Se abrió la puerta de su casa y Drogo sintió de inmediato el viejo olor doméstico, como cuando, de niño, regresaba a la ciudad tras los meses de verano en el campo. Era un olor familiar y amigo, y sin embargo, después de tanto tiempo, afloraba en él algo mezquino. Le recordaba, sí, los años lejanos, la dulzura de ciertos domingos, las alegres cenas, la niñez perdida, pero hablaba también de ventanas cerradas, de tareas, de limpieza matutina, de enfermedades, de peleas, de ratones.
—¡Oh, señorito! —le gritó exultante la buena Giovanna, que le había abierto la puerta. Y en seguida llegó su madre; gracias a Dios, aún no cambiada.
Sentado en el salón, mientras intentaba responder a las muchas preguntas, sentía mudarse la felicidad en tristeza desganada. La casa le parecía vacía en comparación con antes, uno de los hermanos se había marchado al extranjero, otro estaba de viaje quién sabe dónde, el tercero en el campo. Sólo quedaba la madre, y también ella tuvo que salir un poco después para una función de iglesia donde la esperaba una amiga.
Su habitación seguía idéntica, tal como la había dejado, no habían movido ni un libro, y sin embargo le pareció de otro. Se sentó en la butaca, escuchó el ruido de los carros en la calle, el intermitente vocerío que llegaba de la cocina. Estaba solo en su habitación, su madre rezaba en la iglesia, sus hermanos estaban lejos, todo el mundo vivía, pues, sin necesitar para nada a Giovanni Drogo. Abrió una ventana, vio las casas grises, tejados tras tejados, un cielo caliginoso. Buscó en un cajón sus viejos cuadernos escolares, un diario que había llevado durante años, ciertas cartas; se asombró de haber escrito él aquellas cosas, ni siquiera se acordaba, todo se refería a extraños hechos olvidados. Se sentó al piano, intentó un acorde, volvió a bajar la tapa del teclado. ¿Y ahora?, se preguntaba.
Extranjero, vagó por la ciudad, en busca de viejos amigos; los supo ocupadísimos con negocios, con grandes empresas, con la carrera política. Le hablaron de cosas serias e importantes, fábricas, vías férreas, hospitales. Alguno lo invitó a comer, alguno se había casado, todos habían tomado caminos distintos y en cuatro años se habían vuelto ya lejanos. Por mucho que lo intentase (aunque quizá ya no era capaz), no conseguía que renacieran las charlas de antaño, las bromas, los modismos. Vagaba por la ciudad en busca de viejos amigos —y habían sido muchos—, pero acababa encontrándose solo en una acera, con muchas horas vacías ante sí antes de que cayera la noche.
Por la noche se quedaba fuera de casa hasta tarde, decidido a divertirse. Todas las veces salía con las consabidas y vagas esperanzas juveniles de amor, todas las veces regresaba desilusionado. Empezó a odiar la calle que lo conducía solitario a su casa, siempre igual y desierta.
Hubo en esa época un gran baile, y Drogo, al entrar en el edificio en compañía de su amigo Vescovi, el único que había recobrado, se sentía en las mejores disposiciones de ánimo. Aunque ya era primavera, la noche sería larga, un espacio de tiempo casi ilimitado; antes del alba podían suceder muchas cosas; Drogo no estaba en condiciones de especificarlas exactamente, pero desde luego le esperaban varias horas de incondicional placer. En efecto, había empezado a bromear con una muchacha vestida de violeta y aún no habían dado las doce, quizá antes del día habría nacido el amor; pero el dueño de la casa lo llamó para enseñarle detalladamente la mansión, lo arrastró por laberintos y galerías, lo tuvo relegado en la biblioteca, lo obligó a examinar pieza a pieza una colección de armas, le hablaba de cuestiones estratégicas, de chistes militares, de anécdotas de la Casa Real, y mientras tanto pasaba el tiempo, los relojes se habían puesto a correr espantosamente. Cuando Drogo consiguió liberarse, ansioso por volver al baile, las salas se habían ya semivaciado, la muchacha vestida de violeta había desaparecido; probablemente ya había regresado a su casa.
En vano Drogo trató de beber, en vano rió sin sentido, ni siquiera el vino le servía ya. Y la música de los violines se hacía cada vez más débil, en cierto momento tocaban literalmente en el vacío porque nadie bailaba ya. Drogo se encontró, con la boca amarga, entre los árboles del jardín, oía ciertos ecos de un vals mientras el encantamiento de la fiesta se desvanecía y el cielo se ponía lentamente pálido con el alba próxima.
Al ponerse las estrellas, Drogo se quedó, entre negras sombras vegetales, a ver alzarse el día, mientras una por una las carrozas doradas se alejaban del palacio. Ahora también callaron los músicos, y un lacayo vagó por las salas bajando las luces. Desde un árbol, exactamente sobre Drogo, llegó agudo y fresquísimo el trino de una avecilla. El cielo se volvía progresivamente más claro, todo reposaba silencioso en la confiada espera de un buen día. En ese momento —pensó Drogo— los primeros rayos del sol habrían alcanzado los bastiones de la Fortaleza y a los centinelas friolentos. Su oído esperó inútilmente un toque de corneta.
