El desierto de hielo (10 page)

Read El desierto de hielo Online

Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
13.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tomé la cámara de fotografiar y saqué un par de fotos instantáneas. Cuando me aseguré de que los signos se apreciaban con toda claridad, borré las huellas con la bayeta y avisé a las otras Omar. Deméter me había pedido discreción y actué discretamente.

Roc aún lloraba cuando la doctora Bauman entró en la cocina y de una rápida ojeada se hizo cargo de lo sucedido. El niño lloroso y abrazado a mis piernas, la serpiente decapitada y el cuchillo manchado de sangre.

Me convertí en la heroína de la velada. Y preferí callar, puesto que la revelación que acababa de tener era demasiado impactante para ser compartida y las fotos que guardaba celosamente en mi bolsillo me quemaban de curiosidad.

Copié cuidadosamente uno de los signos y lo mostré a la oronda y por fin sonriente Elena, que tomaba café con leche.

—Fenicio —afirmó tras echarle una ojeada sin dejar lugar a dudas.

Copié otro signo y el resultado fue el mismo. Tuve que mentirle con la excusa de un trabajo de investigación para la facultad. Ella misma me acomodó en su biblioteca para poder hacer las consultas que deseara.

Elena, a diferencia de mí y de Deméter, había conservado celosamente todos los libros de su familia y había constituido una hermosa biblioteca. La mesa y las estanterías eran de roble macizo y estaban atestadas de tratados milenarios, recopilaciones proféticas y gruesos volúmenes de herboristería, medicina, astronomía, astrología e historia antigua.

Me temblaba la mano al reconocer la palabra que había escrito la serpiente. No podía creerlo, pero ahí estaba: «Baalat».

Así pues, no era ninguna invención mía, ninguna concesión al pesimismo. El ritual del asesinato de la niña y la posesión de la serpiente por una fuerza superior que le dictaba las palabras del nombre de la diosa conducían al mismo punto: Baalat no había desaparecido.

Asustada e inquieta comencé a buscar entre los libros. Deseché unos y otros por incurrir en tópicos, por eludir el problema, por abundar en metáforas..., hasta que finalmente di con el libro adecuado. El tratado de Ingrid, que tomaba como fuentes los estudios de Min sobre las antiguas Odish que se encarnaron como diosas y fueron veneradas como tales, me abrió los ojos a la verdad.

Harto conocidos son los desmanes sangrientos de la temible Odish Baalat, venerada por los fenicios como la diosa Isthar. Y sin embargo, lo son menos sus maquinaciones nigrománticas y la profecía acerca de su regreso. (...)

La perversa Baalat llevó sus conocimientos de hechicería a los confines del universo de los espíritus. Durante su dilatado reinado en Biblos, Tiro y Cartago, muchos son los testimonios que hablan de su poder para revivir a los muertos y convertirlos en seres sin voluntad y a su servicio. Ellos eran sus oráculos y sus fieles servidores de carnes descompuestas que no temían a la muerte, puesto que estaban muertos. Se cuenta que Baalat visitaba los campos de batalla y allí sus servidores recolectaban las vísceras de los muertos para fabricar sus poderosas pócimas con las que seducía a reyes y mercaderes. Baalat comerciaba con antídotos de ponzoñosas mordeduras de serpientes y escorpiones y con remedios de devastadoras enfermedades. Así consiguió huir de Tiro y refugiarse en las murallas de la joven Cartago tras el embate del poderoso Alejandro Magno, pero los romanos no fueron propicios a sus artes, puesto que rechazaban los sacrificios humanos. Ésa fue la perdición de Baalat, que pereció bajo la espada impiadosa de Escipión —a título de escarmiento—, para luego ser quemada y sus cenizas esparcidas por la ciudad devastada.

Antes de ser decapitada, Baalat, muy debilitada por el acoso y abandonada por su gente, pronunció las palabras que recogería un centurión de Escipión, el poeta Marcelo: «Regresaré de entre los muertos para concebir a la elegida y mi voluntad triunfará sobre los auspicios y los destinos ajenos».

