Una vaga palidez había aparecido en el rostro de Drogo, que miraba, petrificado. El centinela próximo se había detenido y un desmesurado silencio parecía haber descendido entre los halos del crepúsculo. Después Drogo preguntó, sin apartar la vista:
—¿Y detrás? ¿Qué hay detrás de aquellas rocas? ¿Todo igual, hasta el fondo?
—Nunca lo he visto —respondió Morel—. Hay que ir al Reducto Nuevo, aquel de allá abajo, en la cima de aquel cono. Desde allí se ve toda la llanura de delante. Dicen… —y calló.
—Dicen… ¿Qué dicen? —preguntó Drogo, y una insólita inquietud temblaba en su voz.
—Dicen que son sólo piedras, una especie de desierto, piedras blancas, dicen, como si fuera nieve.
—¿Sólo piedras? ¿Nada más?
—Eso dicen, y algunas charcas.
—Pero en el fondo, al norte, ¿es que no se ve nada?
—En el horizonte suele haber niebla —dijo Morel, que había perdido la cordial exuberancia de antes—. Están las nieblas del norte, que no dejan ver.
—¡Nieblas! —exclamó Drogo, incrédulo—. No estarán siempre, algún día el horizonte será claro.
—Casi nunca es claro, ni siquiera en invierno. Pero hay quien dice haber visto…
—¿Dicen haber visto? ¿Qué?
—Lo habrán soñado… Vete tú a creerles a los soldados. Uno dice una cosa, otro dice otra. Algunos dicen haber visto unas torres blancas, o bien dicen que hay un volcán que humea, y que de allí salen las nieblas. Hasta Ortiz, el capitán, asegura haberlo visto, hará ahora unos cinco años. De creerlo, hay una larga mancha negra, deberían de ser bosques.
Callaron. ¿Dónde había visto ya Drogo aquel mundo? ¿Lo había vivido quizá en sueños o lo había construido al leer alguna vieja fábula? Le parecía reconocer las bajas rocas caídas, el valle tortuoso sin árboles ni verde, aquellos precipicios sesgados y por último aquel triángulo de desolada llanura que las rocas de delante no lograban ocultar. Ecos profundísimos de su alma se habían despertado, y él no sabía entenderlos.
Ahora Drogo miraba el mundo del septentrión, la landa deshabitada a través de la cual los hombres, se decía, nunca habían pasado. Jamás por allí habían llegado enemigos, jamás se había combatido, jamás había ocurrido nada.
—¿Qué? —preguntó Morel, buscando un tono jovial—. ¿Qué? ¿Te gusta?
—¡Hombre!… —Drogo sólo supo decir esto. Deseos confusos revoloteaban en su interior, junto con insensatos miedos.
Se oyó una corneta, un pequeño sonido de corneta, quién sabe dónde.
—Es mejor que te vayas ahora —aconsejó Morel.
Pero Giovanni pareció no oírlo, atento a buscar algo entre sus propios pensamientos. Las luces de la tarde se debilitaban, y el viento, despertado por las sombras, rozaba las arquitecturas geométricas de la Fortaleza. Para entrar en calor, el centinela había vuelto a andar, mirando de vez en cuando a Giovanni Drogo, desconocido para él.
—Es mejor que te vayas ahora —repitió Morel, cogiendo a su colega de un brazo.
