—No quedan ni siquiera doce metros —renegaba el capitán—. ¡Por Dios, ya veremos si paso o no! A costa de…
Lo interrumpió un grito arrogante que venía de lo alto: al borde superior de la breve pared se asomaron dos sonrientes cabezas humanas.
—Buenas noches, señores —gritó uno, quizá un oficial—. ¡Miren que por aquí no pasan, hay que subir por la cresta!
Las dos caras se retiraron y se oyeron sólo confusas voces de hombres que confabulaban.
Monti estaba lívido de rabia. No había nada que hacer, pues. Los del norte habían ocupado también la cima. El capitán se sentó sobre un peñasco del sendero, sin hacer caso de sus soldados, que seguían llegando desde abajo.
Precisamente en ese momento empezó a nevar, una nieve espesa y pesada, como de pleno invierno. En pocos instantes, casi increíble, los guijarros del sendero se pusieron blancos y faltó repentinamente la luz. Había caído la noche, en la que hasta ahora nadie había pensado en serio.
Los soldados, sin demostrar la menor alarma, desataron el rollo del capote y se taparon.
—¿Qué hacéis? ¡Caramba! —saltó el capitán—. ¡Volved a enrollar los capotes inmediatamente! ¿No se os pasará por la cabeza quedaros aquí de noche? ¡Hay que descender ahora!
Angustina dijo:
—Si me permite, mi capitán, mientras ésos estén en la cima…
—¿Qué? ¿Qué quiere decir usted? —preguntó el capitán con ira.
—Que no se puede retroceder, me parece, mientras los del norte estén en la cima. Ellos han llegado antes y no tenemos nada que hacer aquí, ¡pero haríamos un bonito papel!
El capitán no respondió, caminó de un lado a otro unos instantes por la ancha senda. Después dijo:
—Pero ahora también ellos se marcharán; en la cima, y con este tiempo, aún están peor que aquí.
—¡Señores! —llamó una voz desde arriba, mientras asomaban por el borde de la paredita cuatro o cinco cabezas—. ¡No se anden con cumplidos, cojan estas cuerdas y suban aquí arriba! ¡Con la oscuridad no conseguirán descender por la pared!
Simultáneamente arrojaron desde arriba dos cuerdas, a fin de que los de la Fortaleza las utilizaran para subir la breve muralla.
—Gracias —respondió el capitán Monti con aire burlón—. Gracias por la idea, ¡pero ya nos ocuparemos nosotros de nuestros asuntos!
—Como quieran —gritaron de nuevo desde la cima—. De todos modos se las dejamos aquí, por si les acomoda.
Siguió un breve silencio, no se oía más que el susurro de la nieve, alguna tos de los soldados. La visibilidad había desaparecido casi por entero, apenas se lograba distinguir el borde de la paredita, desde el que ahora irradiaba el reflejo rojo de una linterna.
También varios soldados de la Fortaleza, de nuevo con los capotes, habían encendido luces. Le llevaron una al capitán, por si acaso la necesitaba.
—Mi capitán —dijo Angustina con voz cansada.
—¿Qué pasa ahora?
—Mi capitán, ¿qué le parecería una partidita?
—¡Al diablo la partidita! —respondió Monti, que comprendía perfectamente que esa noche ya no podría bajar.
Sin decir palabra, Angustina sacó de la cartera del capitán, confiada a un soldado, el mazo de cartas. Extendió sobre una piedra un borde de su capote, puso al lado la linterna, comenzó abarajar.
—Mi capitán —repitió—. Hágame caso, aunque no tenga ganas.
Monti comprendió entonces qué pretendía decir el teniente: ante los del norte, que probablemente estaban mofándose de ellos, no quedaba otra cosa que hacer. Y mientras los soldados se agazapaban junto a la base de la pared, aprovechando todos los entrantes, o se ponían a comer entre bromas y risas, los dos oficiales, bajo la nieve, comenzaron una partida de cartas. Sobre ellos las rocas cortadas a pico, debajo el precipicio negro.
«¡Capote! ¡Capote!», se oyó gritar desde arriba, en tono burlón.
Ni Monti ni Angustina levantaron la cabeza, siguieron jugando. Pero el capitán lo hacía a regañadientes, golpeando con rabia las cartas sobre el capote. En cambio, Angustina trataba de bromear: «Magnífico, dos ases en fila…, pero esto me lo llevo yo… Diga la verdad, se le había olvidado aquel basto…». Y también se reía, de cuando en cuando: una risa aparentemente sincera.
Arriba se oyó reanudarse las voces, después, ruidos de piedras removidas, probablemente estaban a punto de irse.
«¡Buena suerte! —gritó aún hacia ellos la voz de antes—. ¡Buena partida… y no olviden las dos cuerdas!».
Ni el capitán ni Angustina respondieron. Continuaron jugando sin siquiera un gesto de respuesta, fingiendo gran concentración.
El reflejo de la linterna desapareció de la cima; evidentemente los del norte se estaban yendo. Las cartas, bajo la nieve espesa, se habían humedecido y sólo a duras penas conseguían barajarlas.
