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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (18 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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¿Y qué puedo decirles a ellos sobre ellos mismos? ¿Que durante las charlas en los compartimientos del tren he aprendido a sustituir mi apellido paterno por el de mi bisabuelo italiano? ¿Que en seguida preguntan «Presotto, Mario, ¿oriundo?, ¿oriundo?», y yo contesto «oriundo», y todos tratan de averiguar después si conozco al primo tal o cual? ¿Que a la hora de comer salen a relucir los larguísimos paninos y las botellas de tinto, y entonces mi oriundez tiene premio? ¿Qué inevitablemente, sin fallar nunca, una mano me tiende como medio metro de panino y una botella de tinto para besar? ¿Que gracias a esa mano infalible ando todavía en pie?

Hace ya más de media hora que camino por estas calles de no sé dónde. Frente a una placita minúscula —menos que un jardín de Milán— una iglesia enorme. Estoy cansado y entro. Me siento en uno de los bancos. Las grapas de esta mañana fueron muchas; unos obreros que esperaban su turno para empezar a trabajar me convidaron con generosidad: «¡Mira el oriundo cómo se calefacciona! ¡Y eso que hace todavía el verano!» Me inclino hasta que la cabeza queda por debajo de las rodillas. Pongo mis manos en la nuca y presiono con la cabeza hacia arriba para que la sangre vuelva al cerebro. Se me acerca un cura.

—No puedes quedarte aquí, este banco del coro está reservado para los acólitos, en la próxima misa.

—Está bien, padre.

—¿No se te ocurrirá pedir aquí adentro? Sólo puedes hacerlo en el portal, pero eres demasiado joven para eso y no tienes todavía la mirada de derrota. Eso es lo único que convence verdaderamente, más que la ropa gastada y la palidez. Si quieres comer, ven conmigo a la sacristía.

—No, no es necesario. Me quedaré tranquilo unos minutos en aquel banco y después tomaré un poco de aire afuera.

—Ve, sí, ve que te hará bien.

Me repongo; me pesa la soledad. Pasan diez minutos. Se me acerca una pareja de viejitos turistas, vestidos con mucho recato y colores oscuros. No llevan ni sandalias con medias ni camisas hawaianas. El hombre me extiende un dólar y me lo guardo en el abrigo.

—Excúseme, ¿usted habla inglés? —me pregunta—.

—Muy poco.

—¿Puede usted traducirme esta bellezallena lápida?

—Puedo intentar… A ver… Obispo Alessandro, no se distingue bien… Aquí… una fecha… seis de septiembrede 1266… Buenos tiempos para morir, especialmente para aquellos obispos y comerciantes que se podían pagar una bella tumba.

—Es muy linda.

—Sí. Tiempos de sencillas tumbas —siento la necesidad de hablar y me desato—. Una estatua yacente tan natural como posible, un idealizado muerto, porque no es el uno que vivió, pero el uno que va a resucitar, perfecto en un mundo perfecto. Mire el pedestal con santos en bajorrelieve: un viejo conservador, este Alessandro; otrocamino, él hubiera preferido pequeños ángeles inspirados en los Ancianos Tiempos, algo muy fino y vanguardista en aquellos años. Como puede ver, no hay nada tenebroso en la tumba. En el mil doscientos, tumbas usaban ser como segundas madres, lugares que envolvían el cuerpo, así que él pudiese renacer fresquito y sin pecados. Una perfecta simetría con el nacimiento. Sólo después, con la Contrarreforma, aparecieron las tumbas modelo «abismo», con muchas oscuras concavidades, esqueletos y calaveras. Pero, ¿usted sabe?, es curioso, el más tétricas trataban de parecer esas tumbas del seiscientos, el más trataban de asustar… el más lujosas las construían; más mármoles y ónix en exhibición, más
tutti
.

—¡Eso que dice es muy, muy interesante! ¿Cómo sabe usted alrededor de estas cosas? —me mira con atención.

