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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (22 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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—Mira, colega, es Erin —dijo Remy.

—¡Hola, Erin! —devolvió Hunter el saludo, entusiasmado, moviendo la mano como un pequeño metrónomo.

Erin se nos acercó como si no estuviese segura de que era bienvenida.

—Hola —saludó recorriendo la mesa con la mirada—. ¡Señor Hunter, señor, me alegra mucho verle esta tarde! —El niño le devolvió una sonrisa. Le gustaba que le llamasen «señor Hunter». Erin tenía unas lindas mejillas redondeadas, los ojos almendrados de un rico marrón.

—Ésta es mi tía Sookie —me presentó Hunter, orgulloso.

—Te presento a Erin, Sookie —dijo Remy. Supe por sus pensamientos que la joven le gustaba mucho.

—He oído hablar mucho de ti, Erin —contesté—. Me alegra ponerle una cara a tu nombre. Hunter me ha pedido que le acompañase a visitar la guardería.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Erin, genuinamente interesada.

Hunter empezó a contárselo mientras Remy se levantaba para traerle una silla.

Luego nos lo pasamos bien. Hunter parecía tener mucho afecto por Erin y ella le devolvía el sentimiento. También estaba muy interesada en su padre, al tiempo que éste se encontraba al borde de volverse loco por ella. En definitiva, no fue una mala tarde de lectura mental, concluí.

—Señorita Erin —habló Hunter—, tía Sookie dice que no podrá venir conmigo el primer día de clase. ¿Vendría usted?

Erin estaba sorprendida y complacida a la vez.

—Si su señor padre dice que puedo y si consigo librar en el trabajo —respondió, dejando caer las condiciones por si Remy tenía alguna objeción… o dejarían de salir para finales de agosto —. Gracias por preguntar.

Cuando Remy se llevó a Hunter al cuarto de baño, Erin y yo nos quedamos mirándonos con curiosidad.

—¿Cuánto hace que empezasteis a salir Remy y tú? —le pregunté. Parecía una opción más que segura.

—Apenas un mes —respondió—. Remy me gusta, y creo que podríamos llegar a tener algo, aunque aún es demasiado pronto para saberlo. No quiero que Hunter se vuelva dependiente de mí en caso de que no funcione. Además… —Dudó por un largo instante—. Tengo entendido que Kristen Duchesne cree que Hunter tiene un problema. Se lo ha dicho a todo el mundo. Pero lo cierto es que ese muchachito me importa mucho. —Sus ojos no mentían.

—Es diferente —expliqué—, pero no tiene ningún problema. No tiene ninguna enfermedad mental, no sufre de ninguna minusvalía para el aprendizaje y no está poseído por el diablo. —Sonreía, cada vez menos, cuando llegué al final de la frase.

—Jamás he visto indicios de esas cosas —convino. Ella también sonreía—. Aunque tampoco creo haberlo visto todo.

No pensaba revelar el secreto de Hunter.

—Necesita amor y cuidados especiales —dije—. Realmente nunca ha tenido una madre, y supongo que alguien estable en ese papel sólo le puede venir bien.

—Y ésa no vas a ser tú —respondió, como si en realidad me lo estuviese preguntando.

—No —negué, aliviada por tener la ocasión de dejarlo claro—. No seré yo. Remy parece un tipo agradable, pero yo estoy con otra persona. —Arañé una cucharada más de chocolate dulce.

Erin bajó la mirada a su vaso de Pepsi, inmersa en sus propios pensamientos. Era consciente de ellos, por supuesto. Nunca le había caído bien Kristen, y tampoco tenía una opinión demasiado buena de su capacidad mental. Pero Remy cada vez le gustaba más. Y adoraba a Hunter.

—Vale —dijo tras alcanzar una conclusión interior—. Vale.

Levantó la cabeza para encontrarse con mi mirada y asintió. Le devolví el gesto. Al parecer, habíamos conseguido entendernos. Cuando los chicos volvieron de su excursión al servicio, me despedí de ellos.

