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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (13 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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Sobre la pared, frente a mi lugar en la mesa, colgaba una imagen del siglo XVI que yo nunca me hubiera atrevido a concebir. En el marco, una placa de metal rezaba «El Jurisconsulto». Bajo un capote con cuello de pieles, se veía parte de un chaleco muy adornado con flores bordadas, sobre el cual caía una gruesa cadena de oro, señal de que el personaje representado gozaba del favor del emperador, pero de la cadena colgaba una medalla sin inscripción ni figuras. Por debajo del chaleco, allí donde debía estar el cuerpo del retratado cubierto por una camisa, aparecían en cambio tres gruesos volúmenes, uno sobre otro, que, a tapa cerrada, se los adivinaba áridos y soporíferos. La gorguera era de hojas de papel escritas, y un casquete negro cubría la cabeza.

Todos estos elementos, representados con mucha naturalidad, enmarcaban el rostro más extraño que yo hubiera visto en mi vida, compuesto por pollos desplumados y amañados de tal manera que un ala constituía el arco superciliar, otro pollito, entero, formaba la enorme nariz, y un muslo con pata componía la mejilla. Un pescado aparecía doblado sobre sí mismo, de manera que su boca era también la boca del retratado, mientras que la cola simulaba una barba.

El pollito de la nariz, desplumado como sus congéneres en el retrato, colocaba su cabeza de manera que su ojo fuese también el ojo del jurisconsulto. Cuando presté atención a ese detalle recibí el golpe: el pollito estaba desplumado y vivo. Esa mirada tenía una cualidad que yo no había visto nunca: en un momento, se percibía un aire de víctima asombrada; pero si el espectador ponía distancia, el ojo adquiría un brillo distinto, que revelaba una mente siniestra de estratego. Nunca, en mi sostenido interés por el arte, había visto un «anamorfismo psíquico» tan marcado, de manera que el mismo punto de vista y las mismas pinceladas representasen, a la vez, la inocencia más despojada y el cálculo frío y despiadado. Para el espectador, no era necesario cambiar el lugar de observación si quería percibir la diferencia; el esfuerzo debía ser interior. Quien escrutase ese retrato, debía forzar en sí mismo un cambio de ánimo, de atención, si quería ver los dos aspectos del mismo ojo pintado. Me sorprendió que esa cara imaginada cuatrocientos años atrás conservase el poder de revelar dos estados de signo moral contrarios y superpuestos. Reconocí en la segunda mirada que despedía el retrato —la fría y despiadada— una materia tan atenta al mal que había perdido conciencia de sí misma y exhalaba esa misma cualidad maligna de no poder reconocerse, que yo hasta entonces le había atribuido a las rocas, esa perversidad más allá de las posibilidades humanas, instrumento de la transrazón, que de pronto encontraba yo encarnada desde tiempos remotos, como si las rocas conformasen, detrás de la carne sin plumas, una aterradora y escondida referencia al desierto.

