volver?

—¿Lo crees probable?

—Mi tío es un hombre... imprevisible.

—Sin duda.

El muchacho abrió la puerta de la cocina y el médico me ayudó a entrar y me acercó una silla. Me dejé caer pesadamente.

—Si la situación lo requiere, el abogado realizará las gestiones pertinentes. Pero dime, ¿dónde está tu hermana? ¿Sabe lo que ha ocurrido?

—Está durmiendo —dije sin un parpadeo.

—Mejor así. Deja que duerma, ¿de acuerdo?

Asentí con la cabeza.

—¿Quién crees que podría cuidar de vosotras mientras estáis solas?

—¿Cuidar de nosotras?

—No podéis quedaros solas en esta casa... No después de lo ocurrido... Vuestro tío ya fue un imprudente al dejaros solas al poco tiempo de haber perdido a vuestra ama de llaves y sin haber buscado una sustituta. Es preciso que venga alguien.

—¿Realmente lo cree necesario? —Yo era todo lágrimas y ojos verdes; Emmeline no era la única que sabía actuar como una mujer.

—Bueno, seguro que vosotras...

—Lo digo porque la última vez que alguien vino a cuidar de nosotras... Se acuerda de nuestra institutriz, ¿verdad?

Y le lancé una mirada tan malvada y fugaz que al médico le costó creer lo que veía. Tuvo la decencia de sonrojarse y desvió la mirada. Cuando la posó de nuevo en mí, yo volvía a ser toda esmeraldas y brillantes.

El muchacho carraspeó.

—Podría venir mi abuela, señor. No quiero decir que se quede, sino que se pase un rato por aquí todos los días.

Desconcertado, el doctor Maudsley meditó esa posibilidad. Era una salida, y él estaba buscando alguna.

—Muy bien, Ambrose, creo que esa será una buena solución. Al menos de momento. Estoy seguro de que vuestro tío volverá muy pronto; en tal caso no habrá necesidad, como dices, de... bueno... de...

—Efectivamente. —Me levanté con suavidad—. Entonces, si a usted no le importa hablar con la funeraria, yo me encargaré de hablar con el párroco. —Le tendí una mano—. Gracias por venir tan deprisa.

El hombre había perdido todo su temple. Siguiendo mi ejemplo, se puso en pie y noté el breve roce de sus dedos en los míos. Estaban sudorosos.

Buscó una vez más mi nombre en mi cara. ¿Adeline o Emmeline? ¿Emmeline o Adeline? Eligió la única opción segura.

—Mi pésame más sincero por la pérdida del señor Digence, señorita March.

—Gracias, doctor. —Y oculté mi sonrisa tras un velo de lágrimas.

El doctor Maudsley se despidió del muchacho con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.

Era el turno del muchacho.

Esperé a que el médico se hubiera marchado. Entonces abrí la puerta y le invité a salir.

—Por cierto —dije cuando alcanzó el umbral, en un tono que dejaba claro que yo era la señora de la casa—, no hace falta que venga tu abuela.

Me miró con curiosidad. Él sí veía los ojos verdes y la muchacha que había dentro.

—Tanto mejor —dijo tocándose despreocupadamente la visera de la gorra—, porque no tengo abuela.

«Te ayudaré», había dicho, pero no era más que un muchacho. Aun así sabía conducir la tartana.

Al día siguiente nos llevó al despacho del abogado en Banbury, yo a su lado y Emmeline en el asiento trasero. Después de aguardar un cuarto de hora bajo la mirada vigilante de la recepcionista, pasamos finalmente al despacho del señor Lomax. El hombre miró a Emmeline, me miró a mí y dijo:

—No necesito preguntar quiénes son.

—Nos encontramos en un pequeño apuro —le dije—. Mi tío está de viaje y nuestro jardinero ha fallecido. Fue un accidente. Un trágico accidente. Dado que el hombre no tiene familiares y ha trabajado toda su vida para nosotros, creo que nuestra familia debería correr con los gastos del entierro, pero andamos algo escasas de...

Los ojos del abogado viajaron hasta Emmeline y volvieron a mí.

