Read El desierto de los tártaros Online

Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (23 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Drogo lo acompañó hasta el borde de la explanada, donde se despidieron. Era la mañana de un gran día estival, por el cielo pasaban nubes cuyas sombras manchaban extrañamente el paisaje. Bajando del caballo, el teniente coronel Ortiz se hizo a un lado con Drogo y ambos callaban, sin saber cómo decirse adiós. Después salieron palabras desganadas y triviales, muy distintas y más pobres que lo que tenían en el corazón.

—Para mí ahora cambia la vida —dijo Drogo—. Me gustaría marcharme también. Casi me dan ganas de solicitar la baja.

Ortiz dijo:

—¡Tú aún eres joven! Sería una estupidez, aún llegarás a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—A tiempo de la guerra. Ya verás, no pasarán ni dos años —eso decía, pero en el fondo de su corazón esperaba que no; en realidad deseaba que Drogo se marchase como él, sin haber tenido la gran suerte; le habría parecido una cosa injusta. Y eso que sentía amistad por Drogo y le deseaba lo mejor.

Pero Giovanni no dijo nada.

—Ya verás, no pasarán ni dos años, efectivamente —insistió entonces Ortiz, esperando que lo contradijese.

—Nada de dos años —dijo finalmente Drogo—. Pasarán siglos, y no basta. Ahora la carretera está abandonada, del norte ya no vendrá nadie.

Y aunque éstas fueran sus palabras, la voz del corazón era muy distinta: absurdo, refractario a los años, se conservaba en él, desde la época de la juventud, aquel hondo presentimiento de cosas fatales, una oscura certidumbre de que lo bueno de la vida aún tenía que empezar.

Callaron de nuevo, advirtiendo que aquella charla los iba separando. Pero ¿qué podían decirse, tras vivir juntos casi treinta años entre los mismos muros, con los mismos sueños? Sus dos caminos, tras haber andado tanto, se separaban ahora, uno por aquí y otro por allá, se alejaban hacia países desconocidos.

—¡Qué sol! —dijo Ortiz, y miraba, con los ojos un tanto empañados por la edad, las murallas de su Fortaleza, que abandonaba para siempre. Parecían siempre las mismas, con idéntico color amarillento, con su rostro novelesco. Ortiz las miraba intensamente y nadie, salvo Drogo, hubiera podido adivinar cuánto sufría.

—Sí que hace calor —respondió Giovanni, acordándose de María Vescovi, de aquella lejana conversación en el salón, mientras descendían melancólicos los acordes del piano.

—Un día caluroso, efectivamente —agregó Ortiz, y los dos se sonrieron; un instintivo gesto de inteligencia como diciendo que conocían a la perfección el significado de aquellas estúpidas palabras. Ahora una nube había llegado a ellos con su sombra, durante unos minutos toda la explanada se oscureció y relampagueó en contraste con el siniestro esplendor de la Fortaleza, aún bañada por el sol. Dos grandes pájaros giraban sobre el primer reducto. Se oyó a lo lejos, casi imperceptible, un sonido de corneta.

—¿Has oído? La corneta… —dijo el viejo oficial.

—No, no la he oído —respondió Drogo, mintiendo, pues sentía vagamente que eso agradaría a su amigo.

—Quizá me equivoqué. Estamos demasiado lejos, efectivamente —admitió Ortiz, temblándole la voz, y después añadió con trabajo—: ¿Te acuerdas de la primera vez, cuando llegaste aquí y te espantaste? No querías quedarte, ¿recuerdas?

Drogo consiguió decir sólo:

—Hace mucho tiempo…

Un curioso nudo le apretó la garganta.

Después Ortiz dijo todavía algo, tras haber corrido detrás de sus pensamientos:

—Quién sabe —dijo—, quizá en una guerra yo podía servir. Puede ser que resultara útil.

La nube había pasado, había superado ya la Fortaleza; ahora se deslizaba a través de la desolada llanura de los Tártaros, cada vez más al norte, silenciosa. Adiós, adiós. Al volver el sol, los dos hombres proyectaban de nuevo sombra. Los caballos de Ortiz y de la escolta, unos veinte metros más allá, golpeaban las piedras con los cascos, indicando impaciencia.