Muchas veces había estado solo: en algunos casos, de niño, perdido en el campo, otras veces en la ciudad nocturna, en las calles habitadas por el crimen, y hasta la noche antes, que había dormido por el camino. Pero ahora era algo muy distinto, ahora que había acabado la excitación del viaje y sus nuevos colegas estaban ya durmiendo, y él se sentaba en su cuarto, a la luz de la lámpara, en el borde de la cama, triste y desamparado. Ahora sí que entendía en serio qué era la soledad (una habitación nada fea, toda recubierta de madera, con una gran cama, una mesa, un incómodo sofá, un armario). Todos habían sido amables con él, en la mesa habían descorchado una botella en su honor, pero ahora se les daba un ardite de él, lo habían olvidado ya por completo (sobre la cama un crucifijo de madera, al otro lado un viejo grabado con una larga inscripción cuyas primeras palabras se leen:
Humanissimi Viri Francisci Angloisi virtutibus
). Nadie entraría a saludarlo durante toda la noche; nadie en toda la Fortaleza pensaba en él, y no sólo en la Fortaleza, probablemente tampoco en todo el mundo había un alma que pensase en Drogo; cada uno tiene sus ocupaciones, cada uno apenas se basta a sí mismo, hasta la madre, podía ser, hasta ella en ese momento tenía en la cabeza otras cosas, él no era su único hijo, en Giovanni había pensado todo el día, ahora les tocaba a los otros. Muy justo, admitía Giovanni, sin una sombra de reproche; pero mientras tanto él estaba sentado en el borde de la cama, en la habitación de la Fortaleza (grabado en la madera de la pared, lo notaba ahora, coloreado con extraordinaria paciencia, un sable de tamaño natural, que a primera vista incluso podía parecer auténtico, meticuloso trabajo de algún oficial, quién sabe hace cuántos años), estaba sentado, pues, en el borde de la cama, con la cabeza un poco inclinada hacia adelante, la espalda encorvada, miradas átonas y pesadas, y se sentía solo como nunca en su vida.
Drogo se levantó con un esfuerzo, abrió la ventana, miró hacia fuera. La ventana daba al patio y no se veía nada más. Como miraba hacia el sur, Giovanni trató en vano de distinguir, en la noche, las montañas que había atravesado para llegar a la Fortaleza; resultaban más bajas, ocultas tras el muro frontero.
Sólo había tres ventanas iluminadas, pero pertenecían a su misma fachada, de modo que no se veía su interior; su halo de luz y el de la habitación de Drogo se grababan en el muro opuesto, agigantados, y en uno de ellos se agitaba una sombra, quizá un oficial que estaba desnudándose.
Cerró la ventana, se desnudó, se metió en la cama, se quedó unos minutos pensando, mirando al techo, también revestido de madera. Se había olvidado de traer algo para leer, pero esa noche no le importaba porque tenía mucho sueño. Apagó la lámpara; poco a poco de la oscuridad emergió el rectángulo claro de la ventana y Drogo vio brillar las estrellas.
Le pareció que un entorpecimiento repentino lo arrastraba al sueño. Pero estaba demasiado consciente. Una barahúnda de imágenes, como de sueño, pasaron ante él, comenzaban incluso a formar una historia; pero tras unos instantes advirtió que estaba aún despierto.
Más despierto que antes, pues lo impresionó la vastedad del silencio. Lejanísima, aunque, ¿sería real?, le llegó una tos. Después, cercano, un fláccido «ploc» de agua, que se propagó por los muros. Una pequeña estrella verde (la veía, quedándose él inmóvil) estaba alcanzando, en su viaje nocturno, el límite superior de la ventana, dentro de poco habría desaparecido; centelleó un instante exactamente sobre el borde negro, y después desapareció, en efecto. Drogo quiso seguirla un poco más, desplazando la cabeza hacia adelante. En ese momento se oyó un segundo «ploc», parecido al zambullirse de un objeto en el agua. ¿Se repetiría otra vez? Esperó al acecho el sonido, ruido de subterráneos, de charcas, de casas muertas. Pasaron minutos inmóviles, un silencio absoluto parecía por fin incontrovertible señor de la Fortaleza. Y de nuevo se agolpaban en torno a Drogo insensatas imágenes de la vida lejana.
