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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (11 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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Las enfermeras se dirigían a ella con particular deferencia y satisfacían —incluso adivinaban— todos sus deseos, por lo que supuse que debía ser hija de algún médico accionista de la clínica o que provenía de alguna familia con influencia política. Era muy joven y me dijo: «Sabes, tengo un primo allá de ustedes. Se fue al final de la guerra, apenas levantaron las restricciones a los emigrantes. Se llama Peter Schweppes ¿No lo conoces?»

—No, hay mucha gente allá. ¿Por qué partió?

—Estupideces… cosas de la política.

Una a una, las otras operadas se volvieron a sus habitaciones, y quedamos solos. La enfermera de guardia nocturna nos sonrió y dijo: «Andad a dormir, que ya es tarde… tanto… ¿cosa queréis hacer?»

—No sé qué me sucede, no tengo sueño —comentó la morochita.

Conversamos hasta muy tarde. Me dijo que se llamaba «Sandie» Mellein, que todavía iba a la escuela secundaria y que vivía en Milán, con su padre. Me confesó una ristra de intimidades, pero en aquellos años era habitual que un extraño comentase su vida privada en el primer encuentro, por la divulgación desmesurada que tenían las teorías freudianas. Esas charlas no revelaban nada importante de la persona que se confesaba, pero —en aquel entonces— servían para romper rápidamente el hielo y entablar una relación cercana. Después de un par de horas, las revelaciones íntimas y trascendentes se repetían hasta el cansancio. La conquistada franqueza servía para darnos cuenta de que los sujetos se agotaban rápido.

—¿Sandie es abreviatura de Sandra o de Sarah? —pregunté—. Pero ella se encogió de hombros sin resolver la duda. La manera de hablar de Sandie era precipitada. Por causa de esas mismas vendas que la embozaban, más la hinchazón de los ojos, yo no conseguía distinguir sus rasgos. Al farfullar detrás de las vendas, revoleaba su mano izquierda en vuelos que hubieran debido subrayar su discurso, pero que en definitiva actuaban completamente divorciados de las palabras.

Me contaba, además, banalidades simpáticas sobre sus compañeras de escuela y su familia; tenía un modo fresco de equivocarse. Advertí que usaba palabras inglesas como
beach-boys
, a propósito de sus vacaciones en Hawai, o «cereal» (lo pronunciaba «siria», y la ele final apenas si asomaba por su garganta con una hipercorrección pedante) a propósito del desayuno que había ordenado para la mañana siguiente. Sin preguntárselo, me dijo su edad: diecisiete… y me preguntó la mía.

—¡Ah! Veintitrés. Eres ya un hombre.

«Seis años de diferencia no deberían ser tantos —me dije—, Arón le llevaba veinte a Eligia.» Traté de seguir las palabras banales de Sandie, pero de pronto me asaltó desde adentro una frase rotunda: «Así terminaron».

Tuve el impulso de volver al cuarto o ir al bar. Para desterrar tentaciones, volqué toda mi atención sobre mi interlocutora. Su familia pertenecía a la ciudad, donde fabricaban desde mucho tiempo atrás las medias para mujer «Cavaliere Marco» y, recientemente, telas para ropa. Le pregunté sí no convenía un nombre más femenino, algo como «Piel Suave» o «Durazno», pero resultó que el tatarabuelo fundador de la empresa se había llamado Marco y las medias se seguirían llamando «Marco».

Lucía un peinado cuidado, batido y con un flequillo sobre la frente, auténtica hazaña de coquetería, si se consideraba que un día antes le habían aplicado anestesia total, y algún ignoto cirujano interno le desmenuzó la nariz a martillazos.

Me esforcé por recordar si la había visto antes de la operación, pero, o no la había visto, o no me había impresionado. Perdí así la última oportunidad de conocer a Sandie al natural. Luego se había abalanzado voraz sobre el borrón y cuenta nueva. Notaba en ella la prisa por estrenar con coqueterías su otra cara, de medir su poder. Un extranjero era el terreno apropiado para esos experimentos. Se le transparentaba la intención de vivir el primer amor de su nueva bella vida, de convertir ese romance en un tapón de los años anteriores, los años de las narices largas. Yo había sido elegido como terreno experimental de sus seducciones, testigo que debía desaparecer cuando los mohines estuvieran perfeccionados.

