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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (7 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
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Todos están excitados en cierto sentido, en parte por el vino, en parte por la noche, y cuando sus voces callan, se oye fuera la lluvia.

Festejan al conde Max Lagorio, que se marcha al día siguiente, tras dos años de Fortaleza.

Lagorio dijo:

—Angustina, si te vienes también tú, te espero —lo dijo con su habitual tono de broma, pero se notaba que era cierto.

También Angustina había acabado los dos años de servicio, pero no quería partir. Angustina era pálido y estaba sentado con su perenne aire de despego, como si no se interesara para nada por ellos, como si estuviera allí por puro azar.

—Angustina —repitió Lagorio casi con un grito, en los límites de la borrachera—, si vienes tú también, te espero; estoy dispuesto a esperar tres días.

El teniente Angustina no respondió, lanzando una breve sonrisa de aguante. Su uniforme azul, desteñido por el sol, se destacaba entre los otros por una indefinible y negligente elegancia.

Lagorio se dirigió a los otros, a Morel, a Grotta, a Drogo:

—Decídselo también vosotros —y puso su mano derecha en el hombro de Angustina—. Le sentaría bien venir a la ciudad.

—¿Me sentaría bien? —preguntó Angustina, como curioso.

—En la ciudad estarías mejor, eso es. Todos, por lo demás, creo.

—Estoy perfectamente —dijo seco Angustina—. No necesito cuidarme.

—No he dicho que necesites cuidarte. He dicho que te sentaría bien.

Así habló Lagorio, y se oyó fuera, en el patio, caer la lluvia. Angustina se alisaba con dos dedos el bigotito, estaba aburrido, se veía.

Lagorio continuó:

—No piensas en tu madre, en los tuyos… Imagínate cuando tu madre…

—Mi madre sabrá acostumbrarse —respondió Angustina, con amargo sobreentendido.

Lagorio comprendió y cambió de tema:

—Oye, Angustina, figúrate, presentarte pasado mañana ante Claudina… Hace dos años que no te ve…

—Claudina… —dijo Angustina, desganadamente—. ¿Qué Claudina? No me acuerdo.

—¡Claro, no te acuerdas! Contigo no se puede hablar de nada esta noche, eso es lo que pasa. No será un misterio, ¿no? Se os veía juntos todos los días.

—¡Ah! —dijo Angustina, por mostrarse amable—, ahora me acuerdo. Claro, Claudina, figúrate, ni siquiera se acordará de que existo…

—¡Venga!, sabemos perfectamente que todas se vuelven locas por ti, ¡no te hagas el modesto ahora! —exclamó Grotta, y Angustina lo miró sin pestañear, impresionado, se veía, por tanta vulgaridad.

Callaron. Fuera, en la noche, bajo la lluvia otoñal, caminaban los centinelas. El agua chaparreaba sobre las terrazas, gorgoteaba en las gárgolas, corría murallas abajo. Fuera la noche era cerrada, y Angustina tuvo un pequeño acceso de tos. Parecía extraño que de un joven tan refinado pudiese salir un sonido tan desagradable. Pero él tosía con sabia mesura, bajando cada vez la cabeza, como para indicar que no podía impedirlo; en el fondo era una cosa no suya que le tocaba aguantar por corrección. Así transformaba la tos en una especie de melindre caprichoso, digno de ser imitado.

Se había hecho un penoso silencio, que Drogo sintió la necesidad de romper.

—Dime, Lagorio —preguntó—, ¿a qué hora te vas mañana?

—Hacia las diez, creo. Quería marcharme antes, pero aún tengo que despedirme del coronel.

—El coronel se levanta a las cinco, en verano e invierno a las cinco; desde luego, no te hará perder tiempo.

Lagorio rió:

—Pero quien no se levanta a las cinco soy yo. Al menos la última mañana quiero obrar a mi gusto, nadie me corre detrás.

—Pasado mañana habrás llegado, entonces —observó Morel con envidia.

Lagorio dijo:

—Me parece imposible, os lo juro.