«¡Ploc!», ahí estaba otra vez el odioso sonido. Drogo se sentó. Conque era un ruido de repetición; además, los últimos sonidos no habían sido menores que el primero, no podía ser, pues, un goteo a punto de terminar. ¿Cómo era posible dormir? Drogo recordó que al lado de la cama colgaba un cordón, quizá de una campanilla. Probó a tirar, el cordón cedió y en un remoto recoveco del edificio respondió, casi imperceptiblemente, un breve tintineo. ¡Qué estupidez, pensó ahora Drogo, llamar por semejante fruslería! ¿Quién habría de acudir?
En el corredor, fuera, resonaron poco después unos pasos, se acercaron cada vez más, alguien llamó a la puerta.
—¡Adelante! —dijo Drogo.
Apareció un soldado con una linterna en la mano:
—¡A sus órdenes, mi teniente!
—Aquí no se puede dormir, ¡por Dios! —dijo Drogo, enfureciéndose en frío—. ¿Qué es ese asqueroso ruido? Alguna cañería que se sale; ocúpate de arreglarla, no se puede dormir; a veces basta con poner debajo un trapo.
—Es el aljibe —respondió el soldado inmediatamente, como experto en el asunto—. Es el aljibe, mi teniente, no hay nada que hacer.
—¿El aljibe?
—Sí, mi teniente —explicó el soldado—. El aljibe del agua, justamente detrás de esa pared. Todos se quejan, pero no se ha podido hacer nada. No se oye sólo desde aquí. También el capitán Fonzaso chilla de vez en cuando, pero no hay nada que hacer.
—Vete, vete, entonces —dijo Drogo.
La puerta se cerró, los pasos se alejaron, se amplió nuevamente el silencio, brillaron las estrellas en la ventana. Giovanni pensaba ahora en los centinelas que a pocos metros de él caminaban como autómatas de un lado a otro, sin una pausa de respiro. Decenas y decenas de hombres estaban despiertos, mientras él yacía en la cama, mientras todo parecía inmerso en el sueño. Decenas y decenas —pensaba Drogo—, pero ¿por quién?, ¿para qué? El formalismo militar parecía haber creado, en aquella fortaleza, una insana obra maestra. Cientos de hombres para custodiar un desfiladero por el que nadie pasaría. Irse, irse lo más pronto posible —pensaba Giovanni—, salir fuera, al aire, salir de aquel misterio neblinoso. Oh, la decente casa; a estas horas su madre estaba durmiendo, con seguridad, con todas las luces apagadas; a menos que no pensara por un momento en él, era muy probable, la conocía bien, le preocupaba la más pequeña cosa y por la noche daba vueltas en la cama sin encontrar descanso.
De nuevo el rebosar del aljibe, de nuevo otra estrella que se perdió tras el recuadro de la ventana, aunque su luz seguía llegando al mundo, a las escarpas de la Fortaleza, a los ojos febriles de los centinelas, pero ya no a Giovanni Drogo, que esperaba el sueño, atormentado ahora por siniestras ideas.
¿Y si las sutilezas de Matti no fueran sino una comedia? ¿Y si en realidad, incluso pasados cuatro meses, no lo dejaran marcharse? ¿Si con sofísticos pretextos reglamentarios le impedían volver a ver la ciudad? ¿Tendría que quedarse allá arriba, años y años, y en aquella habitación, en aquella cama solitaria, se consumiría su juventud? Qué absurdas hipótesis, se decía Drogo, dándose cuenta de su necedad… Y, sin embargo, no conseguía desecharlas, al poco rato volvían a tentarlo, protegidas por la soledad de la noche.
Le parecía sentir crecer a su alrededor una oscura trama que intentaba retenerlo. Probablemente ni siquiera se trataba de Matti. Ni éste, ni el coronel, ni ningún otro oficial se interesaban para nada por él. Desde luego les daba igual que se quedara o se marchara. Sin embargo, una fuerza desconocida trabajaba contra su regreso a la ciudad, quizá brotaba de su propia alma, sin que él lo advirtiese.
Después vio un atrio, un caballo por un camino blanco, después le pareció que lo llamaban por su nombre y lo asaltó el sueño.