—Oh, espera, ¿puedes acompañarme fuera un momento si Erin no tiene inconveniente en vigilar a Hunter?

—Será un placer —dijo ella. Volví a abrazar al niño, le sonreí y le di una palmada antes de enfilar la puerta.

Remy me siguió con una expresión aprehensiva clavada en la cara. Paramos un poco más allá de la entrada.

—Ya sabes que Hadley me dejó el resto de sus propiedades —dije. Era algo que me había estado pesando.

—Eso me contó el abogado. —Su expresión no dejaba entrever nada, pero yo tenía mis métodos, por supuesto. Parecía absolutamente tranquilo.

—¿No estás enfadado?

—No. No quiero nada que fuera suyo.

—Pero Hunter…, la universidad. No había mucho dinero, pero sí algunas buenas joyas que podría vender.

—Le he abierto un fondo de estudios —explicó Remy—. Una de mis tías abuelas me ha dicho que le dejará todo lo que tiene, ya que nunca ha tenido hijos. Hadley me hizo pasar por un infierno y ni siquiera se ocupó de planear un futuro para Hunter. No quiero nada.

—Para ser justos, no esperaba morir tan joven… De hecho, no esperaba morir nunca —señalé—. Estoy convencida de que no incluyó a Hunter en su testamento porque no quería que nadie supiera de él o lo secuestrara para asegurarse de su buen comportamiento.

—Ojalá fuese verdad —suspiró Remy—. Quiero decir que quiero creer que lo hizo por su bien. Pero aceptar el dinero a sabiendas de cómo acabó, de cómo lo había ganado… hace que me den náuseas.

—Está bien —le dije—. ¡Si te lo piensas y cambias de opinión, llámame mañana por la noche! Nunca se sabe cuándo me puede dar una fiebre consumista o por apostar las joyas en un casino.

Sonrió levemente.

—Eres una buena mujer —afirmó antes de regresar con su novia y su hijo.

Conduje hacia casa con la conciencia tranquila y el corazón contento.

Había cubierto medio turno de mañana (Holly me había hecho la otra mitad aparte de su propio turno), así que tenía el resto del día libre. Pensé en darle más vueltas a la carta de la abuela. La visita del señor Cataliades cuando éramos bebés, el
cluviel dor
, los engaños a los que su amante le había sometido… porque estaba claro que, cuando la abuela creyó haber olido a Fintan mientras veía a su marido, era él disfrazado. Era algo difícil de digerir.

Amelia y Bob estaban enzarzados en el lanzamiento de conjuros cuando volví a casa. Caminaban recorriendo el perímetro de la casa en direcciones opuestas, canturreando y agitando incienso como sacerdotes de la Iglesia católica.

A veces me convencía de lo bueno que era vivir a las afueras, en medio del campo.

No quería romper su concentración, así que decidí dar un paseo por el bosque. Me preguntaba dónde estaría el portal, si sería capaz de encontrarlo. Dermot se había referido a él como «un punto fino». ¿Sería capaz de distinguir ese punto? Al menos sabía en qué dirección se encontraba. Caminé hacia el este.

Era una tarde cálida y empecé a sudar en cuanto puse el pie en el bosque. El sol se fragmentaba en mil formas al tocar las ramas, y las aves y los insectos producían infinidad de sonidos que mantenían vivo el bosque. No quedaba mucho tiempo para la caída de la tarde y que la luz se fuese extinguiendo, convirtiendo el paseo en una actividad incierta. Las aves guardarían silencio y las criaturas de la noche reclamarían su hegemonía.

Avancé por la maleza pensando en la noche anterior. Me preguntaba si Judith habría hecho las maletas y se habría marchado, tal como dijo que haría. Me preguntaba si Bill se sentiría solo ahora que no estaba ella. Di por hecho que nada ni nadie se había presentado en mi jardín ya que había dormido toda la noche del tirón.

