Te será más fácil aceptar la pérdida de tu mujer y tus hijas. Pero si existen personas buenas, tu vida será insoportable, aunque digas lo contrario; porque el destino te puso una trampa que no merecías. No quieres recuperar la luz, sino tener la certeza de que sólo existen las tinieblas.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A una apuesta más justa. Si, dentro de tres días, no ha habido ningún asesinato, el pueblo obtendrá los diez lingotes de oro de cualquier manera. Como premio por la integridad de sus habitantes.
El extranjero se echó a reír.
—Y yo obtendré mi lingote, como pago por haber participado en este juego tan sórdido.
—No soy estúpido. Si lo acepto, lo primero que harías sería salir a contárselo a todo el mundo.
—Es un riesgo. Pero no pienso hacerlo; lo juro por mi abuela y por mi salvación eterna.
—No basta con eso. Nadie sabe si Dios escucha los juramentos ni si existe la salvación eterna. —Comprenderás que no lo he hecho, porque he erigido una horca nueva en medio del pueblo. Te sería fácil percatarte de cualquier truco, si lo hubiera. Además, aunque yo, ahora, contase nuestra conversación a todos, nadie me creería; sería lo mismo que llegar a Viscos con el tesoro y decir: "Esto es para ustedes, tanto si hacen lo que les ha pedido el extranjero como si no." Estos hombres y estas mujeres están acostumbrados a trabajar duro, a ganar con el sudor de su frente cada céntimo, y nunca admitirían la posibilidad de que les cayera un tesoro del cielo.
El extranjero encendió un cigarrillo, apuró su vaso y se levantó de la mesa. Chantal esperaba su respuesta con la puerta abierta y el frío penetraba en el bar.
—Si juegas sucio, lo notaré —dijo el hombre —.
Estoy acostumbrado a tratar con los seres humanos, igual que tu Ahab.
—Estoy convencida de ello. ¿Eso significa que sí? Nuevamente, el hombre asintió con la cabeza.
—Y otra cosa: aún crees que el hombre puede ser bueno. De lo contrario, no habrías organizado este montaje tan estúpido sólo para convencerte a ti mismo.
Chantal cerró la puerta y caminó por la única calle de Viscos —completamente desierta — llorando sin parar.
Sin querer, se había involucrado en el juego; había apostado que los hombres eran buenos, a pesar de toda la maldad que existe en el mundo.
Jamás contaría la conversación que acababa de tener con el extranjero porque ahora ella también necesitaba saber la respuesta.
Sabía que —a pesar de que la calle estaba Desierta — por detrás de las cortinas y de las luces apagadas, todas las miradas de Viscos la acompañaban hasta su casa. No importaba; estaba demasiado oscuro para que pudieran ver su llanto.
El extranjero abrió la ventana de su habitación, y deseó que el frío acallase por algunos momentos la voz de su demonio.
Tal como había previsto, no funcionó, porque el demonio estaba más agitado que nunca, a causa de lo que la chica acababa de decir. Por primera vez en muchos años lo veía debilitado, y hubo algún momento en que notó que se alejaba de él, para volver en seguida, ni más fuerte, ni más débil, con su temperamento habitual. Moraba en el lado derecho de su cerebro, precisamente la parte que gobierna la lógica y el raciocinio, pero nunca se había dejado ver físicamente, de modo que estaba obligado a imaginarse cómo debía de ser. Intentó retratarlo de mil maneras distintas, desde el diablo convencional con cuernos y rabo, hasta una chica rubia de cabellos ondulados. Terminó eligiendo la imagen de un joven de veinte y pocos años, con pantalones negros, camisa azul y una boina verde displicentemente colocada encima de sus cabellos negros.
Había escuchado su voz, por primera vez, en la isla donde viajó después de abandonar la empresa; estaba en la playa, sufría pero intentaba desesperadamente creer que aquel dolor tendría un final, cuando vio la puesta de sol más hermosa de su vida. Entonces, la desesperación se abatió sobre él con más fuerza que nunca y descendió al abismo más profundo de su alma, porque aquel atardecer merecía ser visto por su mujer y las niñas. Lloró compulsivamente, y presintió que nunca saldría del fondo de aquel pozo.
En ese momento, una voz simpática y amistosa le dijo que no estaba solo, que todo lo que le había sucedido tenía un sentido, y que el sentido era, precisamente, demostrarle que el destino de todas las personas ya está trazado. La tragedia aparece siempre, y nada de lo que podamos hacer puede cambiar ni una línea del mal que nos espera.
"No existe el bien: la virtud sólo es una de las caras del terror —le había dicho la voz —.
Cuando el hombre lo entiende, se da cuenta de que este mundo no es otra cosa que una broma de Dios."
