—Puede que él ya se haya adelantado a lo que piensas hacer —dije en voz baja.
—¿Al hecho de que yo me convierta en pararrayos y suba al ring en lugar de dejar que lo haga alguno de mis colaboradores?
Asentí con la cabeza.
—Bueno, es posible.
Yo estaba segura de no ser la presa que Sparacino perseguía. Él quería cargarse a su antigua pesadilla. Sparacino no podía atacar directamente al fiscal general. No hubiera podido superar la barrera de los perros guardianes, los ayudantes y las secretarias. Por eso me había elegido a mí y, por suerte para él, estaba obteniendo el resultado apetecido. La idea de que me utilizaran de semejante guisa sólo sirvió para intensificar mi enojo. De pronto, me vino a la mente Mark. ¿Cuál sería su papel en todo aquello?
—Estás disgustada y no te lo reprocho —dijo Ethridge—. Y vas a tenerte que tragar tu orgullo y tus emociones, Kay. Necesito tu ayuda.
Le escuché sin decir nada, pendiente de sus palabras.
—Tengo la fundada sospecha de que la entrada que nos facilitará el acceso al parque de atracciones de Sparacino es ese manuscrito por el que todo el mundo muestra tanto interés. ¿Hay alguna posibilidad de que lo puedas localizar?
Sentí que me ardía la cara.
—Eso no ha pasado en ningún momento por mi despacho, Tom...
—Kay —dijo Ethridge con firmeza—, no es eso lo que yo te he preguntado. Hay muchas cosas que nunca pasan por tu despacho y que, sin embargo, el forense consigue averiguar. Existencia de medicamentos, un comentario sobre un dolor torácico que alguien oyó en determinado momento poco antes de que el sujeto cayera repentinamente muerto, detalles sobre unas intenciones de suicidio que logras averiguar a través de un familiar. Tú no tienes poder para obligar a nadie, pero puedes investigar. Y a veces descubres cosas que nadie le diría a la policía.
—Yo no quiero ser un simple testigo, Tom.
—Tú eres un testigo experto. Por supuesto que no serás un simple testigo. Sería una lástima —dijo Ethridge.
—La policía suele hacer los interrogatorios mejor que yo —añadí—. No espera que la gente diga la verdad.
—¿Lo esperas tú? —me preguntó el fiscal general.
—El amable médico de cabecera suele esperarlo, espera que la gente le diga la verdad tal y como la percibe. Hace todo lo que puede. Casi ningún médico espera que el paciente lo engañe.
—Kay, estás generalizando.
—No quiero colocarme en la situación...
—Kay, el código dice que el forense investigará la causa y modalidad de las muertes y pondrá por escrito sus resultados. Todo eso es muy vago y te confiere plenos poderes para investigar. Lo único que en realidad no puedes hacer es detener a una persona, lo sabes muy bien. La policía jamás encontrará este manuscrito. Tú eres la única persona que puede encontrarlo. —Ethridge me miró directamente a la cara.— Es más importante para ti y para tu reputación que para ellos.
No podía hacer nada. Ethridge le había declarado la guerra a Sparacino y yo había sido reclutada.
—Busca este manuscrito, Kay. —El fiscal general consultó su reloj.— Te conozco. Si te lo propones, lo encontrarás o, por lo menos, descubrirás qué ha sido de él. Tres personas han muerto. Una de ellas es un premio Pulitzer cuyo libro es casualmente uno de mis preferidos. Además, me tendrás informado de cualquier cosa que surja relacionada con Sparacino. Lo intentarás, ¿verdad?
—Sí, señor —contesté—. Por supuesto que lo intentaré.
Empecé dando la lata a los científicos.
El examen de los documentos es uno de los pocos procedimientos científicos que pueden ofrecer respuestas visibles. Es tan concreto como el papel y tan tangible como la tinta. El miércoles a última hora de la tarde el jefe de la sección llamado Will, Marino y yo ya llevábamos varias horas en ello. Lo que estábamos descubriendo era un claro recordatorio de que nadie puede decir que un día no caerá en el hábito de la bebida.