* * *

—Veo que le place mi Arcimboldi. Mi marchand dice que ahora vale una fortuna. ¿Usted lo sabía que era un pintor de aquí, de Milán? Al Duomo se pueden ven algunas vidrieras dibujadas de él. Hago sentar a mis visitas allí, precisamente donde está usted, porque cada una ve cualidades diferentes en ese cuadro. A mí me divierte ver las reacciones de los que miran ese retrato. Hay quienes me piden que los cambie de lugar… Usted me dice que ve dos estados de ánimo localizados en el mismo punto del ojo, pero que no coinciden nunca en el mismo tiempo… que se siente como si le hubiesen hecho tragar por fuerza una contradicción que no quiere llevar en su interior, que de ninguna manera le ha estimulado su apetito. Curioso. Yo veo allí claramente la falta de voluntad. Piense, ¿de dónde proviene la fascinación de ese retrato, si no es del contraste tan evidente entre las ropas y los libros del jurista, que simbolizan un orden social, y el caos de esa cara? Ese contraste hace evidente, para mí, aquello que está ausente en el cuadro. ¿Sabe qué le falta a esta carne de pollo desplumada y en contacto con otras carnes que no son de su raza, como la del pescado? ¡Voluntad! Voluntad de acción, de dominar, de cohesionarse… ¿Pero lo sabía usted que Arcimboldi conocía los cuadernos y escritos de Leonardo? ¿Sabe qué cosa hizo Arcimboldi con las enseñanzas de Leonardo? ¡Se las fregó en los pantalones! ¡Bueno, así también somos yo y mis amigos! Que no nos vengan con idealismos florentinos. Nosotros somos gente de acción, de trabajo, hasta en el arte. Usted que muestra tanta sensibilidad, tiene mucho para aprender en esta ciudad. No soy yo, modesto comerciante, quien se lo podría enseñar, pero algún día le presentaré a mi amigo marchand, que fue quien me explicó el significado de esta pintura y su valor. Heredé el cuadro y estos muebles de sala de comer de la mamá de Sandie, pero la mía difunta esposa tenía la cabeza plena de prejuicios tradicionalistas… No me diga que este Arcimboldi no veía las cosas con audacia degenerada. Lo odio tanto que me fascina. ¡Nada de perspectiva, ni espacio racional, ni movimiento localizado! Según mi marchand, Arcimboldi descubrió que la yuxtaposición, la falta de perspectiva y de escala, desnudan la carne mucho más que todas esas reflexiones tan racionales. Con perspectiva, sólo hay copia de la naturaleza; sólo la falta de escala permite la mezcla de carnes, la expresión de la irracionalidad de cada ser, que así, por ausencia de normas, se convierte en carne disponible para el tenedor o el cañón. Para comer o hacer la guerra, hay que dejar de lado la razón. Arcimboldi hizo de la enciclopedia un laberinto; de Linneo un guiso; de la anatomía un bocado, y todo ello antes de que existiesen la Enciclopedia, Linneo y la Anatomía. ¡Con cuatro pinceladas! Pero nuestro artista milanés no eligió cualquier tema. Eligió como motivo central materias orgánicas, comestibles. Es aun más famoso por sus caras compuestas con frutas jugosas y grandes hortalizas.

—Sí, sí… He visto algunos de esos en Viena y en mi país.

—En su país no puede haber Arcimboldi frutales. No tienen suficiente cultura, allá abajo; además, valen una fortuna desde que apareció esta historia del surrealismo. Y mucho menos puede haber de ustedes estos Arcimboldi que mi marchand llama «carnales», hechos con lechones, piezas de caza, pescados y pollos. Me pregunto si armaría verdaderos modelos antes de pintar. Se imagine, los sirvientes aguardando que termine el trabajo del amo para poder darse un atracón con el modelo… Una cara de pollos asados sobre un cuerpo de libros. ¡Antropología gastronómica! ¡Sabiduría intestinal! Una cabeza de materias consumibles por el diente y un cuerpo que se consume con los ojos. ¿Puede imaginarse algo más sensual que la cara como deseo del estómago? Para colmo, del estómago del otro: la cara comestible! La figura, el pensamiento y la acción, todos reunidos en el mismo acto… Eso es Milán, el lugar donde el poder siempre es auténtico. Aquí se fundaron los fascios, que eran la fuerza de voluntad del escuadrismo. Después se fueron a Roma… y Roma, ya se sabe… Milán no quiere ser Roma. Allá abajo ha sido siempre el reino de la burocracia y el calor. ¡Antilavorativa! El expediente en lugar del trabajo. No, Milán no quiere ser Roma. No necesita esas oleadas de turismo en verano. Milán es siempre ella misma, la única ciudad italiana que permanece italiana todo el año. Milán también pudo ser Venecia, ¿sabía? Todavía recuerdo los navigli, la red de canales con un puerto completo en Porta Ticinese. Me recuerdo perfectamente de los viejos navigli, con los puentes y las escaleras de piedra que bajaban hasta el agua. No había tanto dorado y bambolla como en Venecia, pero si hubiésemos querido, bastaba un poco de «saneamiento arquitectónico» y ¡una segunda Venecia!, o por lo menos una ciudad de Brujas. Pero no. Aquí decidimos cubrir los canales, enterrar a Venecia… Sí, es verdad, no necesitamos a esos turistas irrespetuosos. Nosotros, los milaneses, el milagro italiano lo hacemos con nuestras propias manos. Además, aquí no hacen falta milagros, ¡hace falta orden y espíritu de lucha! ¡Alguien que ponga orden! Milán es luchadora. Usted cree que antes, con el fascismo, era otra ciudad. ¿No es verdad que cree eso? ¡Me diga!