Atravesó la ciudad dormida, aún inmersa en el sueño, abrió con exagerado ruido el portal de su casa. En el piso ya se filtraba por las rendijas de las persianas un poco de luz.
—Buenas noches, mamá —dijo al pasar por el pasillo.
Y de la habitación, al otro lado de la puerta, le pareció que, como de costumbre, como en los días lejanos cuando regresaba a altas horas de la noche, le respondía un sonido confuso, una voz amorosa aunque rebosante de sueño. Y siguió casi apaciguado hacia su cuarto, cuando advirtió que también ella hablaba.
—¿Qué tienes, mamá? —preguntó en el vasto silencio.
En ese mismo instante comprendió que había confundido el rodar de una carroza lejana con la querida voz. En realidad, su madre no había contestado, los pasos nocturnos del hijo ya no podrían despertarla como antaño, se habían vuelto ajenos, como si su sueño hubiera cambiado con el tiempo.
Antaño sus pasos le llegaban en sueños como una llamada establecida. Todos los otros ruidos de la noche, incluso mucho más fuertes, no bastaban para despertarla, ni los carros por la calle, ni el llanto de un niño, ni los aullidos de los perros, ni las lechuzas, ni una contraventana que se bate, ni el viento en los aleros, ni la lluvia o el crujido de los muebles. Sólo le despertaba el paso de él, no porque fuera ruidoso (Giovanni incluso caminaba de puntillas). Por ninguna razón especial, sólo porque él era su hijito.
Pero ahora ya no. Ahora él había saludado a su madre como antaño, con la misma inflexión de voz, seguro de que con el familiar ruido de sus pasos se había despertado. Pero nadie le había respondido, salvo el rodar de la lejana carroza. Una estupidez, pensó, una ridícula coincidencia, podía ser. Pero le quedaba, mientras se disponía a meterse en la cama, una impresión amarga, como si el afecto de antaño se hubiera empañado, como si entre ellos dos el tiempo y la lejanía hubieran extendido lentamente un velo de separación.
Después fue a ver a María, la hermana de su amigo Francesco Vescovi. Su casa tenía un jardín, y como estaban en primavera, los árboles ostentaban hojas nuevas; en las ramas cantaban pajarillos.
María fue a su encuentro en la puerta, sonriente. Se había enterado de que él iba a ir y se había puesto un vestido azul, ajustado en la cintura, parecido a otro que un lejano día a él le había gustado.
Drogo había pensado que sería para él una gran emoción, que le latiría el corazón. Pero cuando estuvo a su lado y volvió a ver su sonrisa, cuando oyó el sonido de su voz que decía: «¡Oh, Giovanni, por fin!» (tan distinta de lo que había pensado), tuvo la medida del tiempo transcurrido.
Él era el mismo de antes —creía—, quizá algo más ancho de hombros y tostado por el sol de la Fortaleza. Tampoco ella había cambiado. Pero algo se había interpuesto entre ellos.
Entraron en el gran salón, porque fuera hacía demasiado sol; la estancia estaba inmersa en una suave penumbra, una franja de sol resplandecía sobre la alfombra y un reloj andaba.
Se sentaron en un sofá, al sesgo, para poderse mirar. Drogo la miraba a los ojos sin encontrar palabras, pero ella ponía vivazmente sus miradas alrededor, en parte en él, en parte en los muebles, en parte en un brazalete de turquesas que parecía novísimo.
—Francesco vendrá dentro de un rato —dijo María alegremente. Mientras tanto estarás un rato conmigo, ¡quién sabe cuántas cosas tienes que contar!
—¡Oh! —dijo Drogo—, nada muy especial, es siempre la…
—Pero ¿por qué me miras así? —preguntó ella—. ¿Me encuentras tan cambiada?
No, Drogo no la encontraba cambiada, incluso estaba sorprendido de que una muchacha, en cuatro años, no hubiera sufrido alguna visible mudanza. Pero tenía una sensación vaga de desilusión y de frío. No conseguía encontrar el tono de antes, cuando se hablaban como hermanos y podían bromear sobre todo sin herirse. ¿Por qué estaba tan comedida en el sofá y hablaba con tanta gracia? Habría tenido que tirarle de un brazo, decirle: «Pero ¿estás loca? ¿Cómo se te ocurre jugar a las personas serias?». El gélido encanto se habría roto.
Pero Drogo no se sentía capaz. Ante él estaba una persona distinta y nueva, cuyos pensamientos le eran desconocidos. Él mismo, quizá, ya no era el de antes, y había sido él quien comenzó con un tono falso.
—¿Cambiada? —respondió Drogo—. No, no, nada en absoluto.
—¡Ah! Dices eso porque me encuentras más fea, eso es. ¡Dime la verdad!
¿Era María la que hablaba? ¿No estaba bromeando? Casi incrédulo, Giovanni escuchaba sus palabras y esperaba que en cualquier momento se desprendiese de aquella elegante sonrisa, de aquella actitud suave, y soltase una carcajada.