—Imposible, ¿qué?

—Estar en la ciudad dentro de dos días —una pausa—, y además para siempre.

Angustina estaba pálido, ahora no se alisaba ya el bigote, sino que miraba ante sí, a la penumbra. Pesaba ahora sobre la sala el sentimiento de la noche, cuando los miedos salen de los decrépitos muros y la infelicidad se vuelve dulce, cuando el alma bate orgullosas las alas sobre la humanidad dormida. Los ojos vítreos de los coroneles, desde los grandes retratos, expresaban heroicos presagios. Y fuera, siempre la lluvia.

—¿Te imaginas? —le dijo Lagorio, sin misericordia, a Angustina—. Pasado mañana por la noche, a estas horas, estaré quizá en casa de Consalvi. Gran mundo, música, hermosas mujeres —decía, repitiendo una vieja chanza.

—Buena gana —respondió con desprecio Angustina.

—O bien —continuaba Lagorio, con la mejor de las intenciones, únicamente para convencer a su amigo—, eso, quizá sea mejor, iré a casa de los Tron, tus tíos, hay gente simpática y «se juega entre caballeros», como diría Giacomo.

—Ah, buena gana… —dijo Angustina.

—Sea como sea —dijo Lagorio—, pasado mañana yo estaré divirtiéndome y tú estarás de servicio. Yo pasearé por la ciudad y a ti (reía con la idea) te llegará el capitán de inspección. «Sin novedad, el centinela Martini se ha sentido mal». A las dos te despertará el sargento: «Mi teniente, es la hora de la inspección». Te despertará a las dos, puedes jurarlo, y a esa misma e idéntica hora, positivamente, yo estaré en la cama con Rosaria…

Eran las fatuas e inconscientes crueldades de Lagorio, a las que todos estaban habituados. Pero detrás de sus palabras apareció ante sus camaradas la imagen de la lejana ciudad con sus edificios y sus inmensas iglesias, sus aéreas cúpulas, sus románticas avenidas a lo largo del río. A esa hora, pensaban, debía de haber una fina niebla y los faroles daban una tenue luz amarillenta; a esa hora negras parejas por las calles solitarias, gritos de cocheros ante las vidrieras iluminadas de la Ópera, ecos de violines y de risas, voces de mujer (desde los tétricos portones de las ricas casas), ventanas encendidas a increíble altura, entre el laberinto de los tejados; la fascinante ciudad con sus sueños de juventud, sus aún desconocidas aventuras.

Todos miraban ahora sin que él lo notara la cara de Angustina, cargada de inconfesado cansancio; no estaban allí, lo comprendían, para festejar a Lagorio que se marchaba, en realidad aclamaban a Angustina porque sólo él se quedaría. Uno tras otro, después de Lagorio, cuando llegara su turno, también los otros se marcharían: Grotta, Morel, y el primero de todos, Giovanni Drogo, que apenas tenía que cumplir cuatro meses. Angustina, en cambio, se quedaría, no lograba entender por qué, pero lo sabían perfectamente. Y aunque notaban oscuramente que también en esta ocasión él obedecía a su ambicioso estilo de vida, no eran capaces de envidiarlo; en el fondo les parecía una absurda manía.

¿Y por qué Angustina, maldito esnob, sonríe una vez más? ¿Por qué, enfermo como está, no corre a hacer su equipaje, no se prepara para la marcha? Mira, en cambio, la penumbra ante sí… ¿En qué piensa? ¿Qué secreto orgullo lo retiene en la Fortaleza? ¿También él, pues? Míralo, Lagorio, tú que eres su amigo, míralo bien mientras estás a tiempo, haz que su rostro se grabe en tu mente cómo es esta noche, con la nariz fina, las miradas átonas, esa ingrata sonrisa… Quizá un día comprendas por qué no te ha querido seguir, sepas lo que se encerraba tras su frente inmóvil.