Dos tardes después Giovanni Drogo subió por primera vez de servicio al tercer reducto. A las seis de la tarde formaron en el patio las siete guardias: tres para el fuerte, cuatro para los reductos laterales. La octava, para el Reducto Nuevo, se había marchado antes, porque había bastante camino por recorrer.
El sargento primero Tronk, vieja criatura de la Fortaleza, había traído a los 28 hombres del tercer reducto, más un corneta que hacía el 29. Todos eran de la segunda compañía, la del capitán Ortiz, a la que Giovanni había sido destinado. Drogo tomó el mando y desenvainó la espada.
Las siete guardias entrantes estaban alineadas, y desde una ventana, según la tradición, las observaba el coronel jefe de la plaza. En la amarilla tierra del patio formaban un dibujo negro, hermoso a la vista.
El cielo, barrido por el viento, resplandecía sobre las murallas, cortadas diagonalmente por el último sol. Una tarde de septiembre. El subjefe, teniente coronel Nicolosi, salió por la puerta de la Comandancia, cojeando a causa de una vieja herida, y se apoyaba en la espada. Ese día estaba de servicio de inspección el gigantesco capitán Monti; su voz ronca dio las órdenes y todos al tiempo, absolutamente al tiempo, los soldados presentaron armas, con un poderoso estruendo metálico. Se hizo un vasto silencio.
Entonces, uno tras otro, los trompeteros de las siete guardias lanzaron los toques de costumbre. Eran las famosas trompetas de plata de la Fortaleza Bastiani, con cordones de seda roja y oro, y un gran escudo colgado. Su voz pura se ensanchó por el cielo y vibraba con ella el inmóvil enrejado de las bayonetas, con vaga sonoridad de campana. Los soldados estaban quietos como estatuas, sus rostros militarmente herméticos. No, no se preparaban para los monótonos turnos de guardia; con esas miradas de héroes parecía —desde luego— que iban a esperar al enemigo.
El último tañido quedó mucho tiempo en el aire, repetido por las lejanas murallas. Las bayonetas centellearon todavía un instante, bruñidas contra el cielo profundo, y después fueron tragadas por la formación, apagándose simultáneamente. El coronel había desaparecido de la ventana. Resonaron los pasos de las siete guardias que se esparcían hacia las respectivas murallas, a través de los laberintos de la Fortaleza.
Una hora después Giovanni Drogo estaba en la terraza que coronaba el tercer reducto, en el mismo punto donde la tarde anterior había mirado hacia septentrión. Ayer había ido a curiosear como un viajero de paso. Ahora era el amo, en cambio; durante veinticuatro horas todo el reducto y cien metros de murallas dependían sólo de él. Cuatro artilleros, bajo sus pies, en el interior del fortín, se ocupaban de los dos cañones apuntados hacia el fondo del valle; tres centinelas se repartían el borde perimétrico del reducto, otros cuatro estaban escalonados a lo largo del murallón, hacia la derecha, con veinticinco metros para cada uno.
El relevo con los centinelas salientes se había producido con meticulosa precisión ante los ojos del sargento primero Tronk, especialista en los reglamentos. Tronk llevaba veintidós años en la Fortaleza y ahora ya ni siquiera se movía de ella en los períodos de permiso. Nadie conocía como él cada rincón de la fortificación, a menudo los oficiales se lo encontraban por la noche girando una visita de inspección, en la más negra oscuridad, sin la mínima luz. Cuando él estaba de servicio, los centinelas no abandonaban ni un instante el fusil, no se apoyaban en las murallas y hasta evitaban detenerse, porque las paradas sólo estaban permitidas en casos excepcionales; Tronk no dormía en toda la noche y vagaba con pasos silenciosos por el camino de ronda, haciéndolos estremecerse. «¿Quién va? ¿Quién va?», preguntaban los centinelas, embrazando el fusil. «Gruta», respondía el sargento primero. «Gregorio», decía el centinela.