Nunca más fue vista ni su nombre invocado. (...)

Tras la exhumación de la necrópolis de Cartago y a la luz del estudio de diferentes documentos y testimonios contemporáneos, me atrevo a vaticinar que Baalat no fue correctamente destruida y que puede, con su poder nigromántico, retornar al mundo de los vivos, con voluntad propia, encarnada en animal, niño o difunto, tres formas que no presentan voluntad y que Baalat puede poseer fácilmente.

El poder de la diosa aumentará con la fuerza y la energía de aquellos que la contemplen, acepten su entidad y proyecten sus deseos en ella.

Baalat, la gran Odish nigromante, extraía su fuerza de la sangre de los sacrificios y de la proyección de su imagen en festividades y ceremonias. Su poder se multiplicaba con la contemplación de su rostro y la simple evocación de su nombre materializaba su espíritu. Los ciudadanos de Tiro y Biblos, acobardados por su crueldad, evitaban pronunciar su nombre para no aumentar sus desmanes.

La leyenda de su regreso, diluida en el tiempo, ha sido considerada improbable por diversas Omar, pero a la luz de diversas evidencias disiento de su juicio. Baalat, la gran hechicera, puede regresar al mundo de los vivos en el momento en que las profecías vaticinen la inminencia de la llegada de la elegida.

No pude leer más. Salí de la biblioteca temblando como una hoja e incapaz de responder a las muestras de afecto de las otras Omar. Me encontraba bajo un shock emocional demasiado fuerte. Karen me felicitó y me confesó que ella hubiese sido incapaz de matar a la víbora y que yo tenía mucho valor.

No contesté. ¡Qué equivocadas estaban todas! Yo no era valiente, yo era una pobre estúpida que había jugado con fuego y había causado la muerte de muchos inocentes. Tenía un nudo en el estómago que no me dejaba respirar. Me sentía miserable por haberme disfrazado de la diosa, por haberlo hecho dos veces sucesivas, por haber dado vida a su forma, a su cuerpo, a sus símbolos y haberlos mostrado a miles de personas durante esa noche de Carnaval. Todos aquellos que me miraron vieron a Baalat y le dieron energía con su aquiescencia, y Baalat consiguió reunir la fuerza necesaria para materializar su espíritu y convocar su regreso.

Era una revelación tan tremenda como increíble.

Yo estaba en el ojo del huracán. Había sido el inicio de todo y, desgraciadamente, había sido también testigo de su existencia. En aquellos momentos los únicos seres que compartíamos el secreto del retorno de Baalat éramos el pequeño Roc y yo.

Baalat, la Odish que adoraron los fenicios y que según las crónicas fue decapitada, quemada y destruida en Cartago, junto con la ciudad, por orden de Escipión, había reunido fuerzas para regresar.

No podía borrarme de la cabeza esa frase cargada de amenazas: «Regresaré para concebir a la elegida».

La elegida de la profecía que esperaban ansiosamente las Omar..., ¿podría ser una hija de Baalat? ¿Podría Baalat concebir y dar a luz a una hija?

Me estremecí de miedo. Nadie más conocía los propósitos de Baalat y yo tendría que informar exhaustivamente a Deméter sobre el caso. ¿Me había enviado por ese motivo y castigó mi imprudencia convirtiéndome en testigo de ese suceso terrible...? Pero aún no sabía la sanción que me impondría por haber actuado tan irresponsablemente... Y eso que mi madre ni siquiera sabía que, vestida con la túnica de Baalat, embrujé a Gunnar y le di a beber un filtro de amor.

Y entonces lo comprendí. Actué como lo hice bajo el signo de la diosa. ¡Mi amor por Gunnar estaba maldito!

