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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (11 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
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Como estaba prescrito, Drogo se presentó al capitán de inspección, y después fueron juntos en busca del coronel; normalmente, para las novedades, bastaba con dirigirse al ayudante del coronel, pero esta vez podía ser una cosa grave y no había tiempo que perder.

Entre tanto, el rumor había corrido fulminantemente por toda la Fortaleza. Alguien, en los últimos cuerpos de guardia, charloteaba ya sobre enteros escuadrones de tártaros acampados al pie de las rocas. El coronel, cuando lo supo, dijo sólo:

—Habría que tratar de coger ese caballo; si está ensillado, quizá se pudiera saber de dónde viene.

Pero ya era inútil, porque el soldado Giuseppe Lazzari, mientras la guardia saliente regresaba a la Fortaleza, había conseguido esconderse detrás de un peñasco, sin que nadie lo advirtiese, y después había bajado por su cuenta por las rocas, había llegado hasta el caballito y ahora lo traía a la Fortaleza. Comprobó con estupor que no era el suyo, pero ya no había nada que hacer.

Sólo en el momento de entrar en la Fortaleza alguno de sus compañeros advirtió que había desaparecido. Si Tronk se enteraba, Lazzari se pudriría en el calabozo al menos un par de meses. Había que salvarlo. Por eso cuando el sargento primero pasó lista, y salió el nombre de Lazzari, alguien respondió por él «presente».

Unos minutos después, cuando los soldados habían ya roto filas, recordaron que Lazzari no sabía la contraseña; ya no se trataba del calabozo, sino de la vida; ¡ay de él si se presentaba ante las murallas, le dispararían! Dos o tres compañeros se pusieron entonces a buscar a Tronk, para que encontrase un remedio.

Demasiado tarde. Sujetando al caballo negro por las riendas, Lazzari estaba ya junto a las murallas. Y en el camino de ronda estaba Tronk, reclamado allí por un vago presentimiento; inmediatamente después de pasar lista, cierta inquietud había asaltado al sargento primero, no conseguía averiguar la causa, pero intuía que algo no marchaba bien. Al examinar los hechos de la jornada, había llegado hasta el regreso a la Fortaleza sin encontrar nada sospechoso; después algo le había chocado; sí, en la lista debía de haber habido una irregularidad, y en su momento, como ocurre a menudo en esos casos, él no se había dado cuenta.

Un centinela montaba guardia precisamente sobre la puerta de entrada. En la penumbra vio dos figuras negras que se adelantaban por la grava. Estarían a unos doscientos metros. No hizo mucho caso, pensó que sufría una alucinación; muchas veces, en los lugares desiertos, tras estar mucho tiempo a la espera, se acaba descubriendo, incluso en pleno día, perfiles humanos que se deslizan entre las matas y las rocas, se tiene la impresión de que alguien nos está espiando, y después se va a ver que no hay nadie.

El centinela, para distraerse, miró a su alrededor, hizo, un ademán de saludo a un compañero, de centinela a unos treinta metros más a la derecha, se ajustó el pesado gorro que le apretaba en la frente, después volvió los ojos a la izquierda y vio al sargento primero Tronk, inmóvil, que lo miraba severamente.

El centinela se recobró, miró ante sí, vio que las dos sombras no eran un sueño, ya se encontraban próximas, estarían apenas a unos sesenta metros: un soldado y un caballo, concretamente. Entonces embrazó el fusil, preparó el gatillo para disparar, se atiesó en el gesto repetido cientos de veces en la instrucción. Después gritó:

—¿Quién va? ¿Quién va?

Lazzari era soldado desde hacía poco tiempo, ni remotamente pensaba en que sin la contraseña no habría podido volver. A lo sumo temía un castigo por haberse alejado sin permiso; aunque, quién sabe, quizá el coronel le perdonase por obra del caballo recuperado: era un animal bellísimo, un caballo de general.

Sólo faltaban unos cuarenta metros. Las herraduras del cuadrúpedo resonaban en las piedras, era casi noche cerrada, se oyó un lejano sonido de corneta. —¿Quién va? ¿Quién va? —repitió el centinela. Una vez más, y después tendría que disparar.

Un repentino malestar había asaltado a Lazzari ante la primera llamada del centinela. Le parecía muy raro, ahora que se encontraba personalmente metido, oírse interpelar de ese modo por un compañero, pero se tranquilizó con el segundo «¿quién va?», porque reconoció la voz de un amigo, precisamente de su misma compañía, a quien llamaban en confianza el Moreno.

—¡Soy yo, Lazzari! —gritó—. ¡Manda al jefe del piquete que me abra! ¡He cogido el caballo! Y que no se den cuenta, ¡porque me meten un puro!

El centinela no se movió. Con el fusil embrazado, estaba inmóvil, tratando de retrasar lo más posible el tercer «¿quién va?». Quizá Lazzari se daría cuenta por sí solo del peligro, retrocedería, quizá podría sumarse al día siguiente a la guardia del Reducto Nuevo. Pero Tronk, a pocos metros, lo miraba severamente.