Entonces, sólo me quedó imaginar cuándo intentaría Sandra Pelt matarme de nuevo. Justo cuando empezaba a sospechar que permanecer sola en el bosque no había sido tan buena idea, di con un pequeño claro de apenas doscientos metros, al sureste de mi casa.

Estaba prácticamente convencida de que ése era el, punto más fino. No se me ocurría otra razón para ese singular claro. Los hierbajos salvajes crecían con intensidad, pero no había arbustos, nada a la altura de la pantorrilla. Ninguna enredadera se extendía por ese espacio, ninguna rama caída.

Antes de salir del linde de árboles, examiné cuidadosamente la extensión del claro. Lo último que necesitaba era caer en una especie de trampa feérica. Pero no vi nada extraordinario, salvo quizá un ligero temblor en el aire. Justo en el centro del claro. El extraño punto (si es que mis ojos no me engañaban) flotaba a la altura de las rodillas. Tenía la forma de un pequeño círculo irregular de unos cuarenta centímetros de diámetro. Y justo en ese punto el aire parecía distorsionarse, adoptando el matiz de una ilusión óptica. ¿Sería porque desprendía calor?

Me arrodillé sobre los hierbajos a un metro escaso de la distorsión. Intenté pincharlo ligeramente con un largo trozo de cristal.

Solté el objeto y se desvaneció. Volví a contraer los dedos y di un grito de sorpresa.

Había deducido algo. No estaba muy segura de qué. Si alguna vez había dudado de la palabra de Claude, ahí estaba la viva prueba de que decía la verdad. Con mucho cuidado, me acerqué un poco más a la anomalía.

—Hola, Niall —saludé—. Si me estás escuchando, si estás ahí, te echo de menos.

Por supuesto, no hubo respuesta.

—Tengo muchos problemas, pero imagino que tú también —dije, aunque no pretendía sonar quejica—. No sé cómo os desenvolvéis las hadas en mi mundo. ¿Camináis junto a nosotros, pero invisibles? ¿O es que tenéis todo un mundo aparte, como la Atlántida? —Era una conversación un poco lamentable y solitaria—. Bueno, será mejor que vuelva a casa antes de que anochezca. Si me necesitas, ven a verme. Te echo de menos —repetí.

No pasó nada.

Con una sensación a caballo entre la felicidad por haber encontrado el portal y la decepción por no conseguir resultado alguno, deshice camino a casa por el bosque. Bob y Amelia habían terminado sus tareas mágicas en el jardín y Bob había encendido la parrilla. Se disponían a hacer unos filetes. A pesar de haber tomado helado con Remy y Hunter, me sentí incapaz de rechazar un filete a la parrilla embadurnado con la salsa secreta de Bob. Amelia estaba cortando patatas para envolverlas en papel de plata y cocinarlas junto a los filetes en la parrilla. Me sentía encantada. Me ofrecí a hacer unos calabacines.

La casa tenía un aire más seguro. Más feliz.

Mientras comíamos, Amelia nos contó anécdotas de su trabajo en la tienda de magia y Bob se desató lo suficiente como para imitar a sus compañeros más extravagantes del salón de belleza unisex donde trabajaba. La peluquera a la que Bob había sustituido se había desanimado tanto por las complicaciones de la vida en la Nueva Orleans posterior al
Katrina
, que había hecho las maletas y se había ido a Miami. Bob había conseguido el trabajo tras ser la primera persona cualificada en pasar por la puerta después de que su antecesora hiciera lo mismo a la inversa. En respuesta a mi pregunta de si había sido por casualidad, Bob se limitó a sonreír. De vez en cuando podía atisbar un destello de qué fascinaba a Amelia en ese chico, quien, por otra parte, parecía un escuálido vendedor de enciclopedias con el pelo áspero. Le comenté lo de Immanuel y su corte de pelo de urgencia y me dijo que su colega había hecho un trabajo maravilloso.

—Bueno, ¿ya habéis terminado de reforzar las protecciones? —pregunté ansiosa, procurando que el cambio de tema resultase natural.