No sabía muy bien lo que esperaba. La mejor solución hubiera sido establecer de buenas a primeras que lo que había quemado la señorita Harper en la chimenea era el manuscrito perdido de Beryl. Entonces hubiéramos llegado a la conclusión de que Beryl lo había encomendado a la custodia de su amiga. Y hubiéramos supuesto que la obra contenía unas indiscreciones que la señorita Harper había optado por no compartir con el mundo. Y, sobre todo, hubiéramos podido llegar a la conclusión de que el manuscrito no había desaparecido del escenario del delito.
Sin embargo, la cantidad y el tipo de papel que estábamos examinando no encajaban con aquellas posibilidades. Quedaban muy pocos fragmentos sin quemar y ninguno de ellos superaba el tamaño de una pequeña moneda, por lo que no merecía la pena colocarlo bajo la lente con nitro de rayos infrarrojos del videocomparador. Ningún medio técnico o ninguna prueba química nos permitiría examinar aquellos tenues y blancos bucles de ceniza. Eran tan frágiles que no nos atrevíamos a sacarlos de la caja de cartón en la que Marino los había recogido. Habíamos cerrado la puerta y las ventanas del laboratorio de documentos para que en la estancia no corriera el menor soplo de aire. Estábamos entregados a la desesperante y minuciosa tarea de sujetar con unas pinzas unas etéreas cenizas en busca de alguna palabra. De momento, sabíamos que la señorita Harper había quemado unas hojas de un papel tela muy caro en el que figuraban impresos unos caracteres mecanografiados con cinta de carbón. Estábamos seguros de ello por varias razones. El papel fabricado con pulpa de madera se vuelve de color negro cuando se quema mientras que el fabricado a partir de algodón es increíblemente limpio y sus cenizas son tan finas y blancas como las que habíamos encontrado en la chimenea de la señorita Harper. Los pocos fragmentos no quemados que estábamos contemplando coincidían con esa variedad. Finalmente, el carbón no se quema. El calor había encogido los caracteres mecanografiados dejándolos reducidos a algo comparable a la letra menuda de imprenta de unos veinte espacios aproximadamente. Algunas palabras estaban enteras y destacaban en la fina película blanca de la ceniza. Lo demás estaba irremediablemente fragmentado y tan sucio como los pringosos restos de los papemos que contenían las galletitas chinas de la fortuna.
—arrib —deletreó Will.
Tenía los ojos enrojecidos detrás de sus anticuadas gafas de montura negra, su juvenil rostro estaba visiblemente cansado y le costaba un enorme esfuerzo tener paciencia.
Añadí la palabra parcial a la lista de la página de mi cuaderno de apuntes.
—Arriba, arribar —añadió con un suspiro—. No se me ocurre qué otra cosa podría ser.
—Arribista —dije yo pensando en voz alta.
—¿Arribista? —preguntó asombrado Marino con cara de asco—. Y eso, ¿qué demonios es?
—Un trepador social —contesté.
—Demasiado esotérico para mí —dijo Will sin ánimo de hacerse el gracioso.
—Probablemente demasiado esotérico para la mayoría de la gente —reconocí, pensando que ojalá tuviera a mano el frasco de Advir que guardaba en mi bolso para poder aliviar el persistente dolor de cabeza que yo atribuía al forzamiento de la vista.
—Jesús —exclamó Marino—. Palabras, palabras, palabras. Jamás había visto tantas palabras en mi puñetera vida. La mitad de ellas no las había oído jamás, cosa, por otra parte, que no lamento en absoluto.
