El despertar de la señorita Prim (13 page)

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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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—Permítame que le diga, juez Basett, que ser amable no es lo mismo que mantener una conversación de salón.

—Tiene usted razón —intervino el veterinario mirándola de frente—. Se puede ser amable y decir la verdad, no hay nada que lo impida.

La bibliotecaria enrojeció, y nada más hacerlo se percató de algo que la llenó de estupor: había dicho una mentira sin ser consciente de ello. Ella, que presumía de ser incapaz de mentir, había mentido sin inmutarse. No había enrojecido, no se había alterado, no había experimentado taquicardia. Había intentado impresionar a aquel joven con una estúpida, ridícula mentira, y lo había hecho sin temblarle el pulso. ¿Era la primera vez que ocurría? Profundamente avergonzada, tuvo que confesarse a sí misma que no. Y entonces, en su interior, se dibujó una enorme y silenciosa interrogación: ¿era posible que todo lo que ella había denominado con orgullo a lo largo de su vida
su delicadeza
fuese únicamente una eficiente y discreta tapadera para mentir? Jamás había transigido con el engaño en cuanto a sus opiniones firmes sobre las cosas, eso era cierto. ¿Pero no lo era también que a la hora de complacer en temas que no eran para ella vitales, que no comprometían su sentido de las cosas, había sido falsa?

—Discúlpenme —dijo mientras se levantaba apresuradamente—. Pero creo que debo irme.

Todos sus compañeros de mesa se pusieron en pie.

—No la habrá ofendido lo que le he dicho, ¿verdad? —preguntó inquieto el veterinario, que ante el azoramiento de la bibliotecaria parecía haber recuperado su simpatía hacia ella.

—¿Ofenderse? ¿Por qué? —intervino Herminia Treaumont.

—No se preocupe, Herminia, solo bromeábamos —contestó con dulzura la señorita Prim—. Hablábamos de animales y conversaciones de salón, nada que pueda ofender a nadie.

—Nuestra huésped es un descubrimiento, Herminia, nos ha entusiasmado con su conversación —dijo el juez—. Me pregunto si querría trabajar para mí, ahora que la pequeña Amelia piensa dejarme y se me acusa de ser un esclavizador de jovencitas.

—Vamos, vamos, no diga tonterías —contestó la aludida con afecto.

La bibliotecaria se rió con placer.

—Es una oferta tentadora —dijo—, pero me temo que tengo un trabajo que me encanta.

—Muy bien, muy bien, pero piénselo. Me gustan las mujeres con la cabeza bien puesta.

Tras despedirse de todos y acordar con Herminia Treaumont que visitaría el periódico el miércoles siguiente, la señorita Prim abandonó el salón de té. Antes de salir, se subió el cuello del abrigo, se ajustó los guantes y se dispuso a emprender el camino de vuelta.

Fuera, las calles comenzaban a teñirse lentamente de blanco.

Apenas había recorrido un kilómetro antes de adentrarse en el bosque cuando oyó el sonido de un automóvil a sus espaldas.

—Prudencia, debo advertirle que si se mete en el bosque con esos zapatos corre el riesgo de perder los pies y tendremos que ir a rescatarla. ¿Me permite que la lleve a casa? Prometo no decir nada que pueda importunarla. Es más, prometo no decir nada de nada.

La bibliotecaria miró al hombre del sillón con una mezcla de alivio y agradecimiento. Había calculado mal la resistencia de sus zapatos frente a la nieve. Le dolían los pies, apenas los sentía ya, no deseaba perderlos y mucho menos ser rescatada.

—Se lo agradecería mucho. Tengo que reconocer que tenía usted razón cuando me advirtió de que no debía volver a casa andando.

—La señorita Prim dándome la razón, no puedo creerlo. Debe de estar usted enferma, seguramente es el efecto del frío —dijo él mientras se inclinaba para abrirle la puerta y le ofrecía una manta para las rodillas—. Está usted helada. ¿Un trago de coñac? Ya sé que piensa que soy un alcohólico sin remedio, pero deje a un lado por esta vez esos despiadados juicios suyos y beba un poco. La ayudará a entrar en calor.

La bibliotecaria obedeció sin decir una palabra, mientras él ponía el coche en marcha y elevaba la temperatura. Tenía demasiado frío para ponerse a discutir, aunque algo en aquellas palabras la impulsó a hablar.

—¿Juicios despiadados? ¿De verdad cree usted que yo hago juicios despiadados? Y yo que pensaba que era su propia religión la que estaba en contra de la bebida. Resulta sorprendente que me acuse a mí de hacer juicios despiadados; siempre me he considerado una persona tolerante.

—¿Una persona tolerante? —se rió él—. Vamos, Prudencia, yo diría más bien que es usted una persona extremadamente estricta. Le concedo que es una virtud maravillosa para su trabajo y yo soy el primero en beneficiarme de ella, pero debe de resultar una carga muy dura para unas espaldas tan frágiles como las suyas.

La bibliotecaria se mordió el labio al recordar la velada en el salón de té y su angustia ante el descubrimiento de su facilidad para la mentira social.