—Bueno… En algún viaje anterior… Yo recuerdo que mis padres llevaban una guía turística muy buena. Todavía tiene que estar, algunlugar, con las anotaciones que hacían.

—¿Usted no es italiano?

—No, Yo soy sudamericano. Mi nombre es Mario. ¿Y el suyo?

—Yo soy australiano: Yo soy Charles, y mi mujer es Sarah. ¿Hay allí un cementerio en este pueblo?

—Supongo que sí. ¿Por qué pregunta? ¿Puedeser usted piensa como Yo: si quieres conocer una ciudad italiana: el duomo, la plaza y el burdel; pero si tú quieres conocer un pueblito… el cementerio, el mercado y la puta.

—Podríamos ir de visita. ¿No nos acompañaría usted?

—¿A la puta o al cementerio?

—No… no… ¡A mi edad! Al cementerio, por supuesto… Además, Yo viajo con mi mujer.

Sarah ríe; escruta la tumba de Alessandro. Los viejitos exudan dignidad y honradez.

—Yo supongo que podríamos.

—Usted habló en italiano, unos pocos momentos antes, con un sacerdote.

—¿Ellos hablan italiano en Sudamérica? —interviene por primera vez la señora.

—No, pero mi madre’s familia es italiana.

—¡Oh, sí! Inmigrantes. Nosotros también tenemos muchos italianos inmigrantes allá… ¿No está casado, no tiene novia?

—No.

—¿Por qué?

—No tuve buenos ejemplos.

Mientras Sarah habla maravillas del hotel en el que están, su marido toma unas fotos de la tumba del obispo Alessandro. Me agrada encontrar por fin un turista que se interesa verdaderamente por lo que ve.

—Antes de ir al cementerio, podemos tomar una mirada en esa tumba sobre allá —dice el viejo señalando con su máquina fotográfica un sepulcro, dos capillas más adelante.

—Por supuesto.

Estamos en una iglesia extraña, eco desacomodado de los templos de las grandes ciudades. Se ven algunas estructuras románicas y, en la pared, sobre los arcos laterales, pequeños fragmentos de pintura medieval al fresco, redescubiertos y restaurados, incomprensibles e insignificantes: un brazo, una cara, una escena trunca, diseminados por la superficie clara y limpia. Las columnas que separan las tres naves son ostentosamente ricas, fuera de escala y mucho mayores que todos los otros elementos arquitectónicos del recinto. Más que sostener, parecen rellenar el espacio que las circunda proyectando la luminosidad glauca y estriada de sus mármoles. Son el fruto del saqueo a algún templo pagano desaparecido, que en esta iglesia se toma venganza desentonando con toda la fuerza de sus columnas. Sobre los muros antiguos se ven tumbas medievales, renacentistas, neoclásicas y —mucho más estridentes— barrocas y decimonónicas, éstas con sauces y ángeles de mármol blanco que lloran y dejan caer sus larguísimas cabelleras sobre los pedestales. Pero el sepulcro hacia el que nos dirigimos es, otra vez, un elemento extraño a todo lo demás. Representa un templete de granito gris claro, con un gran portal que se abre hacia un calculado agujero de vacío negro y por el que podría pasar un auto entero. Al costado, la estatua de un monje encapuchado y con la cara en sombras, señala el abismo inminente, a punto de tragarnos a todos en cualquier momento. El efecto es teatral y siembra dudas consistentes respecto de las alegrías por la resurrección de la carne.