—Ya basta —dijo el capitán, lanzando sobre el capote las suyas—. ¡Basta de esta comedia!
Se retiró bajo las rocas, se envolvió con cuidado en el capote.
—¡Toni! —llamó—. Tráeme mi cartera y búscame algo de agua para beber.
—Aún nos ven —dijo Angustina—. ¡Aún nos ven desde la cresta! —pero como comprendía que Monti ya tenía bastante, continuó él solo, simulando que continuaba la partida.
Entre clamorosas exclamaciones propias del juego, el teniente sostenía en la mano izquierda sus cartas, con la derecha las arrojaba sobre el borde del capote, fingiendo recoger las ganadas; en medio de la espesa nieve, los extranjeros de la cresta no podían notar, desde luego, que el oficial jugaba solo.
Una horrible sensación de hielo había penetrado entre tanto en sus entrañas. Sentía que probablemente ya no sería capaz de moverse, ni siquiera de tumbarse; nunca, por lo que recordaba, se había sentido tan mal. En la cresta se distinguía aún el bamboleante reflejo de la linterna de los otros, que se alejaban; todavía podían verlo.
(Y en la ventana del maravilloso palacio, una frágil figura: él, Angustina, niño, de una impresionante palidez, con un elegante traje de terciopelo y un cuello de encaje blanco; con gesto cansado abrió la ventana inclinándose hacia los fluctuantes espíritus colgados del alféizar, como si estuviera familiarizado con ellos y quisiera decir algo)
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«¡Capote! ¡Capote! —intentaba gritar aún para que lo oyeran los extranjeros, pero le salía una pobre voz ronca y agotada—. ¡Perdió por segunda vez, mi capitán!».
Envuelto en su tabardo, masticando lentamente algo, Monti miraba ahora atentamente a Angustina, con ira cada vez menor.
—¡Basta! Venga a abrigarse aquí, teniente, ¡los del norte ya se han ido!
—Usted es mucho mejor que yo, mi capitán —insistía Angustina en la ficción, fallándole cada vez más la voz—. Pero esta noche no está de suerte. ¿Por qué sigue mirando hacia arriba? ¿Por qué mira a la cima? ¿Quizá está un poco nervioso?
Entonces, bajo el hormigueo de la nieve, las últimas cartas húmedas se le escaparon de la mano al teniente Angustina, la propia mano cayó sin vida, quedó inerte a lo largo del capote, a la trémula luz de la linterna.
Con la espalda apoyada en una piedra, el teniente se abandonó con lento movimiento hacia atrás, una extraña somnolencia lo estaba invadiendo.
(Y hacia el palacio, en la noche de luna, avanzaba por el aire un pequeño cortejo de otros espíritus que arrastraban una silla de manos)
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—Teniente, venga aquí a comer un bocado, con este frío hay que comer, fuércese, aunque no tenga ganas… —Así gritaba el capitán, y una sombra de aprensión vibraba en su voz—. Venga aquí debajo, que la nieve está a punto de acabar.
Y así era, en efecto: casi de golpe los blancos copos se habían vuelto menos espesos y pesados, la atmósfera más límpida, se podía ya divisar, con los reflejos de las linternas, rocas distantes incluso varias decenas de metros.
Y repentinamente, a través de un desgarrón de la tormenta, en una lejanía incalculable, aparecieron las luces de la Fortaleza. Parecían infinitas, como de un castillo encantado, inmerso en el jolgorio de antiguos carnavales. Angustina las vio y una sutil sonrisa se formó lentamente en sus labios, entorpecidos por el hielo.
—Teniente —llamó de nuevo el capitán, que empezaba a comprender—. Teniente, tire esas cartas, venga aquí debajo, se está al abrigo del viento.
Pero Angustina miraba las luces y en verdad no sabía ya exactamente qué eran, si de la Fortaleza o de la ciudad lejana, o bien del propio castillo, donde nadie estaba esperando su regreso.
Quizá, desde las escarpas del fuerte, un centinela había vuelto en ese momento casualmente la mirada hacia las montañas, reconociendo las luces en la altísima cresta; a tan gran distancia la maligna paredita era menos que nada, no se veía mucha diferencia. Y quizá era el propio Drogo quien mandaba la guardia; Drogo, que probablemente, de haberlo deseado, habría podido partir con el capitán Monti y Angustina. Pero a Drogo le había parecido estúpido: esfumada la amenaza de los tártaros, aquel servicio le había parecido ni más ni menos un fastidio, en el que no se podían hacer méritos. Pero ahora también Drogo veía el temblequeo de las linternas en la cima y empezaba a lamentar no haber ido. No sólo en una guerra podía encontrarse algo digno, y ahora le habría gustado estar allá arriba, en el corazón de la noche y de la tempestad. Demasiado tarde, la ocasión había pasado a su lado y la había dejado escapar.
Bien descansado y seco, envuelto en su cálido capote, quizá Giovanni Drogo miraba envidiosamente a las luces lejanas, mientras Angustina, todo cubierto de nieve, empleaba con dificultad las fuerzas que le quedaban en alisarse los bigotes mojados y plegar minuciosamente el capote, no con el fin de arrebujarse en él y estar más caliente, sino con otro designio. Desde su refugio, el capitán Monti le miraba estupefacto, se preguntaba qué estaba haciendo Angustina, dónde había visto una figura muy similar, aunque sin conseguir recordarlo.