Lloré de rabia y tuve miedo. Mi instinto me avisaba de que las desgracias que yo desataba sólo habían comenzado.

¿Por qué? ¿Por qué no podía ser simplemente una estudiante enamorada?

Mi condición de bruja me pesaba como una losa. Mis obligaciones con la tribu y el clan me parecían condenas eternas. Porque yo era, y lo sé, diferente a muchas otras. Yo era caprichosa e inmediata, y la magia que me confería el poder de la brujería era mala compañera para mi egoísmo. No, yo no tenía madera de mártir ni quería sacrificarme. Si ser bruja significaba eso, prefería ser una mortal sin poderes.

Me ocupé personalmente de atravesar el corazón de la serpiente, trocear su cuerpo, pronunciar un conjuro de purificación y quemarlo. Cuando de la víbora no quedaron más que cenizas, Elena, maternal, cariñosa y agradecida, me obligó a comer un enorme plato de cocido. Fue el plato de comida más amargo que probé en mi vida. El plato que me ofrecía una madre cuya hija había muerto por mi culpa. Me prometí que si tenía una hija honraría a la buena de Elena dándole el nombre de su niñita.

Y luego yo misma, sin decírselo a nadie, preparé el brebaje del olvido y se lo di a beber al pequeño Roc para aliviar sus recuerdos. Fueran cuales fueran sus pesadillas, se desvanecieron.

Tras el triste entierro, regresé a Barcelona con la libreta repleta de notas y el corazón encogido por la culpa.

No quería ver a Deméter. Lo único que quería era olvidarlo todo y refugiarme en brazos de Gunnar.

Odiaba ser una Omar. Aborrecía el dolor de las Omar, su sacrificio, su sufrimiento y solamente aspiraba a ser una mujer de carne y hueso, con amor, con trabajo, con casa, con hijos y sin miedo a perderlos.

* * *

Selene se detuvo en una gasolinera a repostar y aprovecharon para ir al baño y tomar un café. Anaíd, impresionada, no podía digerir toda la información que su madre le acababa de dar y estaba impaciente por acribillarla a preguntas.

—¿Elena tuvo una hija?

—Eso acabo de explicarte.

—Pero ella dice que no puede tener niñas, que está incapacitada, que sólo concibe niños.

—No recuerda nada. Su hermana le dio la poción del olvido. Es la única forma de que las madres Omar superen el pánico a perder sus bebés.

—Tiene que ser horrible.

—Sí, es lo peor que le puede suceder a una bruja Omar.

Anaíd no lograba quitarse de la cabeza a Roc, sus ojos negros, ardientes.

—¿Y Roc vio cómo asesinaban a su hermanita?

—Eso supongo. También lo olvidó.

—¿Cómo era?

—¿Diana?

—No, Roc.

—Era precioso, un muñequito regordete con el pelo ensortijado y muy negro y unos ojos oscuros e inteligentes. De todos los hijos de Elena, siempre he pensado que es el más guapo. Se parece a su padre.

Anaíd enrojeció súbitamente y Selene se percató.

—¿He dicho algo que no tenía que decir?

Anaíd, muy apurada, fingió que el café con leche quemaba.

—No, sigue, es que está muy caliente.

Pero Selene no se dejaba engatusar.

—Me parece que me estás escondiendo algo.

—¿Yo?

—¿Qué hay entre tú y Roc?

—Nada —negó con contundencia Anaíd, en absoluto dispuesta a compartir sus penas de amor con su madre.

Selene se retiró de la contienda.

—Vale, vale, no he dicho nada.

—Entonces —continuó Anaíd— fuiste a vivir a Urt porque se lo prometiste a Karen. ¿Es eso?

—Pues sí. Karen tuvo la idea y yo la recogí un tiempo después. Compré la casa yo sola y..., bueno, ahora es toda nuestra; ya no pagamos hipoteca.

—Me alegro.

—¿De qué?