—Y tanto —señaló Amelia cortando otro trozo de carne—. Ahora son incluso mejores. Ni un dragón podría atravesarlas. Nadie que quiera hacerte daño podrá pasar.

—Entonces, si el dragón fuese amistoso —contesté medio en broma, y ella me dio un golpecito con el tenedor.

—Por lo que dicen por ahí, esas cosas no existen —aseguró Amelia—. Claro que yo nunca he visto uno.

—Claro. —No sabía si sentirme curiosa o aliviada.

—Amelia tiene una sorpresa para ti —indicó Bob.

—¿Sí? —Intenté sonar más relajada de cómo me sentía.

—He encontrado la cura —dijo, orgullosa y tímida a partes iguales—. Me refiero a lo que me pediste cuando me fui. Seguí buscando una manera de romper el vínculo de sangre. He encontrado una.

—¿Cómo? —Intentaba que no se me saltasen los nervios.

—Primero le pregunté a Octavia. Ella no lo sabía porque no está especializada en magia vampírica, pero mandó un correo electrónico a un par de sus viejas amigas de otras asambleas y le ayudaron a buscar. Llevó su tiempo y se encontraron con algunos callejones sin salida, pero al final dieron con un conjuro que no requiere la muerte de uno de los vinculados.

—Estoy aturdida —dije, y era la absoluta verdad.

—¿Quieres que lo lance esta noche?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—Sí, después de cenar. — Amelia parecía un poco menos contenta ya que no había obtenido la respuesta que había esperado. Bob pasaba la mirada de Amelia a mí; también parecía dubitativo. Esperaba que me hubiese mostrado encantada y efusiva, y no era lo que estaba presenciando.

—No sé. —Posé el tenedor—. ¿Le hará daño a Eric?

—Si es que algo puede hacer daño a un vampiro tan antiguo —dijo—. En serio, Sook, ¿por qué te preocupas por él?

—Le quiero —confesé. Los dos se me quedaron mirando.

—¿De verdad? —preguntó Amelia con escasa voz.

—Te lo dije antes de que te fueras, Amelia.

—Supongo que no quise creerte. ¿Segura que seguirás sintiendo lo mismo cuando se haya disuelto el vínculo?

—Es lo que quiero averiguar.

Asintió.

—Tienes que saberlo. Y tienes que liberarte de él.

El sol acababa de ocultarse y podía sentir cómo se despertaba Eric. Su presencia me acompañaba como una sombra: familiar, irritante, reconfortante, intrusivo. Todo a la vez.

—Si puedes hacerlo ahora mismo —dije—. Antes de que pierda el valor.

—De hecho, es el mejor momento del día para hacerlo —apuntó—. La caída del sol. Cuando termina el día. Los finales, en general. Tiene sentido. — Amelia fue corriendo al dormitorio. Regresó al cabo de dos minutos con un sobre y tres pequeños tarros: tarros de gelatina en un anaquel de cromo, como los que usan las camareras de los bares para poner el desayuno. Los tarros estaban medio llenos de una mezcla de hierbas. Amelia se había puesto un delantal. Noté que guardaba objetos en uno de los bolsillos.

—Muy bien —dijo, pasándole el sobre a Bob, que extrajo el papel y lo ojeó rápidamente, frunciendo el ceño de su estrecho rostro.

—Fuera, en el jardín —sugirió él, y los tres dejamos la cocina, cruzamos el porche trasero y fuimos al jardín, dejándonos envolver una vez más por el olor a carne hecha al pasar junto a la vieja parrilla. Amelia me situó en un punto, a Bob en otro y luego hizo lo propio con los tarros de gelatina. Bob y yo teníamos cada uno un tarro a los pies, detrás de nosotros, y había otro donde se colocaría ella. Habíamos formado un triángulo. No hice ninguna pregunta. De todos modos, probablemente no habría creído ninguna de las respuestas. Nos entregó a Bob y a mí una cajetilla de cerillas a cada uno y ella se quedó con otra.

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