Mientras el australiano toma fotos desde distintos ángulos, me aparto unos pasos y, bajo el intradós del arco que da acceso a una capilla vecina, observo el conjunto de la iglesia. Ahora que lo he mirado bien, tomo conciencia del pastiche que los siglos han armado; este amasijo no está destinado a las guías de turismo. Me recuesto contra una reja decorada con hojas y flores de hierro. Vuelvo a mirar la perspectiva de la nave mayor y apoyo mi cabeza. Fijo mis ojos en el falso abismo de la tumba del monje. De pronto, todo se sale de quicio. Esa mescolanza de ángeles barrocos, arcos románicos, capuchinos románticos y columnas romanas, hace rechinar a cada elemento en su lugar, los desacomoda entre sí y los convierte en una totalidad heterogénea. Así debe de trabajar Dios, con lo heterogéneo, con lo casual. Recuerdo los lugares de culto asépticos que tratan de definir a Dios por ausencia —como la capilla del sanatorio y las iglesias «goticizadas» por restauradores modernos— hasta un punto en que todo es del mismo estilo en ellas, como si hubiesen sido construidas en un instante, por un solo artista. La versión pueblerina italiana me sirve más: el avance de Dios por exceso de tiempo y creación, por casualidades, por disonancias, por contradicciones. Dios no puede ser algo tan delicado como el vacío ni tan simple como lo inconfundible. A Él le sirven todos los materiales, hasta los deberes mal hechos y las narigonas.

—Es hermoso. Nosotros no tenemos tanto arte allá abajo —me comenta el viejito—. ¿Quién está enterrado en la tumba del monje?

—Un famoso cantante de ópera del siglo pasado. Había nacido en este pueblo.

El cementerio, un kilómetro afuera del pueblo, me decepciona, con tumbas que sólo se remontan a fines del ochocientos. Mi compañero no parece, sin embargo, desilusionado. Fotografía varios monumentos decorados con estatuas de marmolería y me pide que le traduzca algunas lápidas. Me las arreglo mejor con el italiano que con el latín de las tumbas de la iglesia. Los textos tratan de expresar una emoción frenada pero poderosa, y por lo general terminan con puntos suspensivos y signos de admiración. En las lápidas más recientes descubro influencias de los cantantes de moda; en las más viejas, influencia de la ópera: «Madre: Con tu angelical sonrisa partiste, y a tus hijos en desolación dejaste». O: «Marcelito: A dos días de aquel día lleno de gloria para ti y oscuridad para nosotros, te fuiste de los brazos de tu mamá a la que tanto querías, para encontrar el abrigo de los brazos de la Virgen María, que tanto te ama. Pero queremos decirte que extrañamos tu risa, tus tibias caricias y te perdonamos todas tus travesuras, incluso aquella gorda de quemar a la gallina más ponedora. Sólo de saberte en el regazo de la Santísima Virgen nos da consuelo, y estar seguros de que llegará la hora del reencuentro.» La tumba correspondiente está abandonada desde hace por lo menos cincuenta años. En todas las placas se entrecruzan —por debajo de la cursilería— amores auténticos, de hijos a padres, de padres a hijos, de hombres a mujeres, de mujeres a hombres, y todos esos sentimientos.

Mi viejito australiano empieza a disponer de mí con demasiada autoridad. En cuanto puedo me escabullo hacia un sector donde están las tumbas humildes. Los textos aquí son más directos, más breves, más claros y no temen la exageración: «¡No te olvidaremos, garantizado!» «¡Qué disgusto nos diste, cara!»

Después de pedirme que le traduzca algunas lápidas más, y tomar anotaciones y fotos, el anciano nota que falta algo.

—No hay tumbas de los viejos tiempos. Si la iglesia es vieja, ¿por qué el cementerio no es tan viejo como el cementerio?

Hablo con la florista. El cementerio anterior ha sido levantado porque ocupaba mucho espacio. Ahora crece en su lugar un huerto donde se cultivan habas con forma de grandes canutos, famosas entre los degustadores de toda la región.

—Se imagine —me dice la florista—, vienen también desde Boloña, para comprar esas habas. Hay mujeres que dicen que las habas tienen virtudes milagrosas, curativas; yo le aseguro que son sabrosísimas. Si quiere, le puedo vender unos kilos…

—Gracias, estoy en viaje, ¿cómo quiere que las cocine?

—Llévelas como amuleto de amor, mire que sirven también para el amor. Un joven como usted, y de viaje… no debe ser fácil. Aquí las mujeres son todas decentes… salvo que alguien le dé la única dirección apropiada —y me escrutó sin agregar nada.