—De que Karen te diera esa idea. Es mi casa, tengo un sitio donde volver y me parece que no podría vivir sin respirar el oxígeno de mi valle y sin ver mis montañas cada mañana.

—Ahora tendrás que acostumbrarte a cambiar de paisaje más a menudo.

Anaíd se sintió de pronto muy agradecida a Selene y compadeció su infancia itinerante, desenraizada.

—Yo sí que tengo una casa y un pueblo. Y una familia.

Selene se emocionó.

—Eso es justo lo que quería darte.

—Aunque cuando murió la abuela todo cambió.

Selene se entristeció.

—Cierto. El lugar que ocupaba ha quedado vacío. Yo también la echo mucho de menos.

—Y a tía Criselda.

Anaíd removió en su taza.

—¿Y Deméter era tan seria y tan estricta cuando era joven?

Selene sonrió.

—Más de lo que te imaginas.

Anaíd estaba francamente llena de curiosidad.

—¿Y cuándo fuiste a vivir a Urt? ¿Cuándo y dónde nací yo? ¿Gunnar fue mi padre?

Selene detuvo su impaciencia.

—Un momento. Antes de que tú nacieras, pasaron muchas, muchas cosas. Déjame pagar y te explico.

Capítulo 4: El destino y el deber

En cuanto regresé de Urt, lo primero que hice fue ir a ver a Gunnar. Lo encontré trabajando la madera con determinación. Sus manos fuertes trataban con una delicadeza extremada la talla de un caballito que se iba perfilando poco a poco. Hablaba con la mirada fija en su tarea, sin distraerse; esquivando el cara a cara conmigo, procurando mantener la distancia de los cuerpos, con la mesa de abedul mediando entre los dos. Su voz denotaba una profunda tristeza mientras me explicaba lo que había sucedido en mi ausencia.

—Meritxell se presentó con una maleta. Me dijo que lo tenía todo preparado para irnos juntos a Islandia, que dejaría los estudios, que no le importaba la dificultad de la lengua, que no añoraría la luz, que no sentiría nostalgia del sol ni del verano.

Yo estaba sin aliento. Mientras yo estaba en Urt constatando el mal de Baalat que yo misma había desencadenado, Meritxell se presentaba en casa de Gunnar dispuesta a acompañarlo al fin del mundo.

—¿Qué le dijiste?

Gunnar pulió el caballito con esmero. En dos ocasiones estuvo a punto de hablar, pero calló. Yo no me mostré impulsiva, reprimí mi curiosidad, le dejé que buscase las palabras y, aunque no las tenía todas conmigo, me mordí la lengua. Finalmente Gunnar habló:

—Le dije que no la quería.

Suspiré aliviada. Por un momento había imaginado que Gunnar, compadecido por su desesperación, había vuelto con Meritxell. Sin embargo, él no estaba aliviado como yo. Levantó la vista de su trabajo y me reprochó con dureza:

—Ella sabe que hay alguien más.

Quise acercarme a Gunnar y saltar por encima de la mesa, si hacía falta, para consolarlo de su aflicción, pero me detuvo con un gesto de su mano.

—No me gusta, Selene.

—¿El qué?

Estaba asustada.

—Nosotros... No sé qué me has hecho, Selene. ¿Qué me has hecho?

—¿Yo?

—¿Me has embrujado?

Era algo así como una acusación y me sentí como debían de sentirse las brujas, mis antepasadas, ante un tribunal de la Inquisición.

—¿Por qué lo dices?

—Yo tenía las cosas claras: mis planes, mi futuro, mis obligaciones. Quería a Meritxell y de pronto... apareciste tú.

Other books

Heroes of Heartbreak Creek 02 by Where the Horses Run
The Luck of Love by Serena Akeroyd
Fairytales by Cynthia Freeman
Carla Kelly by The Wedding Journey
Public Burning by Robert Coover
A Very Unusual Air War by Gill Griffin
Personal by Lee Child
Thirty by Lawrence Block