Después, la voz —que se identificó como el príncipe de este mundo, el único conocedor de lo que acontece en la Tierra — empezó a mostrarle las personas que tenía a su alrededor, en la playa. Al abnegado padre de familia que empaquetaba cosas y ayudaba a sus hijos a ponerse el abrigo le gustaría tener un lío con su secretaria pero le aterrorizaba la reacción de su mujer. A la mujer le gustaría trabajar y ser independiente, pero le aterrorizaba la reacción del marido. Los niños se portaban bien por miedo a los castigos. La chica que leía un libro, sola en una caseta, fingía indiferencia, pero su alma estaba aterrorizada por la posibilidad de pasar sola el resto de su vida.
El chico que hacía ejercicio con la raqueta estaba aterrorizado porque debía estar a la altura de las expectativas de sus padres. Al camarero que servía cócteles tropicales le aterrorizaba la idea de que pudieran despedirlo en cualquier momento. La chica que quería ser bailarina, pero estudiaba derecho por miedo a enfrentarse a la crítica de sus vecinos. El viejo que no fumaba ni bebía diciendo que así se conservaba en forma, cuando, en realidad, el terror a la muerte susurraba en sus oídos como el viento. La pareja que corría salpicando con el agua del rompiente, con una sonrisa en los labios, y el terror oculto de volverse viejos, aburridos, inválidos. El hombre que paró su lancha delante de todos y los saludó con la mano, sonriente, bronceado, sintiendo terror porque podía perder su dinero de un momento a otro. El dueño del hotel, que contemplaba aquella escena paradisíaca desde su oficina, intentando que todos estuvieran contentos y animados, exigiendo el máximo de sus contables, con el terror en el alma porque sabía que —por más honrado que fuese — hacienda siempre descubría errores en la contabilidad.
Terror en cada una de las personas que había en aquella bonita playa, en aquel atardecer que dejaba sin aliento. Terror de quedarse solo, terror de la oscuridad que poblaba la imaginación de demonios, terror de hacer alguna cosa ajena al manual de urbanidad, terror al juicio de Dios, terror de los comentarios de los hombres, terror de la justicia que castigaba cualquier falta, terror de arriesgarse y perder, terror de ganar y tener que convivir con la envidia, terror de amar y ser rechazado, terror de pedir un aumento, de aceptar una invitación, de ir a lugares desconocidos, de no conseguir hablar una lengua extranjera, de no tener capacidad para impresionar a los demás, de hacerse viejo, de morir, de hacerse notar por los defectos, de no ser notado por las cualidades, de no ser notado ni por defectos ni por cualidades.
Terror, terror, terror. La vida era un régimen de terror, la sombra de la guillotina. "Espero que esto te tranquilice —oyó decir a su demonio —.
Todos están aterrorizados; no estás solo. La única diferencia es que tú ya pasaste por lo más difícil; lo que más temías ya se ha transformado en realidad. No tienes nada que perder, las otras personas que están en esta playa, en cambio, conviven con la proximidad del terror, algunos son más conscientes, otros intentan ignorarlo, pero todos saben que existe y que, al final, los atrapará."
Por increíble que pueda parecer, aquello que escuchaba lo dejó más aliviado, como si el sufrimiento ajeno disminuyera su dolor individual.
A partir de entonces, la presencia del demonio se tornó cada vez más constante. Hacía dos años que convivía con él, y no le proporcionaba ni placer ni tristeza saber que se había apoderado completamente de su alma.
A medida que se familiarizaba con la compañía del demonio procuraba saber más cosas sobre el origen del Mal, pero nada de lo que preguntaba obtenía una respuesta precisa:
"Es inútil que intentes averiguar por qué existo. Si quieres una explicación, puedes decirte a ti mismo que soy la manera que Dios encontró para castigarse por haber decidido, en un momento de distracción, crear el Universo."
Ya que el demonio hablaba tan poco de sí mismo, el hombre empezó a buscar todo tipo de información referente al Infierno. Averiguó que la mayoría de las religiones tenían "un lugar de castigo" adonde se dirigía el alma inmortal que había cometido ciertos crímenes contra la sociedad (todo parecía ser una cuestión de la sociedad, no del individuo). Algunas decían que, una vez separado del cuerpo, el espíritu cruzaba un río, se enfrentaba a un perro y entraba por una puerta por la que nunca jamás volvería a salir. Como colocaban el cadáver en un túmulo, este lugar de tormentos se situaba, en general, en el interior de la tierra; a causa de los volcanes, se sabía que este interior está lleno de fuego, y la imaginación humana creó las llamas que torturaban a los pecadores.
Una de las descripciones más interesantes la encontró en un libro árabe: allí estaba escrito que, una vez fuera del cuerpo, el alma debe caminar por un puente tan estrecho como el filo de una navaja, en el lado derecho está el paraíso, en el izquierdo, una serie de círculos que conducen a la oscuridad del interior de la Tierra. Antes de cruzar el puente (el libro no explica adónde conduce), cada cual cargaba sus virtudes en la mano derecha y sus pecados en la izquierda, y el desequilibrio provocaría que cayese hacia el lado que sus actos en la tierra lo hubieran llevado.