—¡No! Si yo pienso igual que usted.

—A mí no me molesta esta democracia, en tanto hay negocios para hacer, pero reconozco que aquel Mussolini de los primeros tiempos era todo un hombrazo. Hay que ver cómo liquidó la huelga general que le había combinado Turati en el 31. Se equivocó después, en la política exterior. ¡Pero su programa interior!: ley, orden y trenes en marcha. En Italia, hacer llegar los trenes a horario es la verdadera revolución, ¡otra que Revolución Francesa o Industrial! Milán tenía el fascismo del trabajo, del orden… La alternativa eran aquellos partisanos comunistas; sólo querían meter miedo a las mujeres y cobrar tributo a los empresarios. Recuerdo que en diciembre del 44 los partisanos hicieron explotar una bomba en un cine.

—¡Qué horror! Me considero un enemigo personal de la violencia, ¿sabe?

—Pero vino Mussolini y se paseó por toda Milán, parado sobre un coche descapotable. Todo el mundo lo aplaudía por las calles. ¡La paz, era él! Fue al Lírico, y arengó a la gente contra los comunistas. ¡Una verba!… Pobre hombre, en el fondo, se sacrificó por nosotros. Cuando los nazis lo rescataron de Campo Imperatore, él ya no quería saber nada con la política, pero Hitler lo obligó a asumir en Salò, esa República Social que no era nada. «Si no —le dijo al Duce— trataremos a Italia como a Polonia.» Mussolini comprendía verdaderamente a la Italia. Mire usted esas leyes de residencia: ¡cada uno en su casa, en su pueblito, en su región! ¿No es justo? ¡Me diga!

—Cierto, me parece justo. No hay mejor lugar que el hogar.