—No insista. ¿Cómo quiere que coma habas en pleno septiembre? No hace frío, todavía.

—¡Ah…! Pero nuestras canelini son famosas como amuleto de viaje. Las usaban ya los peregrinos, en el Medioevo, para llegar seguros a Roma. Tiene que poner en una bolsita trescientas sesenta y cinco habas canelini junto con una ramita de romero. No falla nunca, si quiere llegar a destino.

—Mire que yo no voy a Roma. Además, no las digiero bien.

—Las nuestras son famosas a punto por lo livianas que son. Tienen propiedades curativas para el estómago, el resfrío, la anemia, el estreñimiento, la calvicie y tantas cosas más. ¿Qué le llega? ¿No comen habas allá?

—¡Momento! Nosotros tenemos un guiso criollo de porotos que ya quisieran ustedes… Mucha carne dorada en el mismo aceite en el que antes se doró el ajo, una bella cantidad de morrones, un poco de chorizo colorado y papas. Mi familia tenía una cocinera en las sierras que hacía un guisote de suspirar. El secreto, según ella, era, primero, lograr que el punto de los porotos fuera igual que el de las papas; segundo y principal, evitar el tomate, que es cosa de italianos, y además tiene ácido oxálico, que es tóxico.

—¿Esto sabía la su cocinera?

—No. Esto me lo dijo un doctor.

—¿De evitar las manzanas de oro?

—Así es.

—Propio de salvajes. Si me compra las habas, le doy una receta para prepararlas con salsa de tomate. Así aprende un poco de civilización.

—Pero mire que el tomate es originario de América.

—¡Atento con las mentiras que dice, el oriundo! ¡No me haga reír! Las manzanas de oro… de América… América del Sud… Todavía más lejos que el África…

—Bueno, dejemos los tomates donde usted quiera… ¿Pero qué hicieron con los sepulcros antiguos?

—Todo se lo llevaron vía los comerciantes, los anticuarios.

—¿Y los cuerpos?

—Al osario —me señala una construcción cónica de cemento—. No abultaban mucho; este clima pudre, no preserva. Si usted supiera —y la florista cambia su sonrisa por una exagerada expresión de dolor— cómo me hacen mal los huesos en ciertos días, con esta artritis… ¡qué cosa!

La mujer me cuenta algunos de los rumores que ha oído en sus años de estar sentada a la puerta del cementerio. Después yo agrego algún detalle de mi propia cosecha, mientras transmito los relatos a la pareja australiana.

—Los huesos los tienen reservados para construir una capilla —les explico, desfachatado.

—¿Cómo es eso?

—Sí. Aquí en Italia, cuando un cementerio es demasiado grande, se convierte en desleal competencia para la agricultura. Italia no es Australia. Así, lo desarman y reutilizan las mejores piezas. Siempre fue como esto: sarcófagos etruscos reocupados por inquilinos romanos, estelas godas borradas y reinscriptas, tumbas desalojadas; fervientes católicos que esperan la resurrección velados por dioses paganos. Es una manera de ecumenismo: la tolerancia a través del ahorro funerario. Se acuchillaban por el sexo de los ángeles, pero después, si había que pagar el entierro, se olvidaban de las diferencias. A veces, usted encuentra cadáveres de épocas muy distantes entre sí que comparten la misma tumba. Pero una solución mejor es construir capillas con los huesos. Si usted va a Roma, debería visitar la capilla de los capuchinos, en Vía Véneto, toda de huesos humanos. Lámparas armadas con sacroilíacos: la luz sagrada que llega desde lo que fue el sexo (una idea magnífica, pienso para mí, como mirar las estrellas a través de un hermoso culo). Los ángeles de los altares son los esqueletos de los principitos Barberini muertos por la peste. Como se dice en Roma:
quod non fecit barban, fecit Barberini
; «lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini».

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