VEINTISIETE

Se vuelve una página, pasan meses y años. Los que fueron compañeros de escuela de Drogo están casi cansados de trabajar, tienen barbas cuadradas y grises, caminan con circunspección por las ciudades saludados respetuosamente, sus hijos son hombres hechos y derechos, alguno ya es abuelo. A los viejos amigos de Drogo, en el umbral de la casa que se han construido, les gusta pararse a observar, orgullosos de su carrera, cómo corre el río de la vida, y en el remolino de las multitudes les divierte distinguir a sus propios hijos, incitándolos a darse prisa, a adelantar a los demás, a llegar los primeros. Giovanni Drogo, en cambio, espera aún, aunque la esperanza se debilite a cada minuto.

Ahora sí que ha cambiado finalmente. Tiene cincuenta y cuatro años, el grado de comandante y es el segundo jefe de la enteca guarnición de la Fortaleza. Hasta hace poco tiempo no había cambiado gran cosa, se le podía considerar todavía joven. De vez en cuando, aunque con trabajo, daba por higiene unas vueltas a caballo por la explanada.

Después empezó a adelgazar, el rostro se le puso de un triste color amarillo, los músculos se aflojaron. Trastornos del hígado, decía el doctor Rovina, ya viejísimo, decidido obstinadamente a acabar allá arriba su vida. Pero los polvitos del doctor Rovina no surtieron efecto; Giovanni se despertaba por la mañana con un desalentador cansancio que se le pegaba a la nuca. Sentado después en su despacho, no veía llegada la hora de que cayese la noche para poder arrojarse en un sillón o en la cama. Trastornos del hígado agravados por agotamiento general, decía el médico, pero era rarísimo un agotamiento general con la vida que hacía Giovanni. De todos modos, era una cosa pasajera, frecuente a esa edad —decía el doctor Rovina—, un poco larguita, quizá, pero sin ningún peligro de complicaciones.

Se injertó así en la vida de Drogo una espera suplementaria, la esperanza de la curación. Por lo demás, no se mostraba impaciente. El desierto septentrional seguía vacío, nada permitía presagiar una posible bajada enemiga.

—Tienes mejor aspecto —le decían casi todos los días sus colegas, pero en realidad Drogo no sentía la mínima mejoría. Habían desaparecido, sí, los dolores de cabeza y las penosas diarreas de los primeros tiempos; no lo atormentaba ningún sufrimiento específico. Pero las energías de conjunto se hacían cada vez más débiles.

Simeoni, el comandante en jefe de la Fortaleza, le decía:

—Tómate un permiso, vete a descansar, te sentaría bien una ciudad marítima.

Y al decirle Drogo que no, que ya se sentía mejor, que prefería quedarse, Simeoni meneaba la cabeza reprobador, como si Giovanni rechazase por ingratitud un valioso consejo, que respondía en todo al espíritu del reglamento, a la eficacia de la guarnición y a su propio beneficio personal. Porque Simeoni conseguía incluso que echaran de menos a Matti, tanto hacía pesar sobre los demás su propia y virtuosa perfección.

Hablara de lo que hablara, sus palabras, cordialísimas en la superficie, tenían siempre un vago sabor de reprimenda para todos los demás, como si sólo él cumpliera el deber hasta lo último, él solo fuera el sostén de la Fortaleza, él solo se ocupara de remediar infinitos desastres que si no lo habrían mandado todo a paseo. También Matti, en sus buenos tiempos, había sido un poco así, pero menos hipócrita; Matti no se recataba de descubrir la aridez de su corazón y a los soldados no les desagradaban ciertas despiadadas rudezas.