—Ahora, en vez, nos mandan aquí a todos esos meridionales. La guerra de Abisinia, él la hizo para tener un lugar donde mandar a nuestros emigrantes sin perderlos, no como toda esa brava gente que fue a Sudamérica y se perdió para siempre. ¡Qué situación absurda! Italianos de pura cepa trabajando en una semicolonia británica… En mis libros de la escuela, allá por el comienzo de los años treinta, ya estaban dibujadas esas llanuras de ustedes con los trenes ingleses: una semicolonia, y nuestra gente allá, cargándose vaya uno a saber de qué vicios, de qué molicies, en aquel país de Jauja infinita… ¿Leyes raciales? ¿Aquí? Bueno… algunas se promulgaron, para quedar bien con Hitler, pero cuando los ministros le preguntaban, el Duce contestaba «¡Ignórenlas!»… Sólo una vez en todos esos años de guerra me crucé, en un viaje de negocios por la Dalmacia, con un grupo de civiles custodiado por oficiales. Les pregunté a los militares qué habían hecho esas gentes, y me contestaron: «Hebreos; los portamos al norte». Una sola vez en todos aquellos años, y no era ni siquiera en Italia. Además, esos civiles que llevaban al norte estaban todos muy bien vestidos y cada uno llevaba su regia valija; no crea aquello que ve en las películas de hoy… ¿Me pregunta usted sobre los gitanos? ¿Pero cosa se cree? ¿Que esto es Sevilla?… Tampoco es verdad que haya existido tanta escasez de artículos durante la guerra. Quizás, algunas tonterías. Pero podías ir al Firenze, en Vía Manzoni, o al Biffi Gallería, y comerte un platazo de risoto con vino libre, todo por una lira; y encima te daban la mandarina. ¡Qué risoto! Nada de salsas, de esas que comen los franceses sin saber qué le están metiendo a uno en el buche. Aquí nos gusta todo claro: un poco de sabor de caldo, más tomate, parmesano, muzarela y orégano, todo bien separado y esparcido directamente sobre el arroz. Cada ingrediente a la vista, bien clarito, no como ahora que te sacan un ojo con esos platos pretensiosos hechos con sobras. Me recuerdo que en lo peor de la guerra, íbamos pateando los vidrios de la cúpula de la Gallería, y aun entonces había de todo… ¡Cómo estaba la ciudad! El Corso en ruinas. La Rinascente despanzurrada. ¡Quién sabe cuántas ventas se habrán perdido!… Y después del trabajo —me susurró aprovechando que Sandie se había levantado para servir el postre— ¡al burdel! ¡A sacarse las ganas! Aquí, en Milán, todos prostíbulos de cinco y diez liras, no había ni uno solo de dos. Todo controlado, todas las putas con su libreta blanca. Una vez al mes, revisación. ¡Las enfermas al hospital! No como ahora, que andan por la calle, mezclada con la gente decente. Y si entonces íbamos al prostíbulo era por razones de buena educación, para no tener que cabalgarnos a las señoritas de buena familia —me miró a los ojos— ¿me entiende, no? Bien distinto de estos días en que, con los prostíbulos prohibidos, los jóvenes no hacen diferencia entre una mujer honesta y una puta. Claro que todavía, si se conocen las direcciones correctas…

* * *

Sandie regresó con un tiramisú. No simuló haberlo preparado ella. El postre tenía todas las cualidades opuestas a Sandie: equilibrio de construcción, de sabores, de capas, y las vainillas llegaban a la mesa con el punto de borrachera exacta;
good timing
de la cocinera.

Su padre se retiró después de una breve sobremesa. Antes de salir del comedor, me metió en el bolsillo su tarjeta con la dirección de un prostíbulo y me hizo una señal de advertencia poniendo su dedo índice sobre el párpado inferior. Se inclinó sobre mí y me susurró al oído: «Si no tiene dinero, no importa. Diga que va de parte del comendador Mellein; les muestra la tarjeta, que lo pongan a mi cuenta».

Cuando quedamos solos, ella me invitó a su cuarto de estudio. Por tercera vez, la decoración cambió radicalmente, como si yo hubiese estado en tres casas en la misma noche. El sofá y los muebles tenían brazales de madera curvada clara y patas delgadas con canutos de bronce. Los tapizados eran de plástico, de un verde artificial con rayitas blancas.

—¿Tu padre estuvo muy activo durante el fascismo?

—Más o menos. Tú también hubieses colaborado. Era la patria contra los extranjeros.
Your life or mine
.

—Pero Mussolini era un violento, un irracionalista.

—Por qué te interesa Mussolini. Yo ni había nacido. En la guerra todos se hacen daño. ¿Eres tonto?

—Me interesa la gente que hace daño, porque la odio. Es natural.

—Entonces estás en un lío, porque odias a todos. Mussolini no te hace daño ahora… Y además, todos esos discursos sobre el cuadro. La mamá tenía un par de obras auténticas, pero el resto lo agregó el papá, después que ella murió. Son casi todos falsos. ¡Cómo te tomó en giro!

Encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo en un cenicero que era también una radio a pilas.

—Te preocupas por demasiadas cosas a la vez. Debes enfocarte, hacer de tu mente un reflector espiritual. Así canalizas todas tus fuerzas en una misma dirección cósmica y entras en acción armónica… ¡Espera un segundo y verás lo que me compré hoy!

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