«Fea, sí, te encuentro fea», habría respondido en los buenos tiempos Giovanni, pasándole un brazo por la cintura, y ella se habría apretado contra él. Pero ¿ahora? Habría sido absurdo, una broma de mal gusto.
—Claro que no, te digo —respondió Drogo—. Estás idéntica, te lo aseguro.
Ella lo miró con una sonrisa poco convencida y cambió de tema:
—Y ahora dime: ¿has venido para quedarte?
Era una pregunta que él había previsto («Depende de ti», había pensado responder, o algo por el estilo). Pero se la había esperado antes, en el momento del encuentro, como habría sido natural, si verdaderamente le interesaba. Ahora, en cambio, le había llegado casi por sorpresa, y era algo distinto, una pregunta casi de compromiso, sin sobreentendidos sentimentales.
Hubo un instante de silencio en el salón en penumbra, donde llegaban del jardín cantos de pájaros y de una remota lejanía acordes de piano, lentos y mecánicos, de alguien que estudiaba.
—No sé, por ahora no sé. Tengo sólo un permiso —dijo Drogo.
—¿Nada más que un permiso? —dijo de inmediato María, y hubo en su voz una sutil vibración que podría ser casualidad o desilusión, y hasta dolor. Pero algo se había interpuesto realmente entre ellos, un velo indefinible y vago que no quería disolverse; quizá había crecido lentamente, durante la larga separación, día tras día, separándolos, y ninguno de los dos lo sabía.
—Dos meses. Después quizá tenga que volver, quizá me den otro destino, quizá incluso aquí, en la ciudad —explicó Drogo. La conversación ahora le resultaba penosa, una indiferencia había entrado en su ánimo.
Ambos callaron. La tarde se estancaba sobre la ciudad, los pájaros habían enmudecido, se oían sólo los lejanos acordes del piano, tristes y metódicos, que subían y subían, llenando toda la casa, y en aquel sonido había una especie de obstinada fatiga, una cosa difícil de decir que jamás se logra decir.
—Es la hija de los Micheli, en el piso de arriba —dijo María, advirtiendo que Giovanni escuchaba.
—También tú tocabas en tiempos esa música, ¿no?
María dobló graciosamente la cabeza como para escuchar.
—No, no, ésa es demasiado difícil, la habrás oído en otra parte…
Drogo dijo:
—Me parecía…
El piano sonaba con inalterable pena. Giovanni miraba la franja de sol sobre la alfombra, pensaba en la Fortaleza, imaginó la nieve que se disolvía, el goteo sobre las terrazas, la pobre primavera de la montaña, que conoce sólo pequeñas flores en los prados y perfumes de siega transportados por el viento.
—Pero ahora te trasladarán, ¿no? —prosiguió la muchacha. Después de tanto tiempo bien tendrás derecho. ¡Debe ser muy aburrido aquello!
Dijo estas últimas palabras con leve ira, como si la Fortaleza le resultara odiosa.
«Quizá un poco aburrido; desde luego, prefiero estar aquí contigo». Esta mísera frase relampagueó en la mente de Drogo como una valerosa posibilidad. Era trivial, pero quizá habría bastado. Pero de golpe todo deseo se apagó; Giovanni pensó con desagrado, incluso, en lo ridículas que habrían sido esas palabras pronunciadas por él.
—Sí, claro que sí —dijo entonces—. ¡Pero los días pasan tan pronto!
Se oía el sonido del piano, pero ¿por qué los acordes seguían subiendo sin concluir jamás? Académicamente desnudos, repetían con resignado despego una vieja historia en tiempos querida. Hablaban de una noche de niebla entre los faroles de la ciudad y de ellos dos que caminaban bajo los árboles sin hojas, por la avenida desierta, repentinamente felices, de la mano como niños, sin comprender por qué. También aquella noche, lo recordaba, había pianos que tocaban en las casas, las notas salían por las ventanas iluminadas, y aunque probablemente se trataba de aburridos ejercicios, Giovanni y María nunca habían oído músicas más suaves y humanas.
—Es cierto —agregó Drogo bromeando— que allá arriba no hay grandes diversiones, pero uno se había habituado…
La conversación, en el salón con olor a flores, parecía adquirir lentamente una poética añoranza, amiga de las confesiones de amor. «Quién sabe —pensaba Giovanni—, este primer encuentro después de una separación tan larga no podía ser distinto, quizá podremos volver a encontrarnos, tengo dos meses de tiempo; así, de golpe, no se puede juzgar, puede que aún me quiera y que yo no regrese a la Fortaleza». Pero la muchacha dijo:
— ¡Qué lástima! Me marcho con mamá y Georgina dentro de tres días; estaremos fuera unos meses, creo —con la idea se animaba gozosa—. Vamos a Holanda.
—¿A Holanda?
La muchacha hablaba ahora del viaje muy entusiasmada, de los amigos con los que se marcharía, de sus caballos, de las fiestas que se habían celebrado en carnaval, de su vida, de sus compañeras, inconsciente de Drogo.
Ahora se sentía enteramente a sus anchas y parecía más guapa.