Por suerte, Drogo se había hecho amigo del doctor Rovina y había obtenido su complicidad para poder quedarse. Una oscura superstición le decía que si abandonaba ahora la Fortaleza por enfermedad, jamás regresaría. Este pensamiento constituía un motivo de angustia. Veinte años antes sí le habría gustado marcharse, meterse en la plácida y brillante vida de guarnición, con maniobras estivales, ejercicios de tiro, concursos hípicos, teatros, sociedades, hermosas damas. Pero ahora, ¿qué le habría quedado? Le faltaban pocos años para el retiro, su carrera estaba agotada, a lo sumo podían darle un puesto en algún Mando, simplemente para que terminase el servicio. Le quedaban pocos años, la última reserva, y quizá antes de su término podía ocurrir el acontecimiento esperado. Había tirado los años buenos, ahora quería al menos esperar hasta el último minuto.

Para apresurar la curación, Rovina aconsejó a Drogo que no se ajetreara, que se quedase todo el día en la cama y mandara llevar a su cuarto los expedientes que tenía que despachar. Esto ocurría en un marzo frío y lluvioso, acompañado por descomunales desprendimientos en las montañas: pináculos enteros se derrumbaban repentinamente, por desconocidos motivos, precipitándose en los abismos, y lúgubres voces retumbaban en la noche durante horas y horas.

Por fin, con sumas dificultades, comenzó a asomar el buen tiempo. La nieve del desfiladero se había derretido ya, pero húmedas nieblas se desmoronaban sobre la Fortaleza. Se necesitaba un sol potente para expulsarlas, tan desmedrado por el invierno estaba el aire de los valles. Pero una mañana, al despertarse, Drogo vio brillar sobre el pavimento de madera una hermosa franja de sol y sintió que había llegado la primavera.

Se dejó asaltar por la esperanza de que al buen tiempo correspondería en él una parecida recuperación de fuerzas. Hasta en las viejas maderas resucita en primavera un residuo de vida; de ahí los innumerables chirridos que pueblan esas noches. Todo parece empezar desde el principio, una oleada de salud y alegría se derrama sobre el mundo.

Eso pensaba con intensidad Drogo, trayendo a su mente escritos de ilustres autores sobre el tema, con la finalidad de convencerse. Se levantó de la cama y fue tambaleándose hacia la ventana. Sintió un comienzo de vértigo, pero se consoló pensando que siempre sucede eso cuando uno se levanta tras muchos días de cama, aunque esté curado. Y en efecto, la sensación de vértigo desapareció y Drogo pudo ver el esplendor del sol.

Una alegría sin límites parecía difundirse en el mundo. Drogo no la podía comprobar directamente, porque frente a sí tenía el muro, pero la intuía sin esfuerzo. Hasta aquellas viejas paredes, la tierra rojiza del patio, los bancos de madera descolorida, una carreta vacía, un soldado que pasaba lentamente, parecían contentos. ¡Quién sabe allá fuera, al otro lado de las murallas!

Tuvo la tentación de vestirse, de sentarse al aire libre en una butaca a tomar el sol, pero un sutil escalofrío le dio miedo, aconsejándole volver a la cama. «Pero hoy me siento mejor, realmente mejor», pensaba, convencido de no hacerse ilusiones.

Pausadamente avanzaba la espléndida mañana de primavera, la franja de sol sobre el suelo se iba desplazando. Drogo la observaba de vez en cuando, sin ninguna gana de examinar los cartapacios amontonados en una mesa al lado de la cama. Además había un extraordinario silencio que no menguaban los escasos toques de corneta ni los ruidos del aljibe. Drogo no había querido cambiar de habitación después de su nombramiento como comandante, temiendo que eso le trajera mala suerte; pero ya los sollozos del depósito se habían convertido en un profundo hábito y no le molestaban.

Drogo observaba una mosca que se había parado en el suelo exactamente sobre la franja de sol, animal extraño en aquella estación, superviviente quién sabe cómo del invierno. La observaba caminar con circunspección cuando alguien llamó a la puerta.

Era un golpe distinto de los habituales, observó Giovanni. Desde luego no era su asistente, ni el capitán Corradi, de Secretaría, el cual solía, en cambio, pedir permiso, ni ningún otro de los visitantes de costumbre.