—Y respecto a mi religión y la bebida, está usted un poco confusa en este asunto, aunque debo decir en su defensa que es una confusión común. La bebida, como el resto de los dones de la creación, es buena, Prudencia. Es de su mal uso o de su abuso de donde provienen sus efectos negativos.

La señorita Prim, por segunda vez en el día, reconoció que su interlocutor podía tener razón. Pero no era la bebida y la religión el tema que rondaba en aquel momento por su mente.

—Así que piensa usted que soy estricta. Eso creía yo también, pero hoy he descubierto no solo que no es cierto, sino que soy una mujer profundamente hipócrita y con tendencia a la mentira.

El hombre del sillón la miró con sorpresa.

—He estado tentado a hacer un comentario jocoso sobre eso que acaba de decir, pero ya veo que está usted preocupada. ¿Puedo preguntarle qué ha pasado? Prometo ser delicado, si es que eso es posible en mí.

Tras dudar un instante, la bibliotecaria se decidió a hablar. Estaba muy cansada, anhelaba desahogarse con alguien, descargar en otras espaldas la desazón que sentía en su interior. Una mujer virtuosa como ella, que había invertido a lo largo de su vida enormes dosis de buena voluntad en dominar sus defectos y había salido victoriosa en no pocas batallas, tenía que rendirse ahora y reconocer que su delicadeza, esa cualidad que ella había elevado a la categoría de arte, no era más que un disfraz para la hipocresía y la mentira social.

—Ya ve —dijo tras narrar la historia de su amor a los animales, el veterinario y el juez Basett—. Soy una vulgar hipócrita. Una mentirosa.

—Yo diría más bien que es usted una tonta —fue la sencilla y escueta respuesta de su interlocutor.

La señorita Prim le miró con estupor y a continuación se desabrochó con gesto brusco el cinturón de seguridad.

—Pare inmediatamente el coche —dijo con ira apenas contenida.

—¿Cómo dice?

—Que pare inmediatamente el coche. No pienso seguir un solo instante con usted.

El hombre del sillón detuvo el coche y levantó ambas manos del volante.

—¿Por qué diablos es usted tan exagerada?

—¿Exagerada? ¿Cree que exagero? Me pide que le abra mi corazón, me promete ser delicado, y una vez que caigo en la trampa y le confío mis preocupaciones, su respuesta es un insulto. ¿Tengo que recordarle que me ha llamado usted tonta? Usted, que presume de caballerosidad; usted, precisamente usted.

—Sí, yo, precisamente yo —replicó él con brusquedad—. No se equivoque conmigo, Prudencia, soy un hombre exactamente igual que los demás, incluso puede que peor que los demás. Espero que eso no sea una sorpresa para usted, porque, desde luego, no lo es para mí.

La bibliotecaria hizo un gesto para salir del coche, pero él la detuvo con firmeza.

—Escúcheme bien. La he llamado tonta porque me parece que acongojarse de esa forma por lo que me ha contado es comportarse como una tonta. Soy un hombre franco, seguramente demasiado franco, y tiene usted razón: no soy delicado. Pero creo que a estas alturas ya debería saber lo suficiente sobre mí como para comprender que aunque no sea un ejemplo de delicadeza, soy una persona decente. Si le digo que me cuente algo es porque me interesa ayudarla. Así que déjeme hablar y escuche lo que tengo que decir.

—No lo haré a menos que retire su insulto —dijo ella con sequedad.

—Está bien, retiro lo dicho. Pero que conste que no era un insulto; calificaba su forma de comportarse, no la calificaba a usted.

—No empiece otra vez con sus distinciones teológicas, no va a embaucarme de nuevo.

—¿Puede hacer el favor de escucharme? —insistió él espaciando deliberada y lentamente las palabras.

La bibliotecaria levantó los ojos y le miró. El día había comenzado mal. Había sido un error aceptar la invitación para acudir al salón de té. También lo había sido permitir que él la llevase al pueblo en coche. De no haber aceptado su ofrecimiento, no habría tenido que escuchar aquellos gruesos halagos sobre una belleza que no era la suya. Tampoco se habría dejado llevar por el flirteo con el veterinario, y mucho menos habría dicho aquella tontería sobre lo mucho que le gustaban los animales. A ella, que siempre había sentido miedo por los perros y asco por los gatos. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

—Tiene usted razón, soy una tonta —dijo con lágrimas en los ojos.

Él le cogió suavemente una mano y la miró con una expresión que la bibliotecaria no supo interpretar.

—Vamos, no es usted tonta, Prudencia, solo se comporta como tal. No llore, por favor, ya ve que los individuos como yo no sabemos manejar las lágrimas, no se nos ha concedido ese don. Escúcheme bien: lo que le ocurre es que hay un par de cosas que la hacen sufrir, y la hacen sufrir porque no las comprende bien, simplemente.

Ella se secó las lágrimas y sonrió.

—Entre usted y yo todo se reduce siempre a que yo no comprendo las cosas y usted sí, ¿no es cierto?