Lagorio se marchó a la mañana siguiente. Sus dos caballos estaban esperándolo con el asistente ante la puerta de la Fortaleza. El cielo estaba cubierto y no llovía.

Lagorio tenía una cara satisfecha. Había salido de su habitación sin echarle ni siquiera un vistazo y no se volvió hacia atrás, cuando estuvo al aire libre, para mirar la Fortaleza. Las murallas estaban sobre él sombrías y adustas, el centinela de la puerta estaba inmóvil, no había un alma en la vasta explanada. De una garita, adosada al fuerte, salían rítmicos sonidos de martillo.

Angustina había bajado a despedirse de su camarada. Le hizo una caricia al caballo. «Sigue siendo un hermoso animal», dijo. Lagorio se marchaba, bajaba a su ciudad, a la vida fácil y alegre. Él se quedaba, en cambio, él miraba con ojos impenetrables a su camarada que se ajetreaba en torno a los animales, y se resistía a sonreír.

—Hasta me parece imposible marcharme —decía Lagorio—. Esta fortaleza era para mí una obsesión.

—Ve a saludar a los míos cuando llegues —dijo Angustina sin hacerle caso—. Dile a mamá que estoy bien.

—Quédate tranquilo —respondió Lagorio. Y tras una pausa añadió—: Siento lo de ayer, ¿sabes? Somos muy distintos, en el fondo nunca he entendido lo que tú piensas. Parecen manías tuyas, no sé, pero quizá seas tú el que tenga razón.

—Ni siquiera me acordaba —dijo Angustina, apoyando la diestra en un costado del caballo y mirando al suelo—. No creas que me he enfadado.

Eran dos hombres distintos, que amaban distintas cosas, muy alejados en inteligencia y cultura. Hasta resultaba asombroso verlos siempre juntos, tan grande era la superioridad de Angustina. Pero eran amigos; entre todos, Lagorio era el único que instintivamente lo entendía, sólo él sentía pena por su camarada, casi se avergonzaba de marcharse delante de él, como si fuera una fea ostentación, y no sabía decidirse.

—Si ves a Claudina —dijo aún Angustina con voz inmóvil, dale recuerdos… Aunque, no, es mejor que no le digas nada.

—¡Oh, pero ella me preguntará, si la veo! Sabe perfectamente que estás aquí.

Angustina calló.

—Bueno —dijo Lagorio, que había acabado de colocar, con su asistente, el saco de viaje—, quizá sea mejor que me vaya; si no, se me hace tarde. Hasta la vista.

Estrechó la mano de su amigo y después, con un elegante movimiento, saltó a la silla.

—Adiós, Lagorio —exclamó Angustina—. ¡Buen viaje!

Erguido en la silla, Lagorio lo miraba; no era muy inteligente, pero una oscura voz le decía que quizá nunca volvieran a verse.

Un toque de las espuelas y el caballo echó a andar. Fue entonces cuando Angustina alzó levemente la mano derecha, para hacer un gesto, como para llamar a su camarada, que se detuviese aún un momento; tenía que decirle una última cosa. Lagorio vio el ademán con el rabillo del ojo y se paró a una veintena de metros.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Querías algo?

Pero Angustina bajó la mano, recobrando la actitud indiferente de antes.

—Nada, nada —respondió—. ¿Por qué?

—Ah, me parecía… —dijo Lagorio, perplejo; y se alejó a través de la explanada, bamboleándose en la silla.

NUEVE

Las terrazas de la Fortaleza estaban blancas, como el valle del sur y el desierto del septentrión. La nieve cubría totalmente las escarpas, había extendido un frágil marco a lo largo de las almenas, se precipitaba con pequeñas zambullidas desde los canalones, se desprendía de vez en cuando del costado de los precipicios, sin ninguna razón comprensible, y horribles masas retumbaban humeando en las torrenteras.

No era la primera nieve, sino la tercera o la cuarta, y servía para indicar que habían pasado bastantes días. «Me parece que fue ayer cuando llegué a la Fortaleza», decía Drogo, y era exactamente así. Parecía ayer, pero el tiempo se había consumido lo mismo con su inmóvil ritmo, idéntico para todos los hombres, ni más lento para quien es feliz ni más veloz para los desventurados.

