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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (19 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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—¿Usted no está burlándose de nosotros? —y Sarah, incrédula, me atraviesa con su duda.

—No. Vayan y compruébenlo ustedes mismos. Hay otra, en Milán, pero es muy alta y menos estable; tuvieron que ponerle un alambre tejido para sostener los muros de fémures y cráneos, para evitar un derrumbe… Si no fuese por esas capillas, casi toda Europa sería un cementerio. Usted tiene aquí más muertos que metros cuadrados… Tome por instancia los arqueólogos: llevan consigo, en sus trabajos de campo, pequeñas cámaras fotográficas. Con aparatos de sonar buscan las antiguas tumbas. Cuando hallan una, a varios metros debajo del olivar o trigal, taladran un minúsculo agujero, y con esa especial cámara sacan fotos. Si encuentran valiosos objetos, abren; si no, ¡oquéi!, deja los campesinos arando. No es bueno que los cementerios crezcan demasiado, a expensas de las semillas. Déjalos sembrar habas… como aquí.

—Esa cosa de desarmar los cementerios me parece un pecado, una falta de respeto —observa muy preocupado el viejito, mientras toma fotos y fotos—. ¿Cómo sabe usted tanto de tumbas?

—Está en la familia. Mi padre construyó en su rancho una gigantesca, de doscientos pies de alto, y una catacumba de mármol negro debajo, para enterrar a su primera esposa, de sólo veintitrés años, con todas sus joyas. Él leía Poe.

Los australianos se miran entre sí.

—¡Una tumba de doscientos pies alto! —exclama Charles. Usted está bromeando. Usted ha estado entontándonos todo el tiempo. ¡Qué fantasía!

Pero el viejito no está enojado; en realidad, parece bastante complacido.

—Bueno, sí… era una broma, una grande, pero ahora les diré la verdad: en mi país hay unos salvajes que no sólo reducen las cabezas, sino también todo el cuerpo de sus enemigos: quedan como muñecos de apenas medio pie de alto. Sus mujeres los consideran los adornos más preciados; no los cambiarían por ningún brillante del mundo. Nadie sabe qué sustancia usan para la reducción.

—Sí, algo oí en torno de eso. Me parece a mí muy interesante —comenta Charles— pero tampoco me parece una buena idea. Esos salvajes, ¿no entierran en tumbas a sus pobres enemigos?

Cuando el anciano comprueba que mi plan de viaje no es muy rígido, me invita a acompañarlos un trecho en su auto, aparatoso modelo norteamericano, tres veces más largo que los pequeños fiats que pululan a su alrededor. Es un convertible, dos puertas, con cuatro focos al frente separados por una barra vertical en la mitad del radiador. Cuando subo, toda esta enorme cuna de metal se balancea mucho más suavemente que los taxis de Milán. Me acomodo en el asiento trasero.

—¿Le gusta mi Firebird? —me pregunta Charles.

—Supongo que llega más en tiempo que los trenes de por aquí.

—Es un gran auto. Para reales hombres. Es lo que Yo quiero más en el mundo… después de mi Sarah, por supuesto.

No consigo ensamblar el gusto de Charles por el arte con su gusto por los autos deportivos juveniles.

—Sí, un auto para hombres, pero no para irlandeses. Originariamente lo nombraron el Banshee. La Pontiac ya había distribuido los folletos de propaganda y empezaba a tomar anticipos para los primeros modelos, cuando alguien en la fábrica, algún maldito sabihondo, hizo notar que un
banshee
es un ser sobrenatural del folklore irlandés, mujer que canta quejumbrosamente anunciando una muerte en la familia. Por supuesto, le cambiaron el nombre por Firebird. Pero, extraña cosa, muchos clientes que ya habían pagado el anticipo, se retiraron cuando supieron del cambio de nombre; irlandeses ofendidos, Yo supongo. Por supuesto, en Estados Unidos hablaron de antiirlandesa discriminación. Yo vengo de una polaca familia, y no me podrían importar menos todas esas fantasías. Me gusta el auto por sus características técnicas: mucho mejor desempeño que el Camaro o el Mustang. ¿No quiere sentarse al volante?