Tronk no decía ni una palabra. Ora miraba al centinela, ora a Lazzari, por culpa del cual probablemente le castigarían. ¿Qué significaban sus miradas?

El soldado y el caballo ya no distaban más de treinta metros; esperar aún habría sido imprudente. Cuanto más se acercaba Lazzari, más fácil sería acertarle.

—¿Quién va? ¿Quién va? —gritó por tercera vez el centinela.

Y en su voz subyacía como una advertencia privada y antirreglamentaria. Quería decir: «Retrocede mientras estás a tiempo. ¿Quieres que te maten?».

Y finalmente Lazzari comprendió, recordó como en un relámpago las duras leyes de la Fortaleza, se sintió perdido. Pero en lugar de huir, quién sabe por qué, soltó las riendas del caballo y se adelantó solo, invocando con voz aguda:

—¡Soy yo, Lazzari! ¿No me ves? ¡Moreno, eh, Moreno! ¡Soy yo! Pero ¿qué haces con el fusil? ¿Estás loco, Moreno?

Pero el centinela ya no era el Moreno, era simplemente un soldado de cara adusta que ahora alzaba lentamente el fusil, apuntando a su amigo. Había apoyado el arma en el hombro y con el rabillo del ojo echó un vistazo al sargento primero, invocando silenciosamente un gesto de que lo dejara. Pero Tronk seguía inmóvil y lo miraba severamente.

Lazzari, sin volverse, retrocedió unos pasos tropezando con las piedras.

—¡Soy yo, Lazzari! —gritaba—. ¿No ves que soy yo? ¡No dispares, Moreno!

Pero el centinela ya no era el Moreno, con quien todos sus camaradas bromeaban libremente, era sólo un centinela de la Fortaleza, con uniforme de paño azul oscuro con banderola de cuero, absolutamente idéntico a todos los demás de la noche, un centinela cualquiera que había apuntado y ahora apretaba el gatillo. Sentía en los oídos un estruendo y le pareció oír la voz ronca de Tronk: «¡Apunta bien!», aunque Tronk no había resollado.

El fusil lanzó un pequeño relámpago, una minúscula nubécula de humo, incluso el disparo no pareció gran cosa en el primer momento, pero después fue multiplicado por los ecos, rebotó de muralla en muralla, se quedó mucho tiempo en el aire, muriendo en un lejano murmullo como de trueno.

Ahora que había cumplido con su deber, el centinela dejó el fusil en el suelo, se asomó por el parapeto, miró hacia abajo esperando no haber acertado. Y en la oscuridad le pareció, en efecto, que Lazzari no había caído.

No, Lazzari estaba aún de pie, y el caballo se le había acercado. Después, en el silencio dejado por el disparo, se oyó su voz, y con qué desesperado sonido:

—¡Oh, Moreno! ¡Me has matado!

Eso dijo Lazzari, y se dobló lentamente hacia adelante. Tronk, con rostro impenetrable, aún no se había movido, mientras una confusión bélica se propagaba por los meandros de la Fortaleza.

TRECE

Así comenzó aquella noche memorable, atravesada por los vientos, entre vaivenes de linternas, insólitas cornetas, pasos en los zaguanes, nubes que bajaban atropelladamente del norte, se enganchaban en las cimas rocosas dejando pegados en ellas jirones, pero no tenían tiempo de pararse, algo muy importante las llamaba.

Había bastado un disparo, un modesto disparo de fusil, y la Fortaleza se había despertado. Durante años había habido silencio —y ellos siempre orientados al norte para oír la voz de la guerra inminente, un silencio demasiado prolongado. Ahora un fusil había disparado —con la carga de polvo prescrita y la bala de plomo de treinta y dos gramos— y los hombres se habían mirado recíprocamente como si aquella fuera la señal.

Es cierto que tampoco esta noche nadie, salvo algún soldado, pronuncia el nombre que está en el corazón de todos. Los oficiales prefieren callarlo porque justamente ésa es su esperanza. Por los tártaros han alzado las murallas de la Fortaleza, consumen allá arriba grandes porciones de vida, por los tártaros los centinelas caminan noche y día como autómatas. Unos alimentan esa esperanza con nueva fe cada mañana, otros la conservan oculta en lo más hondo, otros ni siquiera saben que la poseen, creyendo haberla perdido. Pero nadie tiene el valor de mencionarla; parecería un mal augurio, y sobre todo parecería confesar los propios y más queridos pensamientos, y a los soldados eso les avergüenza.

Por ahora hay sólo un soldado muerto y un caballo de desconocida procedencia. En el cuerpo de guardia, en la puerta que da al norte, donde ha sucedido la desgracia, hay una gran agitación, y aunque no sea de ordenanza, también se encuentra Tronk, quien no descansa al pensar en el castigo que le espera; la responsabilidad recae sobre él, él tenía que impedir que Lazzari huyese, él tenía que darse cuenta inmediatamente, a la vuelta, de que el soldado no había respondido al pasar lista.

Y ahora aparece también el comandante Matti, ansioso de hacer notar su autoridad y competencia. Tiene una extraña cara, incomprensible, incluso puede dar la impresión de que sonríe. Evidentemente está informado a la perfección de todo y da órdenes al teniente Mentana, de servicio en ese reducto, para que mande retirar el cadáver del soldado.