—Tengo un alma un poco difusa, como si una pantalla de pergamino se interpusiese entre mi conciencia y mi inconsciente. Mi conciencia es nocturna, lunar, como dice el horóscopo de
Bella
… Lo confirma una psicóloga norteamericana que, basándose en Freud, ha establecido las categorías científicas del carácter femenino, en un libro que se llama
The Goddess you will be
. Por la falta temprana de la mamá y el tipo de relación que establecí con el papá, queda clarísimo que me rigen divinidades que simbolizan la liberación por mérito propio, como Atenea o Shiva. Ahora que voy a ser bella, debo superar esta tendencia que tengo a explorar mi preconsciente, a actuar según las órdenes del ello,
the it
. Debo esforzarme por mirar en el espejo sin complejos. Para una ariana como yo, ésta es la época adecuada para los grandes cambios. Por eso decidí operarme ahora. ¿Tú lo sabías que, para Freud, la anatomía es el destino? Por lo tanto, la manera más directa para influir sobre el destino es una bella cirugía plástica. Hay una psíquica, aquí en Milán, que está a trabajar en una combinatoria de las teorías de Freud con los astros. La he consultado antes de hacerme operar, por supuesto, y me dijo que las mías pulsiones cósmicas me modelarán desde el interno, apoyando el modelado exterior del profesor Calcaterra, gracias a una conjunción de Júpiter y Saturno. Ahora que el ascendiente de Júpiter influye sobre mi nariz, empieza el mejor período para cambiar la mía antigua personalidad…
It’s the right way
.

Etcétera.

—Cuando yo esté mejor, vienes de nosotros, a casa —me dijo de pronto, con seguridad, como si ya ejerciese algún dominio sobre su primer admirador.

A la mañana siguiente, Eligia, todavía muy abotagada por la operación de dos días atrás, me pidió que le leyese la nota de tapa de una revista de actualidad que había llegado con el último envío:

«Les presentamos este documento, que es el fruto de una de las investigaciones más detalladas que se hayan realizado en Sudamérica por un medio periodístico. Gracias a ella, y después de casi un año en que nuestros sabuesos encontraban y perdían el rastro complicado y secreto, podemos escribir lo que debe ser considerado como la verdad definitiva sobre uno de los misterios más celosamente guardados de estos tiempos: el destino del cuerpo embalsamado de la esposa del General que dominó la historia del siglo veinte en estas latitudes. Nos enorgullecemos de haber tenido éxito allí donde los mejores corresponsales extranjeros fracasaron. El material que presentamos en este artículo está respaldado por declaraciones firmadas y cintas magnetofónicas guardadas en lugares seguros…

»Con su habitual energía, la esposa del General luchaba contra sus enemigos de siempre, los ricos. Cuando le sugirieron que viese a un médico por sus hemorragias cada día más frecuentes, contestó indignada: “¡Ni loca! Los médicos son todos oligarcas. ¡Me quieren eliminar!”

»Mientras la mujer se negaba a atenderse, un eminente científico extranjero abría sus ojos asombrado ante un emisario secreto del gobierno.

»—¡Pero cómo se le ocurre que puedo aceptar una propuesta así! Si la señora está viva. ¡Cómo quiere que me ocupe de ella! Es sacrílego.

»El gran científico no era oncólogo ni médico clínico; su especialidad, el embalsamamiento. Después de una vida de estudios y experimentos, había desarrollado un método asombroso para conservar los cuerpos casi intactos.

»Sin embargo, a medida que el desenlace era evidente y los honorarios ofrecidos crecían, el genio fue cediendo y, media hora después del deceso, el científico instaló su complejo instrumental, que incluía enormes tinas con grúas y otros complicados aparatos, los cuales se emplean habitualmente para manipular a las víctimas de quebraduras múltiples o de quemaduras muy graves y extensas.

»El método del profesor estaba tan perfeccionado que permitía completar el “tratamiento de eternidad” sin tocar el cuerpo, estragado por la agonía. El científico ordenó un secreto absoluto en los cuartos del Palacio Presidencial en los que desarrolló su labor. Había un motivo para tanta reserva. El cadáver debía ser deshidratado y disecado completamente antes de devolverle su belleza para siempre. Nadie traicionó el secreto.

»Sólo habló un mandadero poco confiable, un adolescente apenas. Dijo que echó un vistazo a través de una puerta que se entreabrió fugazmente. Palidece y menciona una terrible momia arrugada, de una piel petrificada como un mineral morado, de rebordes que cercaban oscuros abismos de la carne muerta y evaporada. Pero todo esto permanece en la imaginación de un pobre joven que abrió la boca una vez y desapareció para siempre. ¿Encerrado de por vida en un manicomio, como aseguran algunos? ¿Ajuste de cuenta con un bocón, por parte de los custodios? ¿Simple modestia? Toda especulación es inútil. Ese período permanecerá en el secreto para siempre. Lo obvio fue la belleza del resultado final, pero durante el largo tratamiento de casi dos años, ni siquiera el General se animó a mirar a su esposa. Una sola vez vio el cuerpo de su mujer, de lejos y sumergido en esteres perfumados. El curtido militar palideció hasta el punto que sus escoltas temieron un infarto.