Había, en una sala de la Fortaleza, un viejo cuadro que representaba el final del príncipe Sebastián. Mortalmente herido, el príncipe Sebastián yacía en el corazón del bosque, apoyando la espalda en un tronco, con la cabeza un poco abandonada hacia un lado, el capote cayendo en armoniosos pliegues; nada había en la imagen de la desagradable crueldad física de la muerte; y al mirarlo nadie se asombraba de que el pintor le hubiera conservado toda su nobleza y una suma elegancia.
Ahora Angustina —¡oh, no es que él lo pensase!— se estaba pareciendo al príncipe Sebastián herido en el corazón del bosque; Angustina no tenía, como él, una reluciente coraza, ni a sus pies yacía el yelmo sanguinolento, ni la espada rota; no apoyaba la espalda en un tronco, sino en un duro peñasco; no le iluminaba la frente el último rayo del sol, sino solamente una débil linterna. Pero se le parecía muchísimo, idéntica la posición de los miembros, idéntico el plegado del capote, idéntica aquella expresión de cansancio definitivo.
Entonces, en comparación con Angustina, el capitán, el sargento y todos los demás soldados, aun siendo mucho más vigorosos y petulantes, parecieron toscos patanes. Y en el ánimo de Monti, por muy inverosímil que fuera, nació un envidioso estupor.
Tras cesar la nieve, el viento lanzaba lamentos entre las peñas, arremolinaba una polvareda de carámbanos, hacía oscilar las llamitas dentro de los vidrios de las linternas. Angustina parecía no notarlo, estaba inmóvil, apoyado en la gran piedra, con los ojos clavados en las lejanas luces de la Fortaleza.
—¡Teniente! —probó de nuevo el capitán Monti—. Teniente, ¡decídase! Venga aquí debajo; si se queda ahí no podrá aguantar, acabará congelado. Venga aquí debajo, que Toni ha construido una especie de tapia.
—Gracias, capitán —dijo trabajosamente Angustina, y como le resultaba demasiado difícil hablar, alzó levemente una mano, haciendo un ademán, como para decir que no importaba, que eran meras bobadas sin el mínimo peso.
(Al final el jefe de los espíritus le dirigió un gesto imperioso y Angustina, con su aire aburrido, saltó el alféizar y se sentó graciosamente en la silla de manos. La encantada carroza se puso suavemente en marcha)
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Durante unos minutos no se oyó sino el grito ronco del viento. También los soldados, reunidos en grupos bajo las rocas para estar más calientes, habían perdido las ganas de bromear y luchaban en silencio con el frío.
Cuando el viento hizo una pausa, Angustina levantó unos centímetros la cabeza, movió despacio la boca para hablar, le salieron sólo estas dos palabras: «Mañana habría…», y después nada más. Dos palabras sólo, y tan débiles que ni el propio capitán Monti advirtió que había hablado.
Dos palabras, y la cabeza de Angustina se dobló hacia adelante, abandonada a sí misma. Una de sus manos yació blanca y rígida dentro del pliegue del capote, la boca consiguió cerrarse, de nuevo en sus labios fue formándose una sutil sonrisa.
(Al llevárselo la silla de manos, él apartó la vista de su amigo y volvió la cabeza hacia adelante, en dirección al cortejo, con una especie de curiosidad divertida y desconfiada. Así se alejó en la noche, con una nobleza casi inhumana. El mágico cortejo se fue serpenteando lentamente en el cielo, cada vez más alto, se convirtió en una confusa estela, después en un mínimo mechón de niebla, después en nada)
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«¿Qué querías decir, Angustina? Mañana, ¿qué?». El capitán Monti, saliendo finalmente de su refugio, sacudió con fuerza por los hombros al teniente para hacerle recobrar vida; pero sólo consiguió descomponer los nobles pliegues del militar sudario, y es una lástima. Ninguno de los soldados se había dado cuenta aún de lo sucedido.
Al renegar Monti, le respondió sólo, desde el precipicio negro, la voz del viento. «¿Qué querías decir, Angustina? Te has marchado sin terminar la frase; quizá era algo absurdo e insignificante, quizá una absurda esperanza, quizá incluso nada».
Una vez enterrado el teniente Angustina, el tiempo volvió a pasar sobre la Fortaleza de la misma forma que antes.
El comandante Ortiz le preguntaba a Drogo:
—¿Desde cuándo ya?
Drogo decía:
—Estoy aquí desde hace cuatro años.
Había llegado repentinamente el invierno, una larga estación. Caería la nieve, primero cuatro o cinco centímetros; después, tras una pausa, una capa más gruesa, y después más y más veces, parecía imposible echar la cuenta, quedaba mucho tiempo antes de que regresase la primavera. (Y, sin embargo, un día, mucho antes de lo previsto, mucho antes, se oirá resonar desde los bordes de las terrazas arroyuelos de agua y el invierno habrá acabado inexplicablemente).