Chantal asintió con la cabeza.
—Dejé mi empleo a finales de aquel año. Vagué por los cuatro costados de la Tierra, llorando a solas mi dolor, preguntándome a mí mismo cómo es posible que el ser humano sea capaz de tanta maldad. Perdí lo más importante que tenemos las personas: la fe en el prójimo. Reí y lloré por la ironía de Dios, al demostrarme, de una manera tan absurda, que yo era un instrumento del Bien y del Mal.
»Toda mi compasión fue desapareciendo, y hoy en día mi corazón está seco; tanto me da vivir o morir. Pero antes, en nombre de mi mujer y mis hijas, necesito comprender qué pasó durante ese cautiverio. Comprendo que se pueda matar por odio o por amor, pero, ¿sin ningún motivo, sólo por negocios?
»Tal vez esto te parezca ingenuo, al fin y al cabo, la gente mata todos los días por dinero, pero eso no me interesa, yo sólo pienso en mi mujer y en mis hijas. Quiero saber lo que pasó por la cabeza de aquellos terroristas. Quiero saber si, en algún momento, podían haber sentido piedad y haberlas dejado marchar, ya que aquella guerra no era la de mi familia. Quiero saber si existe una fracción de segundo, cuando el Bien y el Mal se enfrentan, en que el Bien puede vencer.
—¿Por qué Viscos? ¿Por qué mi pueblo?
—¿Por qué las armas de mi fábrica, si hay tantas fábricas de armas en el mundo, algunas sin ningún tipo de control gubernamental? La respuesta es muy simple: por azar. Yo necesitaba una comunidad pequeña, donde todos se conocieran y se quisieran. En cuanto sepan lo de la recompensa, el Bien y el Mal se encontrarán de nuevo frente a frente, y lo que sucedió durante aquel cautiverio, sucederá en tu pueblo.
»Los terroristas ya estaban cercados, no tenían escapatoria; a pesar de ello, mataron para cumplir con un ritual inútil y vacío. Tu pueblo tendrá lo que a mí me fue negado: la posibilidad de elegir. Estarán cercados por el deseo del dinero, tal vez creerán que tienen la obligación de proteger y salvar al pueblo, pero, a pesar de ello, aún tendrán la capacidad de decidir si ejecutan o no ejecutan al rehén. Sólo eso: quiero averiguar si otras personas habrían tenido una reacción distinta a la que tuvieron aquellos pobres y sanguinarios jóvenes.
»Tal como te dije en nuestro primer encuentro, la historia de un hombre es la historia de toda la humanidad. Si existe compasión, entenderé que el destino, que fue cruel conmigo, pueda, a veces, ser dulce con los demás. Eso no cambiará en nada mis sentimientos, no me devolverá a mi familia, pero, por lo menos, alejaré el demonio que me acompaña y me roba la esperanza.
—¿Y por qué quieres saber si soy capaz de robarte?
—Por el mismo motivo. Quizás tú divides el mundo en delitos leves o graves: pero no es así. Creo que aquellos terroristas también dividían el mundo de esa manera: pensaron que estaban matando por una causa, no por placer, amor, odio o dinero.
Si te llevas el lingote de oro, tendrás que dar cuenta de tu delito a ti misma, y después a mí, y yo entenderé la justificación que los asesinos dieron al asesinato de mis seres queridos. Ya debes de haber notado que, durante todos estos años, he procurado entender lo que pasó; no sé si eso me proporcionará la paz, pero no veo ninguna otra alternativa.
—Si te robara el lingote, jamás volverías a verme.
Por primera vez, en la media hora que llevaban hablando, el extranjero esbozó una sonrisa.
—No olvides que trabajé en armamento. Eso implica servicios secretos.
El hombre le pidió que lo acompañase hasta el río; se había perdido, no sabía el camino de vuelta. Chantal cogió la escopeta (la había pedido prestada a un amigo con el pretexto de que estaba muy tensa y quería distraerse yendo de caza).
No mediaron palabra durante el camino. Cuando llegaron al río, el hombre se despidió de ella. —Entiendo tu demora, pero ya no puedo esperar más. También entiendo que, para luchar contra mí, necesitabas conocerme mejor: ahora ya me conoces.
»Soy un hombre que camina por la Tierra en compañía de un demonio; para alejarlo o aceptarlo de una vez por todas necesito hallar la respuesta a algunas preguntas.
El tenedor golpeó insistentemente un vaso. Todos los clientes del bar, que ese viernes estaba lleno hasta los topes, se giraron en dirección a la fuente de aquel ruido; era la señorita Prym, que pedía silencio.
El silencio fue inmediato. Nunca, en ningún momento de la historia del pueblo, ninguna chica cuya única obligación era servir a la clientela se había comportado de esa manera.
"Será mejor que tenga alguna cosa importante que decirnos —pensó la dueña del hotel —. O la despediré hoy mismo, a pesar de la promesa que hice a su abuela de no dejarla desamparada jamás." —¡Escúchenme! Les voy a contar una historia que conocen todos, excepto nuestro visitante —dijo Chantal, mirando en dirección al extranjero —.