Se encontraba acomodado en una silla giratoria, con los pies apoyados en un escritorio, y estaba leyendo la transcripción de los escritos que Will había descifrado en la cinta sacada de la máquina de escribir de Cary Harper. La cinta no era de carbón, lo cual significaba que las páginas que había quemado la señorita Harper no podían proceder de la máquina de escribir de su hermano. Al parecer, el novelista estaba trabajando a rachas en otro esbozo de libro. Buena parte de lo que Marino estaba examinando no tenía demasiado sentido. Cuando antes yo le había echado un vistazo, me había preguntado si la inspiración de Harper no habría sido un frasco de esencias que raras veces se destapaba.
—No sé si esta mierda se podría vender —comentó Marino.
Will había pescado otro fragmento de frase en medio del revoltijo de hollín y ahora lo estaba examinando detenidamente.
—Es que, cuando muere un famoso escritor, siempre sacan cosas —añadió Marino—. En general, son tonterías que el pobre hombre jamás tuvo la menor intención de publicar.
—Sí. Las podrían llamar
Migajas de un banquete literario
—musité.
—¿Cómo dice?
—No importa. Aquí no hay ni diez páginas, Marino —dije—. Sería difícil hacer un libro con todo eso.
—Bueno pues, en lugar de hacer un libro, se publica en el
Esquive o
el
Playboy.
Probablemente valdría sus buenos dólares —dijo Marino.
—Esta palabra indica con toda claridad el nombre de un lugar o una empresa —dijo Will sin prestar atención a lo que íbamos diciendo—. «Co» está con inicial mayúscula.
—Interesante —dije—. Muy interesante.
Marino se levantó para echar un vistazo.
—Cuidado, no respiren encima —nos advirtió Will sosteniendo las pinzas en la mano cual si fueran un bisturí mientras sujetaba con delicadeza el retazo de blanca
ceniza
en el que unas letras negras decían «bor Co.»
—Colegio, condado, compañía —sugerí yo.
Me estaba volviendo a circular la sangre y me había despertado de mi modorra.
—Ya, pero, ¿qué significaría «bor» —preguntó Marino.
—¿Ann Arbor? —apuntó Will.
—¿Y si fuera un condado de Virginia? —dijo Marino.
No pudimos encontrar ningún condado de Virginia que terminara en «bor».
—Harbor —dije yo.
—De acuerdo. Pero, entonces, ¿qué significaría el «Co» —replicó Will en tono dubitativo.
—Podría ser algo así como «Harbor Company» —dijo Marino.
Busqué en la guía telefónica. Había cinco empresas cuyos nombres empezaban con Harbor: Harbor East, Harbor South, Harbor Village, Harbor Imports y Harbor Square.
—Me parece que no vamos por buen camino —dijo Marino.
No tuvimos demasiada suerte cuando llamé a Información, preguntando por los nombres de las empresas del área de Williamsburg llamadas Harbor tal o Harbor cual. Aparte un complejo de apartamentos, no había nada. Después llamé al investigador Poteat de la policía de Williamsburg, el cual sólo me pudo facilitar el nombre del complejo de apartamentos que ya conocíamos.
—Quizá no merece la pena que perdamos el tiempo con eso —dijo Marino irritado.
Will se había enfrascado de nuevo en el examen de la caja de cenizas.
Marino contempló por encima de mi hombro la lista de palabras que habíamos encontrado hasta entonces.
Tu, tus, mi, nosotros y bien
eran muy frecuentes. Otras palabras completas pertenecían a la argamasa de la construcción gramatical de las frases más corrientes...
y, es, era, eso, este, lo, un, que
y
una.
Otras palabras eran algo más concretas, como, por ejemplo,
ciudad, casa, saber, por favor, miedo, trabajo, creo
y
echo de menos.
En cuanto a las palabras incompletas, sólo podíamos hacer conjeturas acerca de lo que habrán sido en su anterior existencia. Una derivación de
tremendo
se utilizaba al parecer muy a menudo, pues no se nos ocurría ninguna palabra que pudiera empezar con
tremen
o
tremend
Como es natural, los matices ni siquiera nos pasaban por la imaginación. ¿Habría utilizado la persona el término «tremendo» como en la frase «Eso es tremendo»? ¿La habría usado para decir «Estoy tremendamente disgustado» o «Te echo tremendamente de menos»? ¿O acaso habría escrito algo tan inocente como «Ha sido tremendamente amable de su parte»?