El Cristianismo hablaba de un lugar donde se escucharía llanto y crujir de dientes. El Judaísmo se refería a una caverna interior, con espacio para un número determinado de almas; algún día, el infierno estaría lleno y se acabaría el mundo. El Islam hablaba del fuego donde todos arderían, "a menos que Dios desee lo contrario." Para los hindúes, el Infierno nunca era un lugar de tormento eterno, ya que creían que el alma se reencarnaría al cabo de un cierto tiempo, para expiar sus pecados en el mismo lugar donde los había cometido, o sea, en este mundo. A pesar de ello, tenían veintiún tipos de lugares de sufrimiento, en lo que solían llamar "las tierras inferiores."
Los budistas también hacían distinciones entre los diferentes tipos de castigo a que el alma puede enfrentarse: ocho infiernos de fuego, ocho completamente helados y, además, un reino en donde el condenado no sentía frío ni calor, sólo un hambre y una sed infinitas.
Pero no había nada comparable a la gigantesca variedad que los chinos habían concebido; al contrario que los otros —que situaban el Infierno en el interior de la Tierra —, las almas de los pecadores iban a una montaña llamada Pequeña Cerca de Hierro, que estaba rodeada por otra, la Gran Cerca. En el espacio que había entre las dos existían ocho grandes infiernos superpuestos, cada uno de los cuales controlaba dieciséis infiernos pequeños que, a su vez, controlaban diez millones de infiernos subyacentes. Los chinos también explicaban que los demonios estaban formados por las almas de los que ya habían cumplido sus penas.
Además, los chinos eran los únicos que explicaban de una manera convincente el origen de los demonios: eran malos porque habían sufrido la maldad en carne propia, y querían pasarla a los demás, en un eterno ciclo de venganza.
"Eso debe de ser lo que me está sucediendo a mí", se dijo el extranjero, recordando las palabras de la señorita Prym. El demonio también las había oído, y sentía que había perdido una parte del terreno tan arduamente conquistado. La única manera de recuperarlo consistía en no dejar que la mente del extranjero albergara ningún tipo de duda.
"No pasa nada, has tenido una duda —dijo el demonio —. Pero el terror permanece. La historia de la horca ha sido muy buena y esclarecedora: los hombres son virtuosos porque existe el terror, pero su esencia es maligna, todos son descendientes míos."
El extranjero temblaba de frío, pero decidió seguir con la ventana abierta.
"Dios mío, yo no merecía lo que me sucedió. Si tú hiciste eso conmigo, yo puedo hacer lo mismo a los demás. Es de justicia."
El demonio se asustó, pero permaneció en silencio; no podía demostrar que también él estaba aterrorizado. El hombre blasfemaba contra Dios, y justificaba sus actos, pero era la primera vez, en dos años, que le oía dirigirse al cielo.
Era una mala señal.
"Es una buena señal", fue el primer pensamiento de Chantal, cuando oyó la bocina de la furgoneta que traía el pan. En Viscos, la vida seguía igual, estaban repartiendo el pan, la gente, saldría de su casa, tendrían todo el fin de semana para comentar el disparate que les habían propuesto y contemplarían —con cierto disgusto — la partida del extranjero el lunes por la mañana. Y, esa misma tarde, ella les contaría la apuesta que había hecho, les anunciaría que habían ganado la batalla y que eran ricos.
Nunca llegaría a convertirse en una santa, como San Sabino, pero durante muchas generaciones sería recordada como la mujer que salvó la aldea de la segunda visita del Mal; quizás inventarían leyendas sobre ella y, posiblemente, los futuros habitantes de Viscos se referirían a ella como a una hermosa mujer, la única que no abandonó Viscos cuando aún era joven, porque tenía una misión que cumplir. Las damas piadosas encenderían velas en homenaje a ella, los jóvenes suspirarían de amor por la heroína que no pudieron conocer.
Se sintió orgullosa de sí misma y pensó que debía ser discreta y no mencionar el lingote de oro que le pertenecía o acabarían por convencerla de que, para ser considerada santa, era necesario que también compartiera su parte.
A su manera, estaba ayudando a salvar el alma del extranjero, y Dios se lo tendría en cuenta cuando tuviera que rendir cuentas de sus actos.
Pero el destino de aquel hombre poco le importaba, lo que más deseaba era que los dos días pasaran lo más rápido posible, ya que tamaño secreto casi no le cabía en el corazón.
Los habitantes de Viscos no eran ni mejores ni peores que los de los pueblos vecinos, pero, con toda certeza, serían incapaces de cometer un crimen por dinero; estaba segura de ello. Ahora que la historia había salido a la luz pública, ningún hombre ni ninguna mujer podía tomar una iniciativa aislada; primero, porque la recompensa debería ser repartida igualmente, y no conocía a nadie dispuesto a arriesgarse por el lucro de los demás. Segundo, si estuvieran considerando llevar a cabo aquello que ella juzgaba impensable, deberían contar con la complicidad de todos, con excepción, tal vez, de la víctima escogida. Si una sola persona estuviera en contra de la idea —y, a falta de nadie más, ella sería esa persona —, los hombres y las mujeres de Viscos correrían el riesgo de ser denunciados y apresados. Es mejor ser pobre y honrado que rico en la cárcel.