—No sé manejar.

—¡Cómo es eso siempre posible! —gritó Sarah, consternada como si yo hubiese anunciado mi lepra—. Tendremos que hacer algo acerca de eso.

Nos detenemos en un par de ocasiones para visitar las iglesias abandonadas que se ven desde la ruta secundaria que transitamos. Es un trámite engorroso, pero parece divertir a mis acompañantes: hay que preguntar por el vecino que guarda la llave de los templos, buscarlo, convencerlo con propina para que nos abra.

Mientras camino por los recintos vacíos y oscuros, mis acompañantes revisan cada piedra y me llaman de tanto en tanto para que les traduzca alguna inscripción. Los impresiona mucho cuando simulo traducir latín, alentado por las raíces de las palabras, la brevedad de los epitafios, el sentido obvio de las lápidas, la imposibilidad de que los difuntos me corrijan, pero sobre todo por mi fantasía.

Mis compañeros miran mi abrigo y después mis ojos.

—¿Cómo sabe usted todas estas cosas, Mario?

Me encojo de hombros y simulo modestia.

Dejamos la segunda de las iglesias vacías; el sol ya se está poniendo.

—Es tarde —dice Sarah—. Por qué no tiene cena con nosotros y lo llevamos después a la estación, para que usted pueda tomar un tren de regreso a su hotel.

—No tengo hotel.

Mis amigos se cruzan una mirada de inteligencia.

—Bueno. Si lo hemos tomado aparte de su ruta puede quedarse en nuestro lugar esta noche. Yo pago para usted; sea mi huésped.

Acepto con la mente puesta en una ducha. Llegamos a un hotel cinco estrellas, construido en parte sobre unos viejos muros que han pertenecido a una abadía, lo cual le permite llamarse Albergue de la Vieja Abadía. Los empleados apenas pueden disimular su sorpresa cuando me ven, pero acatan respetuosos las órdenes del viejo. Con dos dedos, el botones lleva mi pequeño bolso hasta el cuarto. Cuando quiero darle las pocas liras que me quedan, me sonríe y me guiña un ojo mientras repite «no hace nada». Me encuentro en una habitación con una cama infinita, que invita a dormir atravesado. Tomo una ducha durante media hora, y el agua arrastra tierras de todos los caseríos de Italia. Vuelvo a colocarme mi único pantalón, y me echo el mismo abrigo sobre los hombros, pero me he cambiado la camisa. Desde mi ventana se ve un viejo pueblo de piedra, en la cima de una colina situada frente a la colina que sostiene a mi hotel, al borde de una pequeña llanura. De aquel caserío en la cumbre vecina sobresalen los campanarios de iglesias que, con seguridad, mis amigos ya han visitado. A lo lejos, un tren atraviesa la llanura y se dirige a unos edificios de cemento, al pie de la colina del pueblo, el barrio «moderno» del caserío.

Dispersas en la llanura, se yerguen algunas hileras de cipreses y álamos, trazos verticales que fijan la tierra con un marco de ángulos rectos… Recuerdo mi llanura natal sin árboles, ni colmas, ni hoteles, extensión desatada de toda referencia, tierra que flota ante los ojos y que vence a todos los pintores que se le enfrentan. Vengo de un país inapresable, hecho con materiales que se convierten en sueños y dudas apenas uno les da las espaldas; un lugar aéreo, donde las categorías no tienen sentido.

Mis nuevos amigos me esperan en el bar, puntuales.