Curiosamente, encontramos varios restos del nombre Sterling y otros tantos del nombre Cary.
—Estoy casi segura de que lo que quemó fueron cartas personales —dije—. El tipo de papel y las palabras utilizadas me inducen a pensarlo.
Will se mostró completamente de acuerdo con mi opinión.
—¿Recuerda si encontró algún papel de cartas en la casa de Beryl Madison? —le pregunté a Marino.
—Papel de impresora de ordenador y papel de escribir a máquina. Eso es todo. Nada de este papel tan caro de que usted habla —contestó.
—Su impresora utiliza cintas de tinta —nos recordó Will mientras inmovilizaba un fragmento de ceniza con las pinzas y añadía—: Creo que tenemos otra.
Eché un vistazo.
Esta vez sólo quedaba «or C».
—Beryl tenía un ordenador y una impresora de la marca Lanier —le dije a Marino—. Creo que no sería mala idea averiguar si eso fue lo único que siempre tuvo.
—Repasé todas sus facturas —dijo Marino.
—¿De cuántos años? —le pregunté.
—Todos los que había. Cinco, seis —contestó.
—¿Siempre tuvo el mismo ordenador?
—No —contestó—, pero sí la misma impresora, doctora. Una cosa llamada mil seiscientos, con margarita. Y siempre utilizaba el mismo tipo de cinta. No tengo ni idea de lo que utilizaba antes para escribir.
—Comprendo.
—Pues la felicito —dijo Marino en tono quejumbroso, aplicándose masaje a la nuca—. Yo no comprendo ni torta.
L
a Academia Nacional del FBI en Quantico, Virginia, es un oasis de ladrillo y cristal en medio de una guerra artificial. Jamás olvidaría mi primer día de estancia allí años atrás. Me acostaba y me levantaba en medio del rumor de los disparos de las semiautomáticas, y una tarde en que me equivoqué de camino durante la prueba de aptitud por el bosque, poco faltó para que me atropellara un tanque.
Era un viernes por la mañana. Benton Wesley había organizado una reunión y Marino se animó visiblemente cuando aparecieron ante nuestros ojos la fuente y las banderas de la Academia. Tuve que dar dos pasos por cada uno de los que él daba para no quedarme rezagada mientras entrábamos en el espacioso y soleado vestíbulo de un edificio de reciente construcción que más parecía un hotel de lujo, hasta el punto de que todo el mundo lo llamaba el Quantico Hilton. Entregando su revólver en el mostrador de la entrada, Marino firmó por los dos y nos prendimos los pases de visitante mientras un recepcionista avisaba a Wesley para confirmar nuestro privilegiado derecho de admisión.
Un laberinto de pasillos de cristal unen los despachos, las aulas y los laboratorios, y uno puede trasladarse de un edificio a otro sin necesidad de salir fuera. Por muy a menudo que visitara aquel lugar, yo siempre me perdía. Marino parecía saber por dónde iba, así que yo le seguí confiadamente mientras contemplaba el desfile de los alumnos codificados según distintos colores. Los camisas rojas y pantalones caqui eran oficiales de policía. Los camisas grises y pantalones negros de faena remetidos en relucientes botas eran los nuevos agentes de la DEA, la Drug Enforcement Agency, encargada de la lucha contra la droga, cuyos veteranos vestían siniestramente de negro. Los nuevos agentes del FBI vestían de azul y caqui mientras que los miembros del grupo especial de los Equipos de Rehenes vestían de un blanco inmaculado. Tanto hombres como mujeres iban impecablemente aseados y parecían disfrutar de una extraordinaria buena forma. Mostraban un comedimiento típicamente militar, tan tangible como el olor del disolvente para limpiar armas de fuego que dejaban a su paso.