Otros tres meses habían pasado, ni deprisa ni despacio. Navidad se había ya disuelto en lontananza, el año nuevo había llegado también trayendo durante unos minutos a los hombres extrañas esperanzas. Giovanni Drogo se preparaba ya para partir. Se necesitaba aún el formalismo del reconocimiento médico, como le había prometido el comandante Matti, y después podría irse. Él seguía repitiéndose que se trataba de un acontecimiento alegre, que en la ciudad lo esperaba una vida fácil, divertida y quizá feliz, y sin embargo no estaba contento.

La mañana del 10 de enero entró en el despacho del doctor, en el último piso de la Fortaleza. El médico se llamaba Ferdinando Rovina, tenía más de cincuenta años, un rostro flojo e inteligente, un resignado cansancio, y no llevaba uniforme, sino una larga chaqueta oscura de magistrado. Estaba sentado ante su mesa con varios libros y papeles delante; pero Drogo, al entrar casi de improviso, comprendió inmediatamente que no estaba haciendo nada; estaba sentado, inmóvil, pensando en quién sabe qué.

La ventana daba al patio y de éste subía un sonido de pasos cadenciosos porque ya atardecía y comenzaba el cambio de la guardia. Por la ventana se divisaba un trozo del muro frontero y un cielo extraordinariamente sereno. Los dos se saludaron y Giovanni se dio cuenta pronto de que el médico estaba perfectamente al corriente de su caso.

—Los cuervos nidifican y las golondrinas se van —dijo Rovina bromeando, y sacó de un cajón un papel con un formulario impreso.

—Quizá no sepa usted, doctor, que yo vine aquí por un error.

—Todos, hijo mío, han venido aquí arriba por un error —dijo el médico con patética alusión—. Quien más y quien menos, incluso los que se han quedado.

Drogo no entendía del todo y se contentó con sonreír.

—¡Oh, no se lo reprocho! Hacen bien ustedes, los jóvenes, en no enmohecerse aquí —continuó Rovina—. Abajo, en la ciudad, hay oportunidades muy distintas. También yo lo pienso algunas veces, si pudiera…

—¿Por qué? —preguntó Drogo—. ¿No podría conseguir un traslado?

El doctor agitó las manos como si hubiese oído una barbaridad.

—¿Conseguir el traslado? —rió de buena gana—. ¿Después de veinticinco años que llevo aquí? Demasiado tarde, hijo mío; había que pensarlo antes.

Quizá habría deseado que Drogo le llevase la contraria, pero como el teniente calló, entró en materia: invitó a Giovanni a sentarse, hizo que le diera su nombre y apellido, que escribió en el sitio exacto, en la ficha reglamentaria.

—Bien —concluyó—. Usted padece algunos trastornos del sistema cardíaco, ¿no? Su organismo no soporta esta altura, ¿no? ¿Ponemos eso?

—Pongámoslo —asintió Drogo—. Usted es el mejor árbitro para esas cosas.

—¿Prescribimos también un permiso de convalecencia, ya que estamos? —dijo el médico guiñando un ojo.

—Muchas gracias —dijo Drogo—, pero no quisiera exagerar.

—Como quiera. Nada de permiso. Yo, a su edad, no tenía semejantes escrúpulos.

Giovanni, en lugar de sentarse, se había acercado a la ventana y miraba de vez en cuando hacia abajo, a los soldados alineados sobre la blanca nieve. El sol acababa de ponerse, entre las murallas se había difundido una penumbra azul.

—Más de la mitad de ustedes quiere marcharse después de tres o cuatro meses —estaba diciendo con cierta tristeza el doctor, ahora también envuelto en sombras, hasta el punto de que no se entendía cómo veía para escribir—. También yo, si pudiera volver atrás, haría como ustedes… Pero, después de todo, es una lástima.

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