Tomamos un par de whiskys y pasamos al comedor. Los camareros tratan con todo respeto a los viejitos, y me dispensan cierta campechanía. Para ellos es muy importante dejar sentado que entienden de diferencias sociales. Se muestran un poco más considerados conmigo a partir del momento en que pido una botella de Barolo, caro y sabroso. Sarah duda antes de pedir una hamburguesa; el viejo lo semblantea al
maître
:

—Supongo que en verano no tendrán ningún plato con habas.

—Pero cierto,
signore
. Tenemos el carpacho con habas.

Su inglés suena como el de los actores de Hollywood que representan a un italiano que habla en inglés, y las palabras italianas que mecha aquí y allá, también suenan como los actores de Hollywood que representan a un italiano que habla inglés.

—¿Qué es ese carpacho?

—Nosotros cortamos la carne en delgadas fetas, como hojas de papel, y nosotros la servimos cruda, junto con las bien cocidas habas. Los secretos son —se dirigió a Sarah— un poco de romero desmenuzado, el oliva aceite, que debe ser extra virgen, y las canelini habas, que son, por supuesto, de Molcone, un caserío de aquí cerca. Ellos dicen que trae suerte para las sociedades comerciales. Hay que hacer una buena comida con las famosas canelini y después, con tres pedos, el negocio no puede ir mal ni los socios pelearse entre ellos.

—Bien, tráigame el carpacho.

—Yo recomiendo a usted que lo acompañe con un buen clarete de Fiésole,
signore
.

—No, voy a tener el mismo lombardo rojo que Mario ya ordenó.

—Cuénteme —le pregunto al
maître
—, ¿el carpacho tiene tomate?

—No, sin tomate.
Capuchina
lechuga como una base, y unos cebolla’s aritos, crudos, pasados por agua caliente.

—Yo voy a tener otro para mí.

Cuando llega el carpacho, Sarah se asombra por la delgadez con que ha sido cortada la carne cruda, pero no la prueba.

—¿Cómo ustedes consiguen esto? —le pregunta al
maître
.

—Sólo para usted,
signora
, el secreto está en poner la carne diez minutos en el congelador antes de cortar las fetas.

La cocina es de primera, sencilla, sabrosa, platos que sostienen con firmeza todo el vino que se les echa encima y en los que se descubren sabores frescos como las brisas que entran por las ventanas, empujando un poquito de otoño. Charles come ceremoniosamente: ensarta una feta de carne cruda casi transparente y después pincha dos o tres habas. Cuando ambos manjares están a su disposición en el tenedor, cierra los ojos, toma el bocado y mastica lentamente.

—¡Hmm! Sabe bien.

—Toda Europa se alimentó con esas habas —le advierto.

Durante la comida, por momentos me remuerde la conciencia ocuparme más del vino que de mis anfitriones tan amables. Pido otra botella. A medida que avanzan los platos, ellos me tratan con más y más afecto. Me hablan del viaje que hacen por Italia, sin itinerario fijo, libres y —no me lo confiesan— con abundante dinero. Trato de evaluar cuántas botellas más estarán dispuestos a pagar. Por sus preguntas, me doy cuenta de que sobrevaloran mis conocimientos. Tienen esa fe parecida a la de Eligia, que cree que todo lo que se sabe, se adquiere con mucha voluntad y la escuela apropiada. Hablamos de mi país, y me llama la atención lo inadecuada que es la información que les doy. Miento porque me hace sentir más seguro, porque la extrañeza de todo lo que me rodea me lo permite, con un placer puro y fantasioso.

Tratan de que les hable de mí, pero no suelto prenda. No hablo de mí ni de mi país, puede ser peligroso; prefiero mentir. Como defensa, los interrogo a ellos.