Después, les contaré otra historia que sólo conoce nuestro visitante. Cuando termine de contarles ambas historias deberán juzgar si he hecho mal al interrumpir su merecido descanso de la noche de los viernes, después de una semana de trabajo agotador.
"Se arriesga demasiado —pensó el cura —. No sabe nada que no sepamos nosotros. Por mucho que sea una pobre huérfana, sin otros medios para ganarse la vida, será difícil convencer a la dueña del hotel para que la mantenga en el empleo.
»Bueno, quizás no sea tan difícil —reflexionó —.
Todos cometemos pecados y, pasados dos o tres días de enfado, todo se perdona." Además, no conocía, en toda la aldea, otra persona que pudiese trabajar en el bar. Era un empleo para gente joven y ya no quedaban más jóvenes en Viscos.
—Viscos tiene tres calles, una plazuela con una cruz, algunas casas en ruinas, una iglesia con un cementerio al lado... —empezó a decir Chantal.
—¡Un momento! —exclamó el extranjero.
Sacó una pequeña grabadora de su bolsillo, la puso en marcha y la dejó encima de la mesa.
—Todo lo que tiene relación con la historia de Viscos me interesa. No quiero perderme ni una sola palabra. Supongo que no te molesta que te grabe...
Chantal no sabía si le molestaba o no, pero no podía perder más tiempo. Hacía horas que luchaba contra sus miedos y, cuando finalmente había reunido el valor suficiente para empezar, no podía permitir ninguna interrupción.
—Viscos tiene tres calles, una plazuela con una cruz, algunas casas en ruinas, otras bien conservadas, un hotel, un buzón en un poste, una iglesia con un cementerio al lado...
Por lo menos, esta vez había hecho una descripción más completa. Ya no estaba tan nerviosa.
—Todos nosotros sabemos que había sido un reducto de delincuencia, hasta que nuestro gran legislador, Ahab, después de haber sido convertido por San Sabino, consiguió transformarlo en lo que es hoy en día, una aldea que sólo acoge hombres y mujeres de buena voluntad.
»Lo que no sabe nuestro extranjero, y ahora mismo se lo contaré, es el método que Ahab utilizó para conseguir su propósito. En ningún momento intentó convencer a nadie porque conocía la naturaleza humana; confundirían la honestidad con la flaqueza, e inmediatamente pondrían en duda su poder.
»Lo que hizo fue contratar a unos carpinteros de un pueblo cercano, darles un papel con un dibujo, y mandarles que construyeran algo en el lugar donde ahora está la cruz. Día y noche, durante diez días, los habitantes del pueblo oyeron el repiqueteo de los martillos, vieron hombres aserrando tablones, encajando piezas, enroscando tornillos. Pasados diez días, siempre cubierto por una lona, montaron aquel gigantesco rompecabezas en medio de la plaza. Ahab reunió a todos los habitantes de Viscos para que presenciaran la inauguración del monumento. »Solemnemente, sin discursos, retiró la lona: era una horca. Con soga, trampilla y todo lo necesario. Completamente nueva, untada con cera de abeja, para que pudiera resistir mucho tiempo a la intemperie. Aprovechando la multitud que se había congregado allí, Ahab leyó una serie de leyes que protegían a los campesinos, incentivaban la cría de ganado, premiaban a los que montaran nuevos negocios en Viscos, añadiendo que, a partir de entonces, deberían dedicarse a trabajos honrados o mudarse a otro pueblo. Sólo dijo eso, no mencionó ni una sola vez el "monumento" que acababa de inaugurar; Ahab no creía en amenazas.
»Una vez terminada la reunión, se formaron diversos grupos; la mayoría pensaba que el santo le había sorbido el seso a Ahab y que éste ya no tenía el valor de antes, por lo que era necesario matarlo. Durante los días siguientes hicieron muchos planes al respecto.
Pero todos se veían obligados a contemplar la horca que había en el centro de la plaza, y se preguntaban: ¿qué hace ahí? ¿La han montado para ejecutar a los que no acaten las nuevas leyes? ¿Quién está de parte de Ahab y quién no? ¿Tenemos espías entre nosotros?
»La horca contemplaba a los hombres, y los hombres contemplaban la horca. Poco a poco, el valor inicial de los rebeldes fue cediendo paso al miedo; todos conocían la fama de Ahab, sabían que era implacable en sus decisiones. Algunas personas abandonaron el pueblo, otras, en cambio, decidieron probar los empleos que les habían sugerido, simplemente porque no tenían otro sitio a donde ir o, tal vez, a causa de la sombra de aquel instrumento de muerte que había en medio de la plaza. Al cabo de un tiempo, Viscos era un remanso de paz, se había convertido en un gran centro comercial fronterizo, empezó a exportar una lana excelente y a producir trigo de primera calidad.
»La horca estuvo en la plaza durante diez años.