»Finalmente, de las habitaciones que algunos ordenanzas llamaban con temor la “clínica de la Eternidad”, salió no ya la esposa del Presidente, sino una muñeca angelical: era ella sin duda, pero cuando tenía doce años, cuando su belleza había sido más perfecta, su piel más blanca e impecable y su alma no había sufrido todavía los desgarramientos de la política y la enfermedad. Por su parte, el gran sabio declaró a la prensa: “Es un trabajo perfecto. Este cuerpo es imputrescible, eterno. Sólo lo podrían destruir el fuego o algunos ácidos.”»

—¿Hay fotos del cuerpo embalsamado? —me preguntó Eligia.

—No, sólo de ella cuando vivía —le contesté.

No se interesó en mirarlas. El artículo seguía con una serie increíble de peripecias que el cuerpo de la mujer sufrió desde que el General fue depuesto hasta que la momia desapareció. Todas las pistas que se siguieron resultaron falsas, incluso algunas que conducían a Europa.

Eligia se mostró particularmente interesada cuando el ex-presidente civil y constitucional que la había nombrado a Eligia al frente de la educación primaria, y que dirigía el partido al cual ella pertenecía (partido de personas tan estudiosas y razonables que parecían todo lo opuesto a los fogosos partidarios del General, y por consiguiente terminaron siendo sus aliados) declaraba en la nota que el cuerpo había sido destruido con ácido. Según los rumores, eran precisamente los amores de Eligia con ese presidente los que habían desatado la furia de Arón.

Se cronicaban luego en el artículo aventuras aun más increíbles. Terminaba con un informe secreto, redactado según parece por alguno de los militares que con tanto éxito habían planeado la desaparición del cuerpo. Los párrafos finales situaban la acción en un barco:

«Después de unos minutos emergió, por la escalera que daba a los camarotes, la figura del sacerdote, impuesto ya con los hábitos. Apoyado contra la borda estaba el cajón, sobre una tabla que serviría de improvisada plancha de deslizamiento. En medio de un silencio tenso, el sacerdote ofició la ceremonia. El responso se alzó lúgubre, seco, sobre la cubierta de la embarcación. La cadencia de las palabras rituales pareció sedante; los hombres bajaron la cabeza y escucharon el amén final.

»Después, reducido a su pequeñez material, el ataúd se deslizó por la borda, golpeó el agua con un chasquido, flotó unos instantes y se hundió lentamente.

»El marino no pudo menos que asomarse a contemplar ese remolino tan simple, tan definitivo; la sonda indicaba en ese punto veinticinco metros de profundidad…»

Interrumpí la lectura para sacarme una vieja duda de encima.

—Cuando a los diez años me llevaron a la cárcel de mujeres con vos, ¿fue por orden de ella?

—No sé.

—Pero vos organizaste un acto de homenaje a la esposa del Libertador, una mujer del siglo pasado «tan de su hogar», el mismo día en que los generalistas realizaron una marcha en homenaje a la esposa del General.

—Sí. Pero a nuestro acto fueron cuarenta personas y al de ella doscientas mil.

—De todas maneras, se odiaban.

Ella pensó largamente antes de responder «sí».

Luego de la lectura, oímos golpes suaves en la puerta. Era Sandie; ya había despachado su «síria-1». La hice pasar y las presenté con curiosidad.

—Cómo va señora. Las enfermeras me han hablado tanto de usted.

Siempre me había resistido a invitar gente al cuarto de Eligia, sin saber cómo le caerían a ella. Me decía que era necesario tener en cuenta que no podía levantarse e irse si algo le molestaba, pero, además, me invadía el sentimiento de que la visita de alguien que no perteneciese a la clínica resultaba una presencia que me ofendía.

Eligia miró la hinchazón de los ojos de Sandie —toda esa sustancia sobrante— y le dirigió unas pocas palabras muy amables. Sandie no necesitó más para disparar con simpatía sus anglicismos y revolear la mano sin ton ni son. No se quedó mucho tiempo. Se le escapó un:

—Después de mañana, cuando Marte entre bajo la influencia de Venus, será un buen momento para trabajar sobre la catexis de nuestro narcisismo secundario. ¡Estoy segura de que mejorará mucho!

Antes de irse, insistió en que la llamase, me dio su teléfono y me susurró…

—… y si no me llamas tú, te llamo yo.

Cuando fue a despedirse de Eligia, se acercó a ella con su mejilla extendida y los labios fruncidos al aire, para darle uno de esos besos de mujeres —
cheek to cheek
—, pero advirtió a tiempo la
gaffe
, y se frenó con una sonrisa. Los brazos de Sandie eran de una piel cetrina que parecía una sustancia impenetrable y opaca, que se podía derretir pero no abrir. Se le veían varios lunares en el cuello y me pregunté por qué no se los operaba también, hasta que caí en la cuenta de que, por la manera en que los mostraba, debía creer que la hacían interesante. En cuanto a su cara, era para mí un misterio sin descubrir; cita a ciegas.
Blind-date
, hubiera dicho Sandie.

Desde la gran cama no se oyó ningún sonido cuando partió, pero varios minutos después se oyó un murmullo entre las sábanas:

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