—Yo tengo allá algunos hermanos, nada más —el anciano parece avergonzado—. Perdimos nuestro hijo, el solo único. La culpa es de esos malditos Firebirds. Tiene que haber sido algún problema con los frenos, aunque los muchachos en la compañía de seguros no lo querían reconocer. Mi Andrew era el mejor volante de toda Gamberra y muchos kilómetros a la redonda. Él era un real hombre. Debimos tener más hijos. Mi juventud fue muy dura y me casé tarde. Me hubiera gustado ser un médico, pero nosotros trabajábamos mucho, ¿sabe Mario? Y después, ese terrible auto accidente… No; usted no sabe lo que perder un hijo significa, lo que significa depositarlo abajo allá. Yo mismo, con estas manos, cumplí todo el servicio. Hacía años que no cavaba directamente en el terreno, pero tuve que nacerlo. Yo pensé que se lo debía a nuestro Andrew.

—¡Usted es enterrador!

—Yo lo fui toda mi vida. Ahora Yo poseo una empresa. Estamos haciéndolo bastante bien, y con este viaje intento ampliar nuestros modelos y personalizar más nuestro servicio. Las costumbres están cambiando allá. Cada tiempo piden más símbolos para sus tumbas. Cuanto menos ellos entienden la muerte, más símbolos necesitan.

—Yo no entiendo a la muerte. Yo necesito esos símbolos, ¿sabe? ¿Usted entiende a la muerte?

Se reserva la respuesta.

—Nosotros podríamos usar a un joven como usted allá. Mi Sarah ya no quiere trabajar más, no después de lo que ocurrió con Andrew. Ella lo lavó y lo vistió. Después, ella no quiso volver a la oficina. Tengo empleados, pero nadie con clase, alguien que pueda pararse en el medio de la sala, recibir a un deudo destrozado y hablarle con conocimiento sobre distintos modelos de tumbas, citando en latín a los papas y reyes que las eligieron. Usted tiene lo que hay que tener para el trabajo. Mire a usted mismo: usted está ya vestido de negro. Por supuesto, tú no tendrías que cavar ni nada de esa clase. Ahora tenemos empleados y palas mecánicas. Pero yo no puedo negar que es un duro oficio el de «llevador hacia abajo» —se detiene en esa expresión y reflexiona sobre ella—. Esa misma expresión, Mario, no deja muchas salidas: «llevador hacia abajo» es una expresión que pone más confianza en el infierno que en el cielo.

—Una cree que ya ha superado los escrúpulos, que es una profesional —comenta Sarah— y de pronto muere un ser querido y toda la profesionalidad no sirve de nada. Sólo el Señor ayuda.

—Quizá mi Sarah tiene razón —agrega el viejo—. Yo no sé mucho de religiones. Ser de una específica religión no me conviene, reduciría mi clientela. Estoy en este negocio porque cuando tuve que ganarme la vida, y eso ocurrió apenas dejé de ser niño, «llevador hacia abajo» fue el mejor y único trabajo que pude conseguir. Lo que sí sé, es que es abajo hacia donde los llevo, y abajo los dejo.

A partir de ese punto, los papeles se invierten y soy yo el que carga con el peso de la conversación, inventando más historias sobre Italia o mi país, mientras mis amigos se quedan cada vez más callados. Las dos últimas botellas las pide él. Los camareros retiran los envases vacíos mirándome con una sonrisa cómplice. Nos levantamos tarde de la mesa. El viejo se despide de mí con un: «Nos vemos en la mañana. No dejes de considerar nuestra oferta. Es una buena oferta.»

No tengo necesidad de encender la luz de mi cuarto; a través de la ventana abierta de mi cuarto la pequeña llanura envía un resplandor nocturnal firme. Una de las puertas del ropero vacío ha quedado entreabierta, mostrando en su interior una oscuridad gangosa. A diferencia de la tumba del cantante, ésta parece a punto de devolverme algo, de entregarme un regreso no solicitado.

Me levanto y salgo a caminar. En el vestíbulo del hotel encuentro a uno de los camareros; me pone unos billetes en el bolsillo. Oigo que farfulla una frase que termina con «comisión por las botellas. ¡Por Baco! ¡Qué hígado!». Me dirijo al pueblo.

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