La madera resistía bien, pero periódicamente cambiaban la soga. Nunca fue utilizada. Ahab nunca hizo ningún comentario sobre ella. Bastó su imagen para transformar el valor en miedo, la confianza en sospecha, las bravatas en susurros de aceptación. Pasados diez años, cuando finalmente la ley imperaba en Viscos, Ahab ordenó desmontarla y usar su madera para construir una cruz, que fue erigida en el mismo lugar.
Chantal hizo una pausa. En el bar, completamente en silencio, resonaron los aplausos solitarios del extranjero.
—Una historia muy bonita —dijo el hombre —. Realmente, Ahab conocía la naturaleza humana: no es la voluntad de cumplir las leyes lo que hace que la gente se comporte como manda la sociedad, sino el miedo al castigo. Todos arrastramos esta horca en nuestro interior.
—Hoy, porque el extranjero me lo pidió, arrancaré la cruz y colocaré otra horca en medio de la plaza —continuó diciendo ella.
—Carlos —comentó alguien —. Se llama Carlos y sería más educado usar su nombre que llamarlo "extranjero."
—No sé cómo se llama. Todos los datos de la ficha del hotel son falsos. Nunca ha pagado con tarjeta de crédito. No sabemos de dónde viene ni adónde va; incluso la llamada al aeropuerto podría ser una mentira.
Todos se giraron en dirección al hombre; él mantenía los ojos fijos en Chantal.
—Pero cuando dijo la verdad no le creyeron; realmente trabajó en una fábrica de armamento, vivió muchas aventuras, fue varias personas diferentes, de padre amoroso a negociador despiadado. Ustedes, al vivir aquí, no comprenden que la vida es mucho más compleja y rica de lo que piensan.
"Será mejor que esta chica se exprese con claridad", pensó la dueña del hotel. Y Chantal se expresó con claridad.
—Hace cuatro días me enseñó diez lingotes de oro muy gruesos. Con ellos, se podría asegurar el futuro de todos los habitantes de Viscos durante los próximos treinta años, realizar importantes reformas en el pueblo, construir un parque infantil, con la esperanza de que los niños vuelvan a poblar nuestra aldea... Después, los escondió en el bosque, y no se dónde están ahora.
Todos se giraron nuevamente en dirección al extranjero; esta vez, el hombre los miró a ellos y asintió con la cabeza.
—El oro será para Viscos si, en los próximos tres días, se comete un asesinato aquí. Si no muere nadie, el extranjero se irá, llevándose su tesoro.
»Esto es todo. Ya dije lo que tenía que decir, ya puse de nuevo la horca en la plaza. Sólo que esta vez no está ahí para evitar un crimen, sino para que un inocente sea ahorcado en ella, y el sacrificio de este inocente sirva para que el pueblo prospere.
Por tercera vez, los presentes se giraron hacia el extranjero; de nuevo, él asintió con la cabeza. —Esta chica sabe contar historias —dijo el hombre, apagando la grabadora y guardándola en el bolsillo.
Chantal se volvió de espaldas y empezó a fregar los vasos en la pila. El tiempo parecía haberse detenido en Viscos; nadie decía nada. Lo único que se oía era el agua del grifo, el tintineo de los vasos de cristal cuando los ponía encima del mármol, el viento distante que agitaba las ramas desnudas de los árboles.
El alcalde quebró el silencio.
—Vamos a llamar a la policía.
—Pueden hacerlo —dijo el extranjero —. Pero tengo en mi poder una cinta grabada. Mi único comentario ha sido: "Esta chica sabe contar historias."
—Por favor, suba a su habitación, recoja sus cosas y salga inmediatamente del pueblo —exigió la dueña del hotel.
—Pagué una semana y pienso quedarme una semana, aunque sea preciso llamar a la policía.
—¿No se le ha ocurrido pensar que el muerto podría ser usted?
—Claro. Pero eso no tiene la menor importancia para mí. Si reaccionan así, habrán cometido un crimen y jamás obtendrán la recompensa prometida.
Uno a uno, los clientes del bar fueron saliendo, empezando por los más jóvenes y acabando por los más viejos. Sólo se quedaron Chantal y el extranjero.
Ella cogió su bolso, se puso el abrigo, se dirigió hacia la puerta y, entonces, se giró.
—Has sufrido y deseas venganza —dijo ella —. Tu corazón está muerto, tu alma sin luz. El demonio que te acompaña está sonriendo porque llevas a cabo el juego que él determinó.
—Gracias por haber hecho lo que te pedí. Y por haberme contado la interesante y verídica historia sobre la horca.
—En el bosque me dijiste que querías respuestas para ciertas preguntas, pero de la manera que has urdido tu plan, sólo la maldad tiene recompensa; si no hay ningún asesinato, el Bien sólo obtendrá alabanzas. Y sabes de sobras que las alabanzas no alimentan bocas hambrientas ni animan pueblos decadentes. Tú no quieres la respuesta a una pregunta, sino la confirmación de algo en lo que deseas creer desesperadamente: que todo el mundo es malo.
La expresión del extranjero cambió y Chantal se dio cuenta de ello.
—Si todo el mundo es malo, se justifica la tragedia que has sufrido —continuó diciendo ella —.