—No, no es exactamente cierto, no del todo, al menos. ¿Me va a escuchar ahora?

La señorita Prim le aseguró que estaba dispuesta a hacerlo. Él le ofreció otro sorbo de coñac y se acomodó en el asiento antes de hablar.

—En primer lugar, no existe la victoria definitiva de uno solo sobre los propios defectos, Prudencia, no es un campo en el que funcione la mera fuerza de voluntad. Tenemos una naturaleza defectuosa, una especie de vieja locomotora herida, y como consecuencia de ello, por mucho que nos empeñemos tendemos siempre a fallar. Angustiarse por ello es absurdo y aunque se enfade un poco al oír esto, también soberbio. Lo que hay que hacer, aunque sé que esta respuesta no le gusta, es pedir ayuda a quien hizo la máquina cada vez que uno falla. Y en todo caso dejar que la mejore poco a poco inyectándole de vez en cuando una buena dosis de aceite.

—Ésa es una explicación religiosa y yo no soy religiosa. No utilice ese argumento conmigo, por favor, no sirve —dijo ella con la nariz enrojecida por el frío y el llanto.

Él apoyó la nuca en el reposacabezas del asiento y se rió.

—Esa respuesta no es digna de una mente lúcida, Prudencia. Y es uno de los frutos de esa educación antitomista de la que tan orgullosa está. La cuestión aquí o en cualquier otra discusión no es si mi respuesta es o no religiosa, sino si es o no cierta. ¿Es que no ve la diferencia? Contraargumente, Prudencia, dígame que cree que no es cierto lo que digo, explíqueme por qué no es cierto, pero no me responda que mi argumento no sirve porque es religioso. La única razón por la que mi argumento puede no servir aquí o en el fin del mundo es simplemente porque resulte falso.

—Está bien, pues le digo que no sirve porque es falso.

—¿De verdad? Eso quiere decir que cree usted que el ser humano es capaz de alcanzar la perfección y mantenerse en ese nivel de excelencia moral por sus propias fuerzas. ¿No cree entonces que errar es humano? ¿Cree que el hombre no falla?

—Por supuesto que no creo eso, sé perfectamente que equivocarse es humano y que nadie es perfecto.

—Es decir, que en el fondo cree que buena parte de lo que yo he dicho es cierto. Lo que ocurre es que usted solo reconoce la verdad cuando ésta se viste con ropa secular.

La señorita Prim miró al hombre del sillón a través de la penumbra y se preguntó con amargura por qué, incluso en momentos sombríos como aquél, sus conversaciones con él eran mucho más interesantes que las que tenía con el resto del mundo. Por qué el único hombre con el que hablar era una actividad tan estimulante tenía que ser también el más terco y odioso de su especie.

—Tengo frío. ¿Le importaría llevarme ya a casa?

—¿Importarme? Yo siempre estoy dispuesto a llevarla a casa, Prudencia.

3

Los martes y los viernes por la mañana los pequeños acudían a la escuela de la señorita Mott. Sus hermanos, aunque demasiado avanzados ya para las clases de la maestra, también recibían parte de su instrucción fuera de su hogar. Tres veces por semana asistían a clases de lengua en casa de Herminia Treaumont; otras dos aprendían biología en la consulta del médico del pueblo; en casa de Horacio Delàs se estudiaba historia; botánica en la de Hortensia Oeillet; música en la de Emma Giovanacci, y así sucesivamente. Fue precisamente un martes por la mañana cuando los dos pequeños irrumpieron en el salón cargados de noticias.

—¡Abuela! ¡Señorita Prim! ¡El marido de la señorita Mott ha vuelto! —gritó Eksi nada más cruzar la puerta de la sala en la que ambas mujeres se dedicaban a sus tareas, una a despachar su correspondencia y la otra a catalogar las obras de Swift.

—¡Y ha traído caramelos para todos los niños! —continuó Deka, que llegaba a la carrera cargado con los libros de su hermana.

La madre del hombre del sillón levantó la ceja derecha y siguió escribiendo mientras indicaba a sus nietos que esperasen a que terminara lo que en ese momento estaba ocupada en hacer. Fue la señorita Prim la que se volvió y celebró con ellos las novedades. Pese a su inexperiencia con los niños, la bibliotecaria no entendía del todo la comedida frialdad de aquella abuela y su capacidad para anteponer las normas y los modales a la espontaneidad de sus nietos. Aunque al mismo tiempo algo en su interior le decía que probablemente aquellas criaturas eran tan encantadoras y educadas debido, en parte, a la disciplina marcial que habían recibido de ésta.

—¿El marido de la señorita Mott? ¿Estáis seguros? ¡Pero qué noticia tan emocionante! —exclamó mientras cerraba cuidadosamente una tercera edición de
La batalla entre los libros antiguos y modernos
.

—Eso es, eso es, contádselo a la señorita Prim y dejad a vuestra pobre abuela terminar de despachar su correspondencia —aprobó la anciana tras dirigir una mirada a la bibliotecaria.

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