Mentana es un oficial descolorido, el teniente más antiguo de la Fortaleza; si no tuviera un anillo con un grueso diamante y no jugase bien al ajedrez, nadie advertiría su existencia; grosísima es la piedra preciosa de su anular y pocos son los que consiguen derrotarlo en el tablero, pero ante el comandante Matti tiembla literalmente y pierde la cabeza en una cosa tan sencilla como es mandar un grupo de faena en busca de un muerto.

Por suerte para él, el comandante Matti ha divisado, de pie en un rincón, al sargento primero Tronk y lo llama: —Tronk, en vista de que no tiene usted nada que hacer, ¡tome el mando de la expedición!

Lo dice con la máxima naturalidad, como si Tronk fuera un suboficial cualquiera, sin la menor relación personal con el incidente; pues Matti es incapaz de hacer un reproche directo, acaba por ponerse blanco de rabia y no encuentra palabras; prefiere el arma mucho más dura de las investigaciones, con flemáticos interrogatorios, documentación escrita, que consiguen aumentar monstruosamente los más leves fallos y conducen casi siempre a castigos de importancia.

Tronk no pestañea, responde «a sus órdenes» y se apresura en el pequeño patio, inmediatamente detrás del portón. Un pequeño grupo, a la luz de linternas, sale poco después de la Fortaleza: Tronk a la cabeza, y además cuatro soldados con una camilla, otros cuatro soldados armados como precaución, y, por último, el propio comandante Matti, envuelto en un desteñido capote, arrastrando el sable por las piedras.

Encuentran a Lazzari tal como ha muerto, con la cara en el suelo y los brazos tendidos hacia adelante. El fusil que llevaba en bandolera se le ha enganchado, con la caída, entre dos piedras, y está derecho, con la culata hacia arriba, cosa rara a la vista. El soldado, al caer, se ha herido en una mano y antes de que se enfriase el cuerpo ha tenido tiempo de verter un poco de sangre, formando una mancha sobre una piedra blanca. El misterioso caballo ha desaparecido.

Tronk se inclina sobre el muerto e intenta aferrarlo por los hombros, pero se retira de golpe hacia atrás, como si hubiera advertido que actúa contra las reglas.

—Levantadlo —ordena a los soldados con voz baja y aviesa—. Pero primero quitadle el fusil.

Un soldado se baja para desatar el correaje y deja en las piedras la linterna, al lado del muerto. Lazzari no ha tenido tiempo de cerrar por completo los párpados, y en la rendija de los ojos, sobre el blanco, la llama pone un leve reflejo.

—Tronk —llama entonces el comandante Matti, que se ha quedado completamente en la sombra.

—A sus órdenes, mi comandante —responde Tronk, cuadrándose.

También los soldados se detienen.

—¿Dónde ocurrió? ¿De dónde se escapó? —pregunta el comandante, arrastrando las palabras como si hablara por aburrida curiosidad—. ¿Fue en la fuente? ¿Donde hay esos peñascos?

—Sí, mi comandante, en los peñascos —responde Tronk, sin añadir una palabra más.

—¿Y nadie lo vio cuando escapó?

—Nadie, mi comandante —dice Tronk.

—En la fuente, ¿eh? ¿Y estaba oscuro?

—Sí, mi comandante, bastante oscuro.

Tronk espera unos instantes en posición de firmes, y después, como el comandante Matti calla, indica a los soldados que continúen. Uno intenta desatar la correa del fusil, pero el cierre está duro y le cuesta trabajo. Al tirar, el soldado siente el peso del cuerpo muerto, un peso desproporcionado, como de plomo.

Tras quitarle el fusil, los dos soldados le dan la vuelta delicadamente al cadáver, poniéndolo boca arriba. Ahora se ve completamente su rostro. La boca está cerrada e inexpresiva, sólo los ojos semiabiertos e inmóviles, que resisten a la luz de la linterna, huelen a muerte.

—¿En la frente? —pregunta la voz de Matti, que ha notado en seguida una especie de pequeño hundimiento, justamente sobre la nariz.

—¿Mi comandante? —dice Tronk, sin comprender. —Digo que si le han dado en la frente —dice Matti, fastidiado por tener que repetirlo.

Tronk levanta la linterna, ilumina de lleno la cara de Lazzari, ve también él el pequeño hundimiento e instintivamente acerca un dedo, como para tocarlo. Pero de inmediato lo retira, turbado.

—Creo que sí, mi comandante, precisamente en el medio de la frente. —(Pero ¿por qué no viene a ver él el muerto, si tanto le interesa? ¿Por qué todas esas estúpidas preguntas?).

Los soldados, advirtiendo la turbación de Tronk, se ocupan de su trabajo: dos alzan el cadáver por los hombros, dos por las piernas. La cabeza, abandonada a sí misma, se bambolea hacia atrás horriblemente. La boca, aunque helada por la muerte, vuelve casi a abrirse.

—¿Y quién ha disparado? —pregunta aún Matti, siempre inmóvil en la oscuridad.

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