—¡Adelante! —dijo Drogo.

Se abrió la puerta y avanzó el viejo sastre-jefe Prosdocimo, ya completamente encorvado, con un extraño traje que un día debió haber sido un uniforme de brigada. Se adelantó jadeando un poco, hizo un gesto, con el índice derecho, refiriéndose a algo al otro lado de las murallas.

—¡Vienen! ¡Vienen! —exclamó en sordina, como si fuera un gran secreto.

—¿Quiénes vienen? —dijo Drogo, asombrado de ver al sastre tan obseso. «Estoy fresco —pensó—, ahora éste empieza con sus charlas y no lo deja en una hora, por lo menos».

—Vienen por la carretera, si Dios quiere, ¡por la carretera del norte! Todos han ido a la terraza a verlos.

—¿Por la carretera del norte? ¿Soldados?

—¡Batallones! ¡Batallones! —gritaba, fuera de sí, el vejete, apretando los puños—. Esta vez no hay error posible, ¡y además ha llegado una carta del Estado Mayor para avisar de que nos mandan refuerzos! ¡La guerra, la guerra! —gritaba, y no se sabía si estaba también un poco asustado.

—¿Y se ven ya? —preguntó Drogo—. ¿Se ven sin anteojo? —se había sentado en la cama, invadido por una tremenda inquietud.

—¡Caray que si se ven! ¡Se ven los cañones; han contado ya dieciocho!

—¿Y dentro de cuánto podrán atacar? ¿Cuánto tiempo tardarán aún?

—Ah, con la carretera avanzan deprisa; digo yo que dentro de dos días estarán aquí, ¡dos días como máximo!

Maldita cama, se dijo Drogo, aquí estoy bloqueado por la enfermedad. Ni se le pasó por la cabeza que Prosdocimo le contara un cuento; repentinamente había sentido que era muy cierto; había advertido que incluso el aire estaba cambiado en cierto modo, incluso la luz del sol.

—Prosdocimo —dijo jadeante—. Ve a buscarme a Luca, mi asistente; es inútil que toque la campanilla, debe de estar arriba, en Secretaría, esperando que le den papeles… ¡Date prisa, por favor!

—Ea, rápido, mi comandante —recomendó Prosdocimo al marcharse—. No piense en sus achaques, ¡venga usted también a las murallas a ver!

Salió ligero, olvidándose de cerrar la puerta; se oyó el sonido de sus pasos alejarse por el corredor; después volvió el silencio.

«Dios mío, hazme estar mejor, te lo suplico, al menos seis o siete días», bisbiseó Drogo, sin lograr dominar su angustia. Quería levantarse en seguida, a toda costa, ir inmediatamente a las murallas, que lo viera Simeoni, dar a entender que él no fallaba, que estaba en su puesto de mando, que asumiría sus responsabilidades como de costumbre, como si no estuviera enfermo.

¡Pam!, un soplo de viento en el corredor hizo batirse la puerta de mala manera. En medio del gran silencio el ruido resonó fuerte y avieso, como respuesta a la plegaria de Drogo. ¿Y por qué no venía Luca? ¡Cuánto tardaba aquel imbécil en hacer dos tramos de escaleras!

Sin esperarlo, Drogo bajó de la cama y le asaltó una oleada de vértigo, que, sin embargo, se disolvió lentamente. Ahora estaba ante el espejo y miraba espantado su rostro, amarillo y chupado. Es la barba la que me da ese aspecto, probó a decirse Drogo; y con pasos inseguros, aún en camisón, dio vueltas por la estancia en busca de la navaja de afeitar. Pero ¿por qué Luca no se decidía a venir?

BOOK: El desierto de los tártaros
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Findings by Mary Anna Evans
Chasing Bohemia by Carmen Michael
Midnight Kiss by Evanick, Marcia
The Demon Awakens by R.A. Salvatore
Earth Afire (The First Formic War) by Card, Orson Scott, Johnston, Aaron
Fools' Gold by Wiley, Richard