—Le ruego que disculpe a mi hermana; no está muy bien. —Emmeline ofrecía un aspecto muy extraño. Le había dejado ponerse uno de sus vestidos pasados de moda y sus ojos eran demasiado bellos para dejar sitio a algo tan mundano como la inteligencia.

—Sí —dijo el señor Lomax, y bajó comprensivamente el tono de voz—. Algo había oído al respecto.

Respondiendo a su amabilidad, me incliné sobre la mesa y le confié:

—Y claro, con mi tío... bueno, usted ya ha tratado en varias ocasiones con él, de modo que seguro que ya lo sabe. Las cosas con él tampoco son siempre fáciles. —Le ofrecí mi mirada más transparente—. De hecho, es un verdadero placer poder hablar con alguien sensato para variar.

El hombre repasó mentalmente los rumores que había oído. Una de las gemelas no estaba del todo bien, decían. Pues es evidente que la otra no tiene un pelo de tonta, concluyó.

—El placer es mutuo, señorita... Disculpe, pero, ¿le importaría recordarme el apellido de su padre?

—El apellido al que se refiere es March, pero nos hemos acostumbrado a que se nos conozca por el apellido de nuestra madre. En el pueblo nos llaman las gemelas Angelfield. Nadie recuerda al señor March, y nosotras todavía menos. No tuvimos la oportunidad de conocerlo y no mantenemos ninguna relación con su familia. Muchas veces he pensado que deberíamos cambiarnos oficialmente el apellido.

—Eso es posible. ¿Por qué no? Es muy sencillo.

—Pero lo haremos otro día. El asunto de hoy...

—Por supuesto. Permítame que la tranquilice en lo referente al entierro. Si no me equivoco, usted no sabe cuándo regresará su tío.

—Puede que estemos hablando de mucho tiempo —dije, lo cual no era exactamente una mentira.

—No se preocupe. Si no regresa a tiempo para hacerse cargo de los gastos, lo haré yo en su nombre y lo solucionaremos a su regreso.

Dibujé en mi cara el alivio que el hombre estaba buscando y mientras el placer de haber sido capaz de quitarme ese peso de encima seguía fresco en él, le asedié con una docena de preguntas sobre qué pasaría si una chica como yo, con la responsabilidad de una hermana como la mía, sufría la desgracia de perder a su tutor para siempre. En pocas palabras me explicó toda la situación y comprendí claramente los pasos que tendría que dar y cuándo tendría que hacerlo.

—¡Pero nada de eso debería preocuparle ahora! —concluyó, como si se hubiera dejado llevar por la descripción del inquietante panorama y deseara poder retirar tres cuartas partes de lo que había dicho—. Después de todo, su tío no tardará en volver.

—¡Dios lo quiera!

Estábamos en la puerta cuando el señor Lomax recordó lo más importante.

—¿No habrá dejado por casualidad una dirección?

—¡Ya conoce a mi tío!

—Lo imaginaba. ¿No sabrá, al menos, por dónde anda?

El señor Lomax me caía bien, pero eso no me impedía mentirle si tenía que hacerlo. En una chica como yo, mentir era un acto reflejo.

—Sí... digo, no.

Me miró con gravedad.

—Porque si no sabe dónde está... —Su mente volvió sobre los trámites legales que acababa de enumerarme.

—Bueno, puedo decirle adonde dijo que se iba.

El señor Lomax me miró enarcando las cejas.

—Dijo que se iba a Perú.

Los redondos ojos del señor Lomax se abrieron de par en par y la mandíbula le quedó colgando.

—Naturalmente, usted y yo sabemos que eso es absurdo —terminé—. Mi tío no puede estar en Perú, ¿verdad?

Y con mi sonrisa más serena y competente cerré la puerta tras de mí, dejando al señor Lomax preocupándose en mi nombre.

Llegó el día del entierro y todavía no había tenido una oportunidad de llorar. Cada día había surgido algo. Primero fue el párroco, luego los aldeanos que llegaban cautamente a la puerta para preguntar sobre coronas y flores. Incluso vino la señora Maudsley, cortés pero fría, como si el delito de